Thierry Ways: ¿Por qué no se vacunan?
¿Por qué tantas personas no se vacunan contra el covid? A estas alturas de la pandemia está más que comprobado que las vacunas salvan vidas. Las cifras son claras: en todas partes del mundo las tasas de hospitalización y muerte de los no vacunados superan varias veces las de los vacunados. En Suiza la semana pasada, la relación de mortalidad fue de 20 no vacunados por cada vacunado.
No me refiero, claro está, a quienes no pueden vacunarse por problemas de disponibilidad, sino a quienes deliberadamente rechazan el pinchazo. ¿Por qué hay tanta resistencia a la inmunización a pesar de las estadísticas que reporta la prensa todos los días, que demuestran la eficacia de las vacunas?
No me cabe en la cabeza que gente realmente piense que nos van a implantar microchips en el cuerpo o que la inmunización es un programa secreto de control poblacional. Sí creo, en cambio, que hay miedos entendibles, como el de inyectarle a un hijo pequeño un fármaco novedoso, en el caso del ARN mensajero. Algunos psicólogos han sugerido también que el miedo a la vacuna es una extensión del miedo a la muerte. Suena incoherente, y lo es, pero la negación de la realidad –en este caso, del riesgo a morir de covid– es una de las formas como los humanos lidiamos con el temor a la parca.
Creo, sin embargo, que hay algo más. Algo que no es nuevo, pero que las redes sociales han estimulado hasta el delirio.
Un rasgo muy extendido en la actualidad es la necesidad de comunicar nuestra identidad al mundo de forma vehemente, casi agresiva. En eso consiste gran parte del teatro performativo de las redes. Todos procuran definirse: “biciusuario”, “antiuribista”, “amante de los gatos”, “perreador intenso”. Esas definiciones –en las que a menudo se sobreentiende cierto tono juguetón, pues otro imperativo de las redes es proyectar siempre una actitud irónica y cool– suelen ser inofensivas. Pero, como todo en exceso, la exacerbación de la cultura identitaria tiene un lado oscuro.
Incorporar una idea al rostro que mostramos al mundo es como injertarle al cuerpo un tejido nuevo: el órgano pronto desarrolla sus propios vasos sanguíneos y se integra con el organismo. Cuando esa idea es cuestionada, se siente como una afrenta personal, un ataque al yo. Y como la idea ahora es inseparable de nuestra identidad, no podemos renunciar a ella fácilmente, pues sería renunciar a algo que nos define, algo que somos.
No se trata solo de vacunas, por supuesto. Es un fenómeno presente en muchos de los grandes debates de nuestro tiempo: aborto, ambientalismo, veganismo, etc. En la época del plebiscito sobre el acuerdo con las Farc, votar ‘Sí’ o ‘No’ se volvió un asunto de identidad, con consecuencias que nos persiguen hasta hoy. Los del ‘Sí’ se veían a sí mismos como ilustrados pacifistas; los del ‘No’, como campeones de la justicia. Aceptar al otro era como reconocer que lo que uno era –lo que lo definía a uno– era un error. Hoy es tan absurda la politización de la pandemia en EE. UU. que no pocos republicanos se obstinan furiosamente contra el tapabocas. Aceptar llevarlo sería un golpe psicológico, pues sería negar una faceta definitoria de su identidad política y, por tanto, moral.
A Keynes se le atribuye (probablemente por error) la cita: “Cuando cambian los hechos, yo cambio de opinión. ¿Usted qué hace?”. En un mundo de sobreexcitación identitaria, cualquier cosa puede convertirse en un emblema personal. De ahí a cosérselo en la piel hay un solo paso. Pero para ser capaces de cambiar de opinión cuando cambian los hechos es mejor portar las ideas de manera más desprendida, no como un órgano del cuerpo, sino como una prenda o accesorio. Algo que nos podamos quitar si se demuestra su error, se comprueba su inconveniencia o simplemente pasa de moda.
THIERRY WAYS
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