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1922: el año I de Ulises

La historia de la literatura se puede dividir entre antes y después de la publicación de Ulises. Alabada por unos, menospreciada por otros y perseguida por obscenidad, la novela de Joyce marcó un punto de quiebre en las letras del siglo XX.

Es probable que nunca antes artistas e intelectuales hayan estado tan conscientes de estar empezando una nueva época como en aquel 1922 que hoy conmemoramos. Lo había predicho, famosamente, Virginia Woolf en “Character in fiction” (1924), reflexión sobre la nueva novela donde afirmó, de manera a la vez vaga y rotunda, que “alrededor de diciembre de 1910 el carácter humano cambió”, según nos lo recuerda Kevin Jackson en Constellation of genius. 1922: Modernism year one.

Pero fue Ezra Pound quien se le había adelantado, en su también conocida y celebrada carta al crítico H. L. Mencken del 22 de marzo de 1922: “La era cristiana terminó en la medianoche de octubre 29-30 del año pasado. Ahora usted está en el año I p. s. U [post scriptum Ulises], si eso le sirve de consuelo.”

El atrabiliario Mencken, cuyo nietzscheanismo, en su día provocador, empezaba a pasar de moda, con seguridad gruñó. Finalmente, en Not under forty (1936), Willa Cather lo dirá de modo más llano: “El mundo se partió en dos en 1922.”

Tanto en la cronología comentada de Jackson (muy informativa) como en el ensayo The world broke in two. Virginia Woolf, T. S. Eliot, D. H. Lawrence, E. M. Forster, and the year that changed literature, de Bill Goldstein (más nutritivo), entre los numerosos libros que han aparecido en torno a 1922, el reparto “modernista”, para decirlo con el concepto anglosajón, es más o menos el mismo. Ese año aparecieron Ulises (al autor le fue entregado el primer ejemplar en fecha capicúa: 2/2/22) y La tierra baldía, y James Joyce y T. S. Eliot, sus autores, se hicieron famosos, apoyados por Pound como “il miglior fabbro” y con Virginia Woolf (ella misma publica El cuarto de Jacob en 1922) como una quisquillosa directora de conciencia asistida devotamente por su esposo Leonard. Si el grupo protagónico de 1922 es el de Bloomsbury, una extensión urbana –según Goldstein– de las hermandades universitarias de Oxbridge, varios de los actores se definen en contra de este, como el errabundo D. H. Lawrence, ahíto de sí mismo en su “peregrinaje salvaje” (de Taormina a Australia, pasando por la isla de Ceylán y Taos, Nuevo México), quien ese año publica La vara de Aarón e InglaterraInglaterra mía.

Al otro lado del Canal de la Mancha, en París, solo se habla de Marcel Proust, quien muere en la madrugada del 18 de noviembre de ese año, en súbito olor de santidad gracias a su “fama instantánea”. Quien en su juventud había sido despreciado por el núcleo duro de la Nouvelle Revue Française (NRF) como un muchacho frívolo (aparte del escandaloso primer rechazo editorial de André Gide) será enterrado con honores militares en su calidad de caballero de la Legión de Honor. El 2 de mayo había publicado la primera entrega de Sodoma y Gomorra, la parte central de En busca del tiempo perdido (1913-1927), obra cuyas primeras pruebas las corregirá un jovencísimo André Breton. Al tanto de los elogios venidos desde Londres, Proust no se digna en escribirle a Eliot, quien le había pedido una colaboración para The Criterion. “Estoy demasiado cansado para ello”, dijo Proust en julio.

Puede agregarse al elenco a E. M. Forster –conocido solo como Morgan por sus amigos–, quien también en 1922 preparaba su retorno a la novela a ocurrir dos años más tarde con Pasaje a la India. Forster era íntimo amigo de Woolf (aunque a ella le daban lástima los homosexuales cuando llegaban a la edad de Morgan, autor póstumo de Maurice) y apasionado –como Virginia– adalid de Proust. Y Forster, quien será el sobreviviente fallecido hasta 1970, renegará de Joyce (“pésimo escritor”, dirá en 1959), cuyo encuentro con Proust en París es celebérrimo por impreciso e insípido: el inglés del francés, aunque tradujo a John Ruskin con la ayuda de su madre, siempre fue pobre y el irlandés, camino a la ceguera, cultivaba de preferencia el más perfecto de sus sentidos: el oído. Woolf, en cambio, será la primera gran discípula de Proust fuera de Francia y acaso la más importante. Lo admira hasta por hipocondríaco. El crítico de arte Clive Bell, su cuñado y esposo de Vanessa, la pintora de Bloomsbury, no tiene empacho en incluir, junto a Proust, Ígor Stravinski y Pablo Picasso, a Joyce entre las estrellas del siglo, contra la opinión de la autora de Orlando.

Los iberoamericanos, a su vez, festejamos a César Vallejo, quien recibe el 22 de octubre los primeros modestos doscientos ejemplares de Trilce, uno de los poemas centrales de la centuria, la contribución en español a aquel annus mirabilis, que tuvo en São Paulo su Semana del Arte Moderno, organizada entre el 13 y el 17 de febrero por Emiliano di Cavalcanti y Mário de Andrade, para agregar al siglo el portugués de América. Días después, en Granada, Federico García Lorca hace su primera lectura pública del Cante jondo, a sus veinticuatro años. Jackson, obligado por el carácter cronológico de su libro, menciona de pasada al poeta peruano y el festín vanguardista brasileño, mientras que la decididamente anglocéntrica obra de Goldstein no.

En aquel año de 1922 marcado por la difusión mundial de la radio y la erupción de las flappers, por la enfermedad progresiva e incurable de Lenin y el asalto del poder por Stalin, que terminará con la fundación de la URSS en diciembre, la unanimidad moderna no existe. Si Eliot y Proust concitan la admiración generalizada, Ulises es un dolor de cabeza para Virginia, quien va destonsando las páginas de la edición parisina de Sylvia Beach para que la lea Leonard como si de un calvario se tratara. Los Woolf se habían negado a editarla en Hogarth Press, su casa editorial particular. Mientras se descubre la tumba de Tutankamón, los prejuicios de clase de Virginia, su puritanismo, salen a relucir contra Joyce, a quien consideraba un borracho irlandés, cuando no le ganaba la mala conciencia de saber que negar a Ulises era negar lo moderno que ella fue la primera en proponer con todo descaro.

Si Pound acaba por desdeñar la novela de Joyce en privado, la apoya “políticamente”, festejando desde Venecia su éxito y haciendo del irlandés el heredero de Gustave Flaubert. Tampoco fue muy paciente el poeta de Idaho con En busca del tiempo perdido, debe decirse. Con todo, Pound es el primero en revelar el “plan homérico” de Joyce, mientras Joseph Collins, de The New York Times, tiene la primicia en declarar a Ulises como la gran obra del siglo XX y en relacionar el “flujo inconsciente” de Joyce con Sigmund Freud. Al respaldo de Edmund Wilson (a su vez el primer lector y propagandista de Eliot en la otra orilla) en The New Republic, se suma la condena del católico Paul Claudel en la NRF y de Wyndham Lewis, otro chico malo del modernism, que encuentra “masturbatoria” a la novela.

La reacción irlandesa es ambivalente. En un gusto muy propio de él, un desconcertado W. B. Yeats combina la lectura de Joyce con la del novelista victoriano Anthony Trollope, según le escribe a un amigo el 17 de mayo; la prensa de Dublín ataca al hijo pródigo por blasfemo, antijesuítico, inmoral y obsceno, y se empieza a hablar de Ulises como producto del “bolchevismo cultural”. Pero el 20 de marzo Joyce le cuenta a su hermano que ha sido visitado por Desmond FitzGerald, ministro in pectore del nuevo Estado Libre Irlandés a punto de fundarse, quien le comparte la intención del gobierno nacionalista de presentarlo para el Premio Nobel de Literatura. ¿Habrá leído Ulises el emisario?, parece preguntarse Joyce. Aunque el dinero le caería bien, el novelista teme que la buena fe o el extravío del bondadoso ministro le haga perder el puesto. Mientras, continúa el escándalo por la incorrección joyceana e incluso entre sus partidarios hay desencuentros. John Middleton Murry, el 22 de abril, se burla del políglota francés Valery Larbaud, quien aplaude el regreso de Irlanda, con Joyce, a la literatura europea. “¡Europea!”, clama Murry, el marido de Katherine Mansfield, “¡si Joyce es el hombre con la bomba en la mano que hará saltar por los aires lo que queda de Europa!”.

En las antípodas, desde Australia, Lawrence –protagonista en The world broke in two– espera ansioso su ejemplar y su reacción, al leerlo al fin, no es muy distinta a la de sus odiados bloomsburitas. Pero él y Joyce están siendo perseguidos por obscenidad por las autoridades estadounidenses, azuzadas por John S. Sumner (1876-1971), jefe de la Sociedad de Nueva York para la Supresión del Vicio, así que quien publicará El amante de Lady Chatterley en 1928 procura ser solidario.

El otro Lawrence, Thomas Edward, el 7 de mayo, termina el primer borrador de Los siete pilares de la sabiduría y parece indiferente a las modas y angustias de París y Londres. Sigue en activo Edith Wharton, prematuramente envejecida, perteneciente a la Bella Época a su pesar, y el arisco H. P. Lovecraft empieza a escribir sus cuentos de terror, no tan indiferente a su siglo.

El éxito de Eliot, a quien Pound presentó en enero con su editor estadounidense Horace Liveright, sería imposible en nuestra época. Su poesía no solo es validada por sus amigos de vanguardia (aunque el suyo devendrá en un modernismo conservador, como el doctor Johnson encarnó a la Ilustración conservadora), sino por los nuevos profesores formalistas (I. A. Richards a la cabeza y después por William Empson y F. R. Leavis, este último a su vez abogado histórico de D. H. Lawrence), por la crítica más periodística (Middleton Murry y Richard Aldington) y por un público bastante amplio, lector de La tierra baldía primero y de los Cuatro cuartetos después, que accede a él a través del teatro también y atiende, con cierta impaciencia, la predicación cristiana de Eliot, que es donde su origen estadounidense se delata (su acento tampoco convenció nunca del todo a los más ortodoxos de los insulares). El 6 diciembre, desde Nueva York, Gilbert Seldes se convierte en el primer crítico en hallar afinidad entre Ulises y La tierra baldía, por el predominio de la forma. Las relaciones personales, a su vez, entre Joyce y Eliot nunca fueron estrechas: el poeta admiraba al prosista –lo contrario rara vez lo manifestó el autor de Ulises.

1922 o el año de la introducción de los cocteles americanos a Europa, junto al jazz y a la primacía del gusto de Jean Cocteau sobre París, cuando el compositor Arthur Honegger debuta frente a Picasso, los descendientes de Victor Hugo y Georges Auric, mientras Paul Hindemith, aún un oscuro violista, en Frankfurt, le pone música a un drama del pintor Oskar Kokoschka, y Gabriele D’Annunzio, padre del fascismo e invasor de Fiume en 1919, se cae de una ventana. Franz Kafka escribe El castillo entre enero y septiembre; Charlie Chaplin llega, a los 33 años, a su filme número 71; Alfred Hitchcock dirige su primera película y la cinta más recordada será Nosferatu de F. W. Murnau. Georges Bataille asiste en Madrid a su primera corrida de toros, el 17 de mayo, lo cual tendrá consecuencias para su escatología; Arthur Schnitzler se encuentra con la obra de Freud y, durante veintiún días de ese año, Rainer Maria Rilke escribe las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo, a publicarse el año siguiente.

En ese cambio en lo humano que Woolf detecta se ubica la primacía del individuo que desmantela matrimonios y transforma costumbres íntimas y menoscaba, merced al horror de la Gran Guerra, la confianza en la ciencia y el progreso. Junto al entusiasmo por la Revolución bolchevique –“¡Lenin kaputt!”, grita Stalin, al enterarse del segundo ataque al corazón de su jefe, quien reúne sus últimas fuerzas para hacer defenestrar al georgiano– las supersticiones se renuevan. O continúa la incesante búsqueda de lo otro, si se prefiere. Si el 20 de diciembre un Thomas Mann insiste en las sesiones espiritistas, dos meses antes es Breton quien gracias a René Crevel se entusiasma por la parapsicología. Por su parte, Pound diseña el primer sistema de ayuda, mediante suscripciones públicas, a la creación artística y a los escritores en particular.

1922 o el año en que, en medio de la primera hambruna soviética, la República de Weimar reconoce a lo que será la URSS gracias a los oficios de Walther Rathenau, es también la fecha de nacimiento de los trabajos de Walt Disney, de los primeros ejemplares del Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, o cuando Ernest Hemingway, corresponsal en la guerra greco-turca, labra su estilo mandando telegramas y se adelanta al Twitter. El primero de octubre aparece The Criterion, la revista de Eliot (con La tierra baldía incluida, la reseña de Larbaud sobre Ulises, algo de Hermann Hesse y algo de F. M. Dostoievski), y se funda el Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre, del gurú G. I. Gurdjieff, secta acusada, al parecer injustamente, de haber dejado morir allí a la brillante cuentista Mansfield, quien en su lecho de muerte hubo de soportar la insultante visita de Lewis, el más agresivo de los modernos antimodernos.

En noviembre, el poeta Vladímir Mayakovski visita a Stravinski en París, el 9 de agosto nace Philip Larkin en Coventry, aparece La habitación enorme de E. E. Cummings, una gran novela sobre 1914-1918 poco estimada, y Vladimir Nabokov, asesinado su padre liberal constitucionalista por un fanático de ultraderecha, inicia su vida literaria en Berlín. Tras alabar a D. H. Lawrence y a Joyce, toca a Eliot cerrar el año contándole a un amigo, por carta, que Vivienne, su primera esposa que había deslumbrado a Londres como una de las chicas emancipadas por la nueva década, estaba muy fatigada desde Navidad, pero que se ha sentado a la mesa por primera vez en cinco días. Ella le lee a su marido, el hombre de la máscara de la tristeza que abusaba de los polvos faciales, fragmentos de Babbitt, de Sinclair Lewis, el bestseller indiscutible de 1922, y Eliot no lo encuentra del todo despreciable.

En 1922 al menos Tom Eliot y Virginia Woolf todavía padecían de secuelas como sobrevivientes que fueron de la gripe española. Y aquel año fue inolvidable porque la policía, decomisando los cargamentos de literatura de vanguardia que iban y venían de uno a otro lado del Atlántico, metía las narices en el Ulises, de James Joyce. ~

 

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