Beethoven en Beaune
Beaune es mejor conocida como centro de la producción de vinos de Borgoña. Su oportuna situación geográfica la sitúa en medio de las dos grandes subzonas de producción: la Côte de Nuits, al norte, y la Côte de Beaune, hacia el sur. Su mantenida prosperidad comenzó bajo la sabia administración de Nicolas Rolin, canciller de los poderosos duques de Borgoña. Aparte de su buen gobierno, a Rolin y su devota esposa, Guigone de Salins, se les debe la construcción de los Hospices de Beaune, el formidable hospital para pacientes graves y necesitados. El hermoso edificio gótico tardío borgoñón se mantiene en estupendas condiciones, convertido hoy en museo y centro de reuniones. Hasta hace poco, en su imponente salón principal se realizaba la subasta de vinos más conocida de Europa, una actividad que se realiza actualmente en una instalación cercana. Las subastas, que se llevan a cabo el tercer fin de semana de cada noviembre, mantienen a Beaune en el itinerario obligado de todos los amantes y conocedores de los vinos de Borgoña. No obstante, desde hace algunos años, el nombre de la ciudad se ha comenzado a asociar con el de Ludwig van Beethoven.
En efecto, gracias a la iniciativa de instituciones públicas y privadas, así como de algunos productores de vinos de la región, entre ellos los distinguidos Domaines Tollot-Beaut, Marqués D’Angerville, Fredéric Mugnier y A&P de Villaine, se lleva a cabo el Festival Beethoven de Beaune. Cuatro días dedicados a conciertos y recitales, “mostly Beethoven”, donde se ofrece lo más exquisito del repertorio de música de cámara, interpretado por notables solistas y agrupaciones reconocidos a nivel internacional. Se trata de una actividad programada para el mes de abril, pero que este año, por la presión del covid-19, fue postergada para el mes de noviembre. La organización del festival, cuyo director artístico es el destacado chelista coreano Sung-Won Yang, dispuso las cuatro sesiones del evento siguiendo un esquema original e interesante. Un inteligente diseño que va más allá de la simple y recurrente presentación de destacados solistas quienes, como en la mayoría de los festivales, terminan siendo los únicos protagonistas de la programación. De la manera más elegante y didáctica -Yang es un destacado docente en institutos de formación en Corea y Francia-, presentó un verdadero curso de lecciones sobre el compositor alemán de una manera que no podemos llamar sino original. Los cuatro conciertos contaron con denominaciones reveladoras: “Los maestros”, “Amigos y discípulos”, “Mecenas” y “Mundo interior y exterior”. Cada presentación estuvo precedida por una breve y oportuna introducción de Sin-Won Yan, que prepararon al espectador para escuchar lo que se iba a interpretar de inmediato. Los “Maestros” del primer concierto fueron, naturalmente, Mozart y Haydn. La continuidad de las ideas musicales evolucionó en esta ocasión de la manera más fluida, desde el Cuarteto para piano K.478 de Mozart, y el formidable Cuarteto de cuerdas, de Haydn Op.76 No.4, hasta el juvenil Trío para piano Op.1 No. 2, donde Beethoven realiza sus primeras incursiones logradas en la poética clásica, heredada de sus predecesores y admirados maestros. Tal vez más revelador fue el programa del viernes, “Amigos y discípulos”, donde los organizadores introdujeron al público a músicos menos conocidos, como Fernando Ries y Carl Czerny, en una noche que concluyó con la versión de cámara que el mismo Ries escribiera de la sinfonía Eroica, donde Beethoven, habiendo bebido de las aguas tempranas del romanticismo, comienza alejarse del espíritu clásico.
En este Festival Beethoven 2021 solo fui privilegiado con la asistencia a las dos últimas sesiones, las más beethovenianas de todas, sin embargo. La primera (tercera del Festival) fue organizada de manera reveladora, haciendo mención a tres de los mecenas del compositor. El primero, y uno de los más consecuentes, es el conde de Waldstein, ministro del Elector del Palatinado, hombre culto y refinado que perdería más tarde su fortuna en un fracasado empeño de detener el avance napoleónico por Europa. Suya es la hermosa expresión: “Beethoven va a Viena a recibir el espíritu de Mozart de la mano de Haydn”. A Waldstein, años después de ser beneficiado por su generosidad, Beethoven dedicó su conocida Sonata para piano Op.53, escrita durante lo que han querido llamar el “período romántico”, lo cual, a pesar de las limitaciones de esta designación, no deja de ser cierto. Razoomovsky, embajador de Rusia, es el segundo mecenas seleccionado, para quien el compositor escribió su serie de Cuartetos Op.8. De nuevo el Beethoven clásico, fiel a los esquemas de sus maestros, una fidelidad que nunca se expresó mejor que en los Cuartetos de cuerdas de esta época. Las exigencias formales en este momento mantuvieron a raya la poderosa emocionalidad del músico de Bonn, que se expresará mejor en la tercera pieza de este concierto: el grandioso Trío para cuerdas Op. 97, llamado “Archiduque”, en homenaje a su poderoso protector de esta época, el archiduque Rodolfo, hijo del emperador y a quien dedicaría otras catorce composiciones. El “Archiduque” es una obra fundamental para apreciar la evolución de Beethoven. En cada uno de sus cuatro movimientos, se siente un cuestionamiento a la estética romántica convencional. La casi desesperada empresa del músico no es la de expresar al llamado “yo romántico”, su intención es convertir al romanticismo en vehículo de expresión de la esencia humana, del hombre en tanto que ser en situación, como diría Karl Jaspers. Se trata de una crítica a la poética romántica que había degenerado en una suerte de consagración del yo y toda su inquietante sentimentalidad. Desde aquí hasta sus últimas obras, el proyecto de Beethoven es el más humanista. No tiene nada de raro que haya sido emulado con Miguel Ángel, otro titán empeñado en un antropocentrismo redentor.
En estas condiciones, el Director Artístico nos llevó a la cuarta presentación, efectuada en la venerable Sala Nicolás, con la cual se cumplió el ciclo que, de la manera más fina, nos acercó no sólo a la música iluminada de Beethoven, sino a sus ideas, que son las de un filósofo que escogió la música para expresarse. Un filósofo que se adelantó de manera profética a lo que iban a ser las búsquedas de Heidegger y sus seguidores. Una empresa que alcanza su cumbre en el programa cuidadosamente seleccionado por el Sung-Won Yan. Después de la intensa intimidad de las Bagatelas Op.126, escrita en el período de sus Grandes Cuartetos, el programa incluyó la Sonata para Violín y piano BWV1018 de Bach. Como buen pedagogo, Yang nos introdujo así al arte del contrapunto, que será extremado por Beethoven en este período, ni clásico ni romántico, sino paradójicamente barroco, tal como se aprecia en las tres últimas piezas de la velada: la “afectuosa” Sonata para cello y piano Op.102 No 2, la compleja Sonata para piano Op. 109 (no tanto como la Hammerklavier, sin embargo), para terminar con el intenso -hasta lo casi intolerable- Cuarteto para cuerdas Op.132. Una síntesis de su música y pensamiento. Siguiendo a Bach, y tal vez a Händel, la escritura de Beethoven se contorsiona dolorosamente como un diseño de Borromini, y su pensamiento se hace oracular y oscuro como las obras tardías de Nietzsche. El tema es el mismo que comenzó a tratar en los años del Trío Archiduque y que no es otro que el del hombre en tiempos indigentes, como reconoció Hölderlin, su absoluto contemporáneo. Beethoven, en su desgarrado humanismo, canta el combate desigual entre el hombre y su Creador. Siempre humano, demasiado humano, no parece Beethoven perdonarle a Dios el absurdo de la condición humana y la omnipotencia de la muerte. Un pensamiento que se desarrolla de manera irrepetible en los tres movimientos finales del Op.132, donde la religiosidad del compositor aparece y reaparece, donde, después de ser casi fulminado por el poder divino, se recupera y acepta y nos revela, como en una epifanía, que incluso así, con todas sus pequeñeces y limitaciones, la vida es el único paraíso posible. Vivirla lleno de esperanzas es la única manera de no desesperarse. Debo reconocer que el Cuarteto Danel logró una ajustada versión, sin excesos fáciles ni otras concesiones, de la difícil partitura. No menos destacadas, la actuación de los otros solistas y agrupaciones: el Trío Owon, del cual Sung-Wong Yan forma parte con los notables Olivier Charlier en el violín y el equilibrado Emmanuel Strosser en el piano, así como del pianista italiano Enrico Pace.
Para los que fuimos privilegiados con este festival, la ciudad de Beaune ya no es solamente la capital de los vinos de Borgoña, los mejores caldos del mundo, sino un locus amoenus donde se le rinde uno de los mejores homenajes a Beethoven, el gran músico que dedicó su vida dolorosa a la exaltación de las capacidades creativas del hombre protagonista de todo humanismo.