Democracia y PolíticaViolencia

The Economist: La insurrección, un año después

El Partido Republicano ha reescrito la historia de la violencia que provocó su líder

Dawn Bancroft, ciudadana de 59 años y dueña de un gimnasio de Pennsylvania, viajó a la capital del país hace un año esta semana para escuchar a Donald Trump, no para cometer terrorismo. Sin embargo, mientras subía por la Avenida de la Constitución, con la instrucción del ex presidente de «luchar como un demonio» resonando en sus oídos, la Sra. Bancroft aparentemente perdió su brújula moral.

Abriéndose paso entre la multitud frente al Capitolio, ella y su amiga Diana llegaron a una ventana rota y treparon por ella. «Entramos, hicimos nuestra parte», explicó más tarde la señora Bancroft en un mensaje de vídeo a sus hijos. «Buscábamos a Nancy para dispararle en el maldito cerebro. Pero no la encontramos».

Tras escuchar a las mujeres declararse culpables de un delito menor el pasado mes de septiembre, el juez Emmet Sullivan se preguntó «cómo personas buenas que nunca tuvieron problemas con la ley se convirtieron en terroristas«. Los documentos judiciales sugieren que eso describe a la mayoría de las 700 personas acusadas hasta ahora por la insurrección, entre ellas unas 225 acusadas de agredir o impedir el paso de la policía. Pocos tenían condenas previas o vínculos con grupos de extrema derecha. La mayoría eran las mismas personas blancas poco llamativas, de buen humor y vestidas con artículos de Trump, que engrosan los mítines del ex presidente. Son propietarios de pequeñas empresas, profesores, agentes inmobiliarios y jubilados.

Contrariamente a lo que implica la pregunta del juez Sullivan, esto no es desconcertante sino que se explica por sí mismo. Si usted creía que las elecciones habían sido robadas, como lo hicieron decenas de millones de votantes republicanos incluso antes de que se conocieran los resultados, ¿por qué no iba a tomar las medidas desesperadas que exigía el Sr. Trump? La Sra. Bancroft y el resto pensaron que estaban cumpliendo con su deber patriótico.

La mayoría no hizo ningún esfuerzo por ocultar sus identidades. Una agente inmobiliaria tejana promocionó su empresa mientras transmitía en directo el ataque; un ciudadano de Ohio golpeó una ventana del Capitolio con una chaqueta que llevaba el nombre y el número de teléfono de su empresa de decoración. Los disturbios, como ya ha dejado claro el mayor esfuerzo fiscal de la historia de Estados Unidos, fueron la expresión lógica de la gran mentira del señor Trump, llevada a cabo con orgullo por 2.000 de sus devotos seguidores. Para repudiar la violencia, los republicanos no tenían otra alternativa que repudiar la mentira. Al no haberlo hecho, la están normalizando.

Ese proceso comenzó horas después de los disturbios, cuando la mayoría de los congresistas republicanos impugnaron formalmente el resultado de las elecciones. Esto puso fin a cualquier posibilidad seria de que rompieran con el Sr. Trump, que ha reescrito debidamente la realidad de la violencia que provocó. Ha afirmado que los alborotadores eran personas «inocentes» «perseguidas» por la policía; que la verdadera «insurrección tuvo lugar» el día de las elecciones. Y, sin embargo, si algunos de sus partidarios se extralimitaron, ¿qué pasa con eso? El Sr. Trump también ha sugerido que era de «sentido común» que corearan «ahorquen a Mike Pence» durante los disturbios, dada la reticencia de su vicepresidente a robar las elecciones. Esta es la clásica desinformación trumpiana: una mezcla de disonancias cognitivas inconsistentes para que sus partidarios seleccionen su preferida. Celebra su violencia aunque niegue que haya tenido lugar y culpe al otro bando de la misma.

Tras reafirmar su lealtad al señor Trump, la mayoría de los legisladores republicanos se sintieron obligados a impedir la investigación de la insurrección. Bloquearon una investigación bipartidista de alto nivel sobre la violencia y, cuando los demócratas propusieron en su lugar una investigación más débil de un comité de la Cámara de Representantes, arremetieron contra ella como una maniobra partidista. Con la participación de dos republicanos con principios, Liz Cheney y Adam Kinzinger, ese comité ha entrevistado desde entonces a cientos de testigos. Pero sus principales objetivos, Trump y sus principales lugartenientes, la obstruyen, aparentemente con la esperanza de que los republicanos vuelvan a controlar la Cámara en noviembre y la desechen.

Ambos escenarios parecen probables, en parte porque la mayoría de los votantes republicanos tampoco está interesada en discutir la violencia. Un año después de la matanza, que se cobró cinco vidas e hirió a más de 100 policías, la mayoría de los republicanos dicen que fue pacífica o «algo» violenta; y que Trump tiene poca o ninguna responsabilidad en ella. Los demócratas dicen lo contrario. También dudan de los motivos de sus oponentes. Restarle importancia a la violencia es racionalizarla, lo que en el actual ambiente tenso, según muchos demócratas, equivale a una promesa de repetición.

No hay perspectivas de que la conmemoración de la insurrección de esta semana aporte un mínimo de unidad nacional. Los estadounidenses están en total desacuerdo sobre lo que se conmemora. Y este último y grave desacuerdo, como era de esperar, ha hecho que estén más divididos en general. Las relaciones partidistas en el Capitolio, que no eran nada halagüeñas antes de la insurrección, son pésimas. «La insurrección fue un momento que cambió el Congreso«, dice la representante Cheri Bustos, demócrata moderada de Illinois. «Hay una falta de confianza, una falta de respeto».

Algunos demócratas siguen negándose a cooperar con cualquier republicano que haya votado a favor de la descertificación. Muchos demócratas y el puñado de republicanos que se resisten a Trump han recibido amenazas de muerte de sus partidarios. El video animado que Paul Gosar, de Arizona, tuiteó el pasado noviembre, en el que aparecía matando a una congresista demócrata, Alexandria Ocasio-Cortez, fue uno de los ejemplos más sutiles. La Sra. Cheney y el Sr. Kinzinger fueron los únicos republicanos que apoyaron una moción demócrata para censurar al Sr. Gosar, lo que provocó un mayor deterioro de las relaciones partidistas.

Fuera de la política, hay más esperanza. El tratamiento ecuánime de tantos cientos de casos de insurrección es un mérito del sistema judicial. Los jefes de policía responsables de las defensas inadecuadas del Capitolio han rendido cuentas, y la seguridad del edificio se ha reforzado considerablemente. Pero, por desgracia, esto es una bendición mixta para aquellos que, como la Sra. Bustos, se presentaron al cargo para gobernar, no para luchar.

Ella es una de los 25 miembros demócratas de la Cámara de Representantes que abandonan la política, una decisión que atribuye en parte a los disturbios. «Mi marido lleva cuatro décadas en las fuerzas del orden y me dijo que la situación no va a mejorar», dice. «Lo hablamos con mis tres hijos. Ninguno de ellos pensó que debía volver a presentarme».

 

Traducción: Marcos Villasmil

========================

NOTA ORIGINAL:

THE Economist

The insurrection, one year on

The Republican Party has rewritten the history of the violence its leader caused

 

Dawn bancroft, a 59-year-old gym owner from Pennsylvania, travelled to the national capital a year ago this week to hear Donald Trump speak, not to commit terrorism. Yet as she marched up Constitution Avenue, with the former president’s instruction to “fight like hell” ringing in her ears, Ms Bancroft apparently mislaid her moral compass.

Forcing a way through the mob outside the Capitol building, she and her friend Diana came to a shattered window and clambered through it. “We got inside, we did our part,” Ms Bancroft later explained in a video message to her children. “We were looking for Nancy to shoot her in the friggin’ brain. But we didn’t find her.”

After hearing the women plead guilty to a misdemeanour last September, Judge Emmet Sullivan wondered “how good people who never got into trouble with the law morphed into terrorists”. Court documents suggest that describes most of the 700-odd people so far charged over the insurrection—including around 225 accused of assaulting or impeding the police. Few had previous convictions or links to far-right groups. Most were the same unremarkable white people, in high spirits and wearing Trump merchandise, who swell the former president’s rallies. They are small-business owners, teachers, estate agents and retired folk.

Contrary to the implication of Judge Sullivan’s question, this is not mystifying but self-explanatory. If you believed the election had been stolen, as tens of millions of Republican voters did even before the results were out, why wouldn’t you take the desperate measures Mr Trump demanded? Ms Bancroft and the rest thought they were doing their patriotic duty.

Most made no effort to hide their identities. A Texan estate agent plugged her company while live-streaming the attack; an Ohioan kicked in a window of the Capitol wearing a jacket bearing the name and phone number of his decorating firm. The riot, as the biggest prosecutorial effort in American history has already made clear, was the logical expression of Mr Trump’s big lie, proudly carried out by 2,000 of his devoted supporters. To repudiate the violence, Republicans had no alternative but to repudiate the lie. Having failed to do so, they are instead normalising it.

That process began hours after the riot, when most Republican congressmen and -women formally disputed the election result. This ended any serious prospect of them breaking with Mr Trump, who has duly rewritten the reality of the violence he caused. He has claimed the rioters were “innocent” people “persecuted” by the police; that the real “insurrection took place” on election day. And yet if some of his supporters overstepped the mark, what of that? Mr Trump has also suggested it was “common sense” for them to chant “Hang Mike Pence” during the riot, given his deputy’s reluctance to steal the election. This is classic Trumpian disinformation: a smorgasbord of inconsistent cognitive dissonances for his supporters to select from. He celebrates their violence even as he denies it took place and blames it on the other side.

Having reaffirmed their fealty to Mr Trump, most Republican lawmakers felt compelled to prevent investigation of the insurrection. They blocked a high-level bipartisan inquiry into the violence and, when the Democrats proposed a weaker House select-committee investigation instead, lambasted it as a partisan stunt. With the participation of two principled Republicans, Liz Cheney and Adam Kinzinger, that committee has since interviewed hundreds of witnesses. But its main targets, Mr Trump and his senior lieutenants, are obstructing it, apparently in the hope that the Republicans will retake the House in November and scrap it.

Both scenarios appear likely, in part because most Republican voters aren’t interested in litigating the violence either. A year after the rampage, which claimed five lives and injured more than 100 police officers, most Republicans say it was either peaceful or “somewhat” violent; and that Mr Trump bears little or no responsibility for it. Democrats say the opposite. They also doubt their opponents’ motives. To downplay the violence is to rationalise it, which in the current fraught environment, many Democrats believe, is tantamount to a promise of a repeat performance.

There is no prospect of this week’s commemoration of the insurrection bringing a modicum of national unity. Americans disagree wildly on what is even being commemorated. And this latest severe disagreement, unsurprisingly, has made them more divided generally. Partisan relations on the Hill, which were hardly rosy before the riot, are abysmal. “The insurrection was a moment that changed Congress,” says Representative Cheri Bustos, a moderate Democrat from Illinois. “There’s a lack of trust, a lack of respect.”

Some Democrats still refuse to co-operate with any Republican who voted to decertify the election. Many Democrats and the handful of Republican holdouts against Mr Trump have received death threats from his supporters. The animated video that Paul Gosar of Arizona tweeted last November, which depicted him killing a Democratic congresswoman, Alexandria Ocasio-Cortez, was one of the subtler examples. Ms Cheney and Mr Kinzinger were the only Republicans to back a Democratic motion to censure Mr Gosar, which caused a further deterioration in partisan relations.

Shaman you

Outside politics, there is more hope. The even-handed processing of so many hundreds of insurrectionist cases is a credit to the justice system. The police chiefs responsible for the Capitol’s inadequate defences have been held accountable, and the building’s security significantly beefed up. But, alas, that is a mixed blessing to those, like Ms Bustos, who ran for office to govern, not to fight.

She is one of 25 Democratic House members quitting politics, a decision she ascribes partly to the riot. “My husband’s been in law enforcement for four decades and, you know, he said it’s not going to get better out there,” she says. “We talked it over with my three sons. None of them thought I should run again.”

 

 

Botón volver arriba