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Ricardo Bada: Galería de los espantos en el Oscar

Hay una extensa galería de los espantos en los anales del Oscar. La cosa comenzó en 1932 cuando se lo concedieron a Frederic March por su doble interpretación del honesto Dr. Jeckyll y el malvado Mr. Hyde, y la cosa continuó en 1946 con el alcohólico en fase de delirium tremens que protagonizó Ray Milland en The Lost Weekend, añadiéndose en 1951 José Ferrer por su Cyrano de Bergerac, un deforme físico hasta el límite de la monstruosidad. Por cierto que el puertorriqueño habría podido ampliar esta galería dos años más tarde al darle prodigiosa vida al contrahecho Henri de Toulouse-Lautrec en Moulin Rouge, pero si recuerdo bien se atravesaron en su camino los certeros disparos del sheriff Will Kane, alias Gary Cooper, en High Noon (A la hora señalada).

Entre 1958 y 1971 se otorgan tres Oscars de interpretación masculina que, a mi juicio, también merecen un puesto en esta galería de los horrores: al obsesivo coronel Nicholson compuesto por Alec Guinness en El puente sobre el Río Kwai; al fanático predicador Elmer Gantry que actuara congenialmente Burt Lancaster en una película de 1961, basada en la novela homónima de Sinclair Lewis; y al megalómano general, y simpatizante nazi, George S. Patton, el Oscar por cuya interpretación, obtenido por George C. Scott, es uno de los tan sólo dos que hasta ahora fueron rechazados: el otro es el de Marlon Brando por El padrino.

1976, con Alguien voló sobre el nido del cuco, es un año particularmente destacable en este recuento, cuando gana el Oscar Jack Nicholson por el papel del simpático chiflado McMurphy, a quien la gélida enfermera Ratched logra someter a una lobotomía que lo deja descerebrado. Pero quizás sea todavía más destacable 1989, cuando el autista que recreara Dustin Hofman en Rain Man inaugura una serie que ocupa nada menos que ocho años de la siguiente década: 1990, Daniel Day-Lewis por el pintor y escritor irlandés Christy Brown, espástico de nacimiento, y la película es Mi pie izquierdo; 1992, Anthony Hopkins por el psicópata caníbal Dr. Hannibal Lecter en El silencio de los corderos; 1993, Al Pacino por el ciego de Esencia de mujer; 1994 y 1995 Tom Hanks, por el enfermo terminal de sida en Philadelphia y el débil mental Forrest Gump en la película del mismo título; 1996, Nicholas Cage por el alcohólico compulsivo y suicida de Leaving Las Vegas; 1997, Geoffrey Rush por el enfermo psíquico de Shine; y 1998, una vez más Jack Nicholson, esta vez como el neurótico extremo y egomaníaco de Mejor…imposible.

Y la lista sigue imparable, pero no pretendo ser exhaustivo, sólo recordar la impresionante actuación de Eddie Redmayne en La teoría del todo, incorporando el papel del físico genial Stephen Hawking, un papel tan difícil y tan penoso físicamente. Baste pensar en las horas durante las que tuvo que someterse al tormento de deformar su cuerpo y su rostro para que la caracterización fuese lo más cercana posible a la mímesis completa. Pocos Oscars, pues, tan merecido con el suyo en el 2015.

Pero por si  todavía faltase algo en esta galería anómala, la guinda sobre el pastel podría ser un Oscar de interpretación femenina, el del 2000 a Hilary Swank por su extraordinaria creación de la chica que a toda costa quiere ser chico, la Teena Brandon & Brandon Teena de Boys don’t cry (Los muchachos no lloran).

La consecuencia, a mi modo de ver, es que la Academia de Hollywood debería instituir dos premios distintos de interpretación, al menos masculina: uno para los actores que interpretan papeles de ciudadanos digamos normales, y otro para los que actúan de discapacitados, minusválidos, psicópatas, etc. Aunque, pensándolo bien, ¿existe todavía gente normal?  Recuerdo el modelo de ciudadano medio, burgués, etc., que hizo Kevin Spacey en American Beauty, y que en realidad era un obseso sexual de tomo y lomo, y me reservo la duda. Porque ¿no es verdad que por él obtuvo el Oscar del año 2000?

 

 

 

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