Este pasado 31 de enero, se cumplieron dos años de la confirmación del primer caso de infección por covid en nuestro país. Fue en la Gomera, Canarias. Entonces arrancó la pesadilla que nos ha traído hasta aquí y que ha dejado a su paso un reguero de muerte y ruina y que ha tensionado, pero también ha calibrado, la respuesta política y civil a una emergencia de un calibre como no lo habían padecido las generaciones actuales. Para España, todo se multiplicó exponencialmente, los fallecimientos, el dolor, el empobrecimiento y también la irresponsabilidad y la incompetencia en los gestores de una crisis, extraordinariamente compleja y exigente, pero abordable, como demostraron gobiernos de otras naciones. A día de hoy, las cifras se han convertido en el retrato de un luctuoso legado. La covid y sus variantes han causado 92.966 fallecimientos, a una media de algo más de 127 cada día, aunque los estudios sobre el exceso de mortalidad hablan de más de 100.000, incluso de 120.000. Todo ello con diez millones de contagios. Los análisis internacionales nos han situado como uno de los estados con mayor incidencia del mundo y, de manera casi unánime, como el que peor enfrentó la crisis sanitaria y económica, marcada por un retroceso severo de la riqueza del que aún, dos años después, no nos hemos recuperado plenamente. Es aquí, en este punto, en el que debemos refutar que se tratara de estragos inevitables en las magnitudes que los españoles hemos sufrido. No. Había un gobierno al mando, con un presidente, que fracasó como consecuencia de un encadenamiento casi imposible de actuaciones y decisiones desacertadas, temerarias, negligentes, ilegales y está por dilucidarse si corruptas. En este punto, el escándalo de los contratos millonarios que se cerraron en el primer año de contagio pasará por el cedazo de los tribunales antes o después. Especialmente grave, que en cualquier democracia rotunda hubiera provocado consecuencias definitivas para el Ejecutivo, fue la inconstitucionalidad de los estados de alarma y la cogobernanza, con la que se limitaron de forma arbitraria derechos fundamentales de los españoles, así como el aberrante cierre del Parlamento, anulando el control sobre la labor del Ejecutivo. Socialistas y comunistas desactivaron la democracia desde el poder. Nadie ha rendido cuentas por este atropello. Nadie. Se cebó el virus con el temerario 8-M, con el oscurantismo, la desgobernanza, la renuncia al liderazgo y la conducta de confrontación ideológica de la coalición con todo aquel que rebatiera el desatino. Sánchez ha mentido, dio el virus por vencido y lanzó a los españoles a caer bajo nuevas olas. «Salimos más fuertes», dijo. Hoy sigue jactándose de aquello, como del hito extraordinario internacional de la vacuna y la inmunización que ha sido competencia de las autonomías. Ninguno de los rostros principales en la lucha contra la crisis está ya en su puesto. Es un síntoma inequívoco sobre el balance presente. Ni Illa, ni de facto Simón ni Iglesias, responsable de las residencias de ancianos convertidas en túmulos desgarradores. La Fiscalía de Dolores Delgado ha torpedeado la acción de la Justicia que debe llegar si queremos que la democracia se sanee algún día.