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La augusta brevedad de Tito Monterroso

Mucho se ha dicho que uno de los rasgos más elocuentes de la inteligencia es el sentido del humor, y en el caso de Augusto Monterroso (1921-2003) adquiere dimensión paradigmática. El autor de ‘Obras completas (y otros cuentos)’, ‘La oveja negra’, ‘Lo demás es silencio’, ‘La letra e’, ‘La palabra mágica’ y ‘Los buscadores de oro’, se apega con proverbial exactitud a la afirmación de George Bernard Shaw: “Para bromear, lo único que necesito es decir la verdad.”

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Es difícil encontrar un escritor, de la latitud, longitud o lentitud que fuere, que haya sido más consciente de las innumerables argucias del laconismo que el guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003), quien en realidad nació en Tegucigalpa y se hizo escritor en México, por lo cual probablemente sea el campeón de otra artimaña, aparte de la brevedad: la ubicuidad. Además de ello, su sentido del humor, tan versátil y huidizo, es una muerte súbita de la lógica, un hallazgo de la razón que hace de su prosa un homenaje a la aclaración innecesaria como diablura de la sensatez, un divertimento tan cuidadosamente elaborado (su escritura es paradigma de claridad y precisión) que parece reñir con la espontaneidad, con el efímero latigazo del ingenio.

Como el verdadero humorista que fue, aunque lo negara, pues a todo escritor diestro en agudezas le molesta que se lo obligue a serlo o se lo encierre en el perímetro de esa pericia (“Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico”, escribió por ahí), Monterroso no fue siempre chistoso ni buscó la sonrisa del lector a toda costa. Maestro en el arte de la paradoja, de la distracción voluntaria, del desequilibrio cognitivo como atentado contra el sentido común, del asomo risueño de la perplejidad en cualquier asunto, sus historias, siempre breves, siempre atentas a la primera ley del decálogo del escritor, “no aburrirás a tu público”, se apegan de manera tan afanosa a la realidad contada o inventada que de seguro el principio de George Bernard Shaw era otra lámpara lúcida en el ejercicio de sus tareas de escritura: “Para bromear, lo único que necesito es decir la verdad.” Sus textos, exiguos no sólo en virtud de sus dimensiones reales sino por esa paciente voluntad de asepsia sintáctica que elude períodos muy extensos, son una lección de concisión verbal. Su obra será siempre un legado de elegancia para las generaciones futuras que, como en su famosa fábula “La oveja negra”, podrán ejercitarse en el arte de exculparlo (antes que de esculpirlo) del fastuoso fastidio que provoca la literatura que se toma demasiado en serio. Nada mejor para desmantelar esa compulsión a escribirlo y reunirlo todo que compete a los más ilustres escritores de toda laya y época, que titular su primer libro de relatos con el parentético añadido de Obras completas (y otros cuentos).

A esta primera obra, publicada –algo tardíamente– a los treinta y ocho años de edad, Monterroso añadió, una década después (se ve que lo suyo no fue la prosa de prisa), la colección de cuarenta breves fábulas que lleva por título el de una de ellas: La oveja negra. Rejuveneciendo un género originado en los apólogos orientales, y que pasa por el mundo grecolatino a través de Esopo y Fedro para desembocar, durante el neoclasicismo dieciochesco, en las fábulas de La Fontaine, Samaniego e Iriarte, las de Monterroso re-tratan el reino animal, el espíritu didáctico de esos textos aleccionadores con socarrona amenidad. Hace pensar en voz alta al grillo, al león, a la pacífica jirafa, invirtiendo sus atributos, intercambiando roles entre las especies, contaminándolas con ocurrencias psicoanalíticas, embromando el exceso de escrúpulos y la esterilidad creativa de escritores devenidos zorros astutos o monos satíricos.

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La celebridad de una especie animal en particular, las moscas, ha sido festejada por Monterroso en varios de sus escritos y en el libro Movimiento perpetuo, ilustrado con fotos y dibujos de este díptero doméstico que tan bien perfilado queda en la obra del también autor de Lo demás es silencio. En este libro, suerte de novela compuesta por testimonios de y sobre el más conocido personaje de Monterroso, el filósofo de San Blas, afín, en su amor al lugar común, al filósofo de Güémez y de algún modo una suerte de alter ego, desconsolado y desconcertante, del propio autor, refiere prácticas cotidianas, pasiones inconfesables y delirios de grandeza asumidos con la humildad del caso y con los que se podría identificar cualquier intelectual que se respete.

A este respecto, ya se habrá sospechado que el humorismo de Monterroso es algo más elaborado y espeso (menos por su consistencia asaz azarosa que por los diversos componentes que lo constituyen) que el del comediante literario al uso. Para Noé Jitrik, la breve obra del escritor guatemalteco acompasa su ironía “con la sorpresa, el encanto, lo inesperado, la inquietud”. Nos obliga, en un sentido de invitación más que de imposición, a mirar nuestro propio rostro en el nítido espejo del cliché. Y la gracia de sus textos, correspondiendo plenamente a la naturaleza ambivalente del humorismo, que presenta un mundo invertido en el que todo es otra cosa y lo mismo, que no acusa sino festeja, que no hiere o blasona desde un púlpito, como a veces lo hace la ironía, sino redime y empareja la condición universal de lo ridículo y lo zafio, puede resolverse lo mismo en una ocurrencia graciosa (“Comprender es perdonar. Como no comprendo tu libro, no te lo perdono”) que en el desconcierto de lo que, pareciendo lógico, es completamente absurdo: “Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.”

La creación misma de ese filósofo de San Blas, Eduardo Torres, a quien atribuye numerosas consejas desapacibles al tiempo que ingeniosas, suavemente sabias, radiantemente bufonescas, permite reconocer que Monterroso, borgesiano a su manera, es profusamente irónico pero también cálido y sutil, cordial e implacable. García Márquez lo reconocía: a Monterroso “hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad”. Autodidacta como Arreola, en “Monterroso por él mismo” se define frente a Jorge Ruffinelli como un pesimista de pose que manifiesta su fatalismo para hacerse más interesante. Odió repetirse, razón por la que su cuento más afamado, ese súbito asomo de perplejidad –cruel a su manera, pues uno abandona el mundo inmundo de una pesadilla con la esperanza de haberlo dejado atrás (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”)–, pudo convertirlo en un cuentuitero por adelantado, un pergeñador de ocurrencias en serie, de haber perseverado en la cómoda fórmula del cuento brevísimo.

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En los años ochenta y noventa Monterroso publicó algunos libros híbridos de narrativa y ensayo, notas breves, periodísticas y aun amablemente autobiográficas reunidas en La letra eLa palabra mágica Los buscadores de oro. Aparte de antologías, series de entrevistas, la selección siempre incompleta de sus textos sueltos y otras pizcas de naturaleza diversa, se advierte en conjunto a un autor acaso divertido con la celebriedad que acompaña al reconocimiento, como si su obra fuera ganando fuerza conforme las páginas se van reduciendo y condensando, en una estricta metáfora de su propia escritura, que no admite despilfarros y se mueve con dificultad en la abundancia. A este respecto, abona también su nombre propio famosamente compactado en el diminutivo Tito con el que se lo conocía, y que es un hipocorístico proverbial.

En las entrevistas de Viaje al centro de la fábula, libro organizado por el propio autor, se recogen conversaciones sabrosas y nutritivas que cumplen con la condición de forma literaria que el autor le otorgaba a este género de origen periodístico, variante muy propia del siglo XX. Entre las muchas que concedió Monterroso (y este verbo, a menudo exagerado y magnánimo, es aún más lamentable en el caso del autor de “El dinosaurio”), la que recupera con Noé Jitrik en ese otro libro-homenaje intitulado Con Augusto Monterroso en la selva literaria es, sin duda, una muestra de lo que dos escritores pueden llegar a abordar en una charla en la que, a pesar de rozar a ratos una especificidad que de seguro habrá hecho huir al resto de los comensales, se enfrascan en el ejercicio de discutir el concepto de “desacierto literario” tal como lo apuntó alguna vez, casi al pasar, el poeta José Lezama Lima.

Monterroso y Jitrik se preguntan entonces por la razón de la escritura, por el azar del gusto que enaltece y obnubila o deplora y deporta al juicio del tiempo alguna obra en su momento incomprensible; hablan de la forma con la informalidad de quien pierde todo temor a parecer inteligente (siéndolo realmente), a eludir la abstracción boba y la mentira estéril de los estetas de cámara porque, lo saben, sólo son dos amigos platicando de literatura. Se dan el lujo de quitarse la palabra y arrojar ciertas verdades provisionales por la borda de su barco ebrio (quiero pensar bien y suponer que bebían mientras conversaban). Cuando Jitrik suelta, menos para impresionar que para mostrarse impresionado, “que la verdadera lectura es la que suspende en el que lee todo el saber que posee”, ambos tienen ocasión de comparecer ante el espejo que es uno cuando se habla con el alma en la epidermis y soltar las amarras a lo que se cree sin proselitismos, sin espíritu pedagógico.

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No es fácil decir algo ilusamente objetivo sobre un autor del que es difícil no gustar; tampoco lo es domar el impulso de gastarse en describir por qué nos agradan sus fábulas o nos regocijan sus novelas de una sola línea; la curiosidad malsana de formular, jamás como él, lo que probablemente a nadie (tal vez sólo a él, sincero hasta la saciedad de confesar que lo conmueve que alguien se ocupe de su obra) le interesa escuchar. Sin embargo, se trata de un autor cuyo buen gusto se nota hasta en el cuidado con el que usa el punto y coma, el signo más elegante y el peor utilizado en la prosa actual. Pero es un hecho que casi todos le debemos algo a Monterroso: la filatélica perfección de sus miniaturas literarias (aunque pocos sepan articular su pasmo y casi nadie espigar una explicación verosímil de cómo consigue el multum in parvo de su envidiable aleph literario), la gracia, la buena sazón con que cocina al natural su palabra amena, el prodigioso artificio de su prosa precisa, siguen siendo ocasión para releerlo a cien años de su nacimiento.

 

 

 

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