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La guerra fría de Putin

Moscú se ha especializado en aprovechar los resquicios que dejan las sociedades abiertas para socavarlas, a través de las redes sociales o de la presión fronteriza, como sucede hoy en Polonia

Los planes de Vladímir Putin para desestabilizar Europa son evidentes desde hace tiempo, y la globalización y el desarrollo tecnológico han proporcionado al autócrata ruso los instrumentos necesarios para dedicarse a interferir la vida política y la economía de los países vecinos sin correr el riesgo que implican las intervenciones abiertas. Ya demostró en Ucrania, con la anexión de la península de Crimea, hasta qué punto es capaz de actuar de forma unilateral con la simple argucia de enviar soldados sin banderas ni uniformes reconocibles, pero su especialidad viene siendo la labor de zapa a través de los resquicios que encuentra disponibles en las sociedades abiertas: redes sociales, medios de comunicación o entidades financiadas por el Kremlin para introducir confusión y desorden.

Una investigación formal del Parlamento Europeo ha concluido que Rusia ha intoxicado el buen funcionamiento de procesos electorales en varios países, incluyendo hechos tan cruciales como el referéndum sobre el Brexit, las elecciones presidenciales en Francia o Estados Unidos y, por supuesto, en España intervino de forma notable para dar alas al proceso independentista en Cataluña, no porque tenga intereses directos, sino porque su objetivo es debilitar a Occidente. Pase lo que pase, y desde el Kremlin, Putin mantiene una actitud formalmente indiferente: puede saludar con toda cordialidad al mismo dirigente al que sus agentes están tratando de aniquilar sin que se le mueva un músculo.

Lo ha hecho con los precios del gas, aumentando o disminuyendo a voluntad sus suministros, no solamente para provocar un mayor aumento de los precios, sino como parte de su mecanismo de extorsión para enviar en todo caso el mensaje de que es él quien controla el grifo. Aunque ayer mismo Rusia anunció que aumentaba la intensidad del suministro de gas a Europa, ese incremento no alcanza las necesidades previsibles del invierno, y lo ha hecho con la única intención de que Alemania se apresure en certificar el nuevo y polémico gasoducto, porque, a pesar de la proximidad del frío del invierno, Moscú no va a permitir que Ucrania se siga beneficiando del tránsito del gas.

Lo que está sucediendo en Bielorrusia es otro fenómeno que, si bien es ejecutado por el sátrapa de Minsk, Alexander Lukashenko, este lo hace porque se lo permite su principal socio y aliado, es decir, Putin. El ministro ruso de Exteriores tuvo ayer la desfachatez de culpar a la Unión Europea y la OTAN de lo que ocurre en la frontera polaca, con los miles de iraquíes que intentan atravesarla ilegalmente, cuando es Lukashenko quien se dedica a traerlos deliberadamente desde Irak para utilizarlos como un elemento hostil, simple munición, que está intoxicando la vida política en Polonia, que no por casualidad es uno de los eslabones débiles de la política europea. Moscú se burla de la UE sugiriendo que lo que debería hacer es pagar al dictador bielorruso para que resuelva los problemas que él mismo se dedica a crear.

Frente a esta actitud ya no valen las viejas recetas de la Guerra Fría. Rusia seguirá estando al este de la UE, pared con pared, y siendo un país gigantesco con capacidad de chantajearnos, al menos mientras sigamos dependiendo de su gas. Por ello, nuestro principal interés es que se convierta en una democracia decente. Lo que está haciendo Vladímir Putin es malo para la UE, pero sobre todo es malo para Rusia, condenada a vivir sometida a la voluntad de un déspota y a cargar con las sanciones que provoca su guerra subterránea.

 

 

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