Robert Kagan: Qué podemos esperar tras la conquista de Ucrania por parte de Putin
Supongamos por un momento que Vladimir Putin consigue hacerse con el control total de Ucrania, tal y como muestra su intención. ¿Cuáles son las consecuencias estratégicas y geopolíticas?
La primera será un nuevo frente de conflicto en Europa Central. Hasta ahora, las fuerzas rusas sólo podían desplegarse hasta la frontera oriental de Ucrania, a varios cientos de kilómetros de Polonia y otros países de la OTAN al oeste de Ucrania. Cuando los rusos completen su operación, podrán estacionar fuerzas -terrestres, aéreas y de misiles- en bases del oeste de Ucrania, así como en Bielorrusia, que se ha convertido de hecho en una satrapía rusa.
Así, las fuerzas rusas se desplegarán a lo largo de todas las 650 millas de la frontera oriental de Polonia, así como a lo largo de las fronteras orientales de Eslovaquia y Hungría y la frontera norte de Rumanía. (Es probable que Moldavia quede también bajo control ruso, cuando las tropas rusas puedan formar un puente terrestre desde Crimea hasta la provincia escindida de Moldavia, Transnistria). Rusia sin Ucrania es, como dijo una vez el ex secretario de Estado Dean Acheson sobre la Unión Soviética, «el Alto Volta con cohetes». Rusia con Ucrania es un animal estratégico totalmente diferente.
La amenaza más inmediata será para los Estados bálticos. Rusia ya tiene fronteras directas con Estonia y Letonia y toca a Lituania a través de Bielorrusia y de su puesto de avanzada en Kaliningrado. Incluso antes de la invasión, algunos se preguntaban si la OTAN podría realmente defender a sus miembros bálticos de un ataque ruso. Una vez que Rusia haya completado su conquista de Ucrania, esa cuestión adquirirá una nueva urgencia.
Uno de los posibles puntos conflictivos será Kaliningrado. Esta ciudad, sede de la Flota Rusa del Báltico, y su territorio circundante quedaron aislados del resto de Rusia cuando se desintegró la Unión Soviética. Desde entonces, los rusos sólo pueden acceder a Kaliningrado a través de Polonia y Lituania. Es de esperar que los rusos exijan un corredor directo que ponga franjas de estos países bajo control ruso. Pero incluso eso sería sólo una pieza de lo que seguramente será una nueva estrategia rusa para desvincular a los países bálticos de la OTAN, demostrando que la alianza ya no puede esperar proteger a esos países.
De hecho, con Polonia, Hungría y otros cinco miembros de la OTAN compartiendo frontera con una nueva Rusia ampliada, la capacidad de Estados Unidos y la OTAN para defender el flanco oriental de la alianza se verá seriamente disminuida.
La nueva situación podría obligar a un ajuste significativo del significado y la finalidad de la alianza. Putin ha sido claro sobre sus objetivos: Quiere restablecer la tradicional esfera de influencia de Rusia en Europa Oriental y Central. Algunos están dispuestos a concederlo, pero conviene recordar que cuando el imperio ruso estaba en su apogeo, Polonia no existía como país; el Báltico era una posesión imperial; y el sureste de Europa se disputaba con Austria y Alemania. Durante el periodo soviético, las naciones del Pacto de Varsovia, a pesar de alguna que otra rebelión, estaban efectivamente dirigidas desde Moscú.
En la actualidad, Putin busca como mínimo una OTAN de dos niveles, en la que no se desplieguen fuerzas aliadas en el territorio del antiguo Pacto de Varsovia. Las inevitables negociaciones sobre este y otros elementos de una nueva «arquitectura» de seguridad europea se llevarían a cabo con las fuerzas rusas dispuestas a lo largo de las fronteras orientales de la OTAN y, por tanto, en medio de una verdadera incertidumbre sobre la capacidad de la OTAN para resistir las exigencias de Putin.
Esto tiene lugar, además, cuando China amenaza con romper el equilibrio estratégico en Asia Oriental, quizás con un ataque de algún tipo contra Taiwán. Desde un punto de vista estratégico, Taiwán puede ser un gran obstáculo para la hegemonía regional china, como lo es ahora; o puede ser el primer gran paso hacia el dominio militar chino en Asia Oriental y el Pacífico Occidental, como lo sería tras una toma de posesión, pacífica o no. Si Pekín fuera capaz de obligar a los taiwaneses a aceptar la soberanía china, el resto de Asia entraría en pánico y buscaría la ayuda de Estados Unidos.
Estos desafíos estratégicos simultáneos en dos teatros distantes recuerdan a los de la década de 1930, cuando Alemania y Japón trataron de derrocar el orden existente en sus respectivas regiones. Nunca fueron verdaderos aliados, no confiaron el uno en el otro y no coordinaron directamente sus estrategias. Sin embargo, cada uno se benefició de las acciones del otro. Los avances de Alemania en Europa envalentonaron a los japoneses para correr mayores riesgos en Asia Oriental; los avances de Japón dieron a Adolf Hitler la confianza de que un Estados Unidos distraído no se arriesgaría a un conflicto en dos frentes.
Hoy, debería ser obvio para Xi Jinping que Estados Unidos tiene las manos llenas en Europa. Cualquiera que fuera su cálculo antes de la invasión rusa de Ucrania, sólo puede concluir que sus posibilidades de conseguir algo, ya sea en Taiwán o en el Mar de China Meridional, han aumentado. Aunque algunos sostienen que las políticas de Estados Unidos han acercado a Moscú y Pekín, es realmente su deseo compartido de perturbar el orden internacional lo que crea un interés común.
Hace tiempo, la estrategia de defensa estadounidense se basaba en la posibilidad de un conflicto de este tipo en dos frentes. Pero desde principios de la década de 1990, Estados Unidos ha ido desmontando esa fuerza. La doctrina de las dos guerras se redujo y luego se abandonó oficialmente en la orientación de la política de defensa de 2012. Está por ver si esa tendencia se invierte y se aumenta el gasto en defensa ahora que Estados Unidos se enfrenta realmente a una crisis de dos teatros. Pero es hora de empezar a imaginar un mundo en el que Rusia controla efectivamente gran parte de Europa del Este y China controla gran parte de Asia Oriental y el Pacífico Occidental. Los estadounidenses y sus aliados democráticos en Europa y Asia tendrán que decidir, de nuevo, si ese mundo es tolerable.
Unas últimas palabras sobre Ucrania: Es probable que deje de existir como entidad independiente. Putin y otros rusos llevan mucho tiempo insistiendo en que no es una nación en absoluto; es parte de Rusia. Dejando de lado la historia y los sentimientos, sería una mala estrategia para Putin permitir que Ucrania siga existiendo como nación después de todos los problemas y gastos de una invasión. Esa es una receta para un conflicto interminable. Después de que Rusia instale un gobierno, cabe esperar que los nuevos gobernantes ucranianos dirigidos por Moscú busquen la eventual incorporación legal de Ucrania a Rusia, un proceso que ya está en marcha en Bielorrusia.
Algunos analistas imaginan hoy en día una insurgencia ucraniana que surja contra la dominación rusa. Tal vez. Pero no se puede esperar que el pueblo ucraniano luche en una guerra de amplio espectro con lo que tiene en sus casas. Para tener alguna esperanza contra las fuerzas de ocupación rusas, una insurgencia necesitará ser abastecida y apoyada desde los países vecinos. ¿Jugará Polonia ese papel, con las fuerzas rusas directamente al otro lado de la frontera? ¿Lo harán los países bálticos? ¿O Hungría? Y si lo hacen, ¿no se sentirán los rusos justificados para atacar las rutas de suministro de los insurgentes, incluso si se encuentran en el territorio de los miembros vecinos de la OTAN? Es una ilusión imaginar que este conflicto se acaba en Ucrania.
El mapa de Europa ha experimentado muchos cambios a lo largo de los siglos. Su forma actual refleja la expansión del poder de Estados Unidos y el colapso del poder de Rusia desde la década de 1980 hasta ahora; la próxima probablemente reflejará el resurgimiento del poder militar ruso y la retracción de la influencia de Estados Unidos. Si se combina con los avances chinos en Asia Oriental y el Pacífico Occidental, anunciará el fin del orden actual y el comienzo de una era de desorden y conflicto global, a medida que todas las regiones del mundo se adaptan con dificultad a una nueva configuración de poder.
Robert Kagan es miembro de la Brookings Institution y columnista de The Washington Post. Su último libro es «The Jungle Grows Back: America and Our Imperiled World».
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
THE WASHINGTON POST
What we can expect after Putin’s conquest of Ukraine
Robert Kagan
Let’s assume for a moment that Vladimir Putin succeeds in gaining full control of Ukraine, as he shows every intention of doing. What are the strategic and geopolitical consequences?
The first will be a new front line of conflict in Central Europe. Until now, Russian forces could deploy only as far as Ukraine’s eastern border, several hundred miles from Poland and other NATO countries to Ukraine’s west. When the Russians complete their operation, they will be able to station forces — land, air and missile — in bases in western Ukraine as well as Belarus, which has effectively become a Russian satrapy.
Russian forces will thus be arrayed along Poland’s entire 650-mile eastern border, as well as along the eastern borders of Slovakia and Hungary and the northern border of Romania. (Moldova will likely be brought under Russian control, too, when Russian troops are able to form a land bridge from Crimea to Moldova’s breakaway province of Transnistria.) Russia without Ukraine is, as former secretary of state Dean Acheson once said of the Soviet Union, “Upper Volta with rockets.” Russia with Ukraine is a different strategic animal entirely.
The most immediate threat will be to the Baltic states. Russia already borders Estonia and Latvia directly and touches Lithuania through Belarus and through its outpost in Kaliningrad. Even before the invasion, some questioned whether NATO could actually defend its Baltic members from a Russian attack. Once Russia has completed its conquest of Ukraine, that question will acquire new urgency.
One likely flash point will be Kaliningrad. The headquarters of the Russian Baltic Fleet, this city and its surrounding territory were cut off from the rest of Russia when the Soviet Union broke up. Since then, Russians have been able to access Kaliningrad only through Poland and Lithuania. Expect a Russian demand for a direct corridor that would put strips of the countries under Russian control. But even that would be just one piece of what is sure to be a new Russian strategy to delink the Baltics from NATO by demonstrating that the alliance cannot any longer hope to protect those countries.
Indeed, with Poland, Hungary and five other NATO members sharing a border with a new, expanded Russia, the ability of the United States and NATO to defend the alliance’s eastern flank will be seriously diminished.
The new situation could force a significant adjustment in the meaning and purpose of the alliance. Putin has been clear about his goals: He wants to reestablish Russia’s traditional sphere of influence in Eastern and Central Europe. Some are willing to concede as much, but it is worth recalling that when the Russian empire was at its height, Poland did not exist as a country; the Baltics were imperial holdings; and southeastern Europe was contested with Austria and Germany. During the Soviet period, the nations of the Warsaw Pact, despite the occasional rebellion, were effectively run from Moscow.
Today, Putin seeks at the very least a two-tier NATO, in which no allied forces are deployed on former Warsaw Pact territory. The inevitable negotiations over this and other elements of a new European security “architecture” would be conducted with Russian forces poised all along NATO’s eastern borders and therefore amid real uncertainty about NATO’s ability to resist Putin’s demands.
This takes place, moreover, as China threatens to upend the strategic balance in East Asia, perhaps with an attack of some kind against Taiwan. From a strategic point of view, Taiwan can either be a major obstacle to Chinese regional hegemony, as it is now; or it can be the first big step toward Chinese military dominance in East Asia and the Western Pacific, as it would be after a takeover, peaceful or otherwise. Were Beijing somehow able to force the Taiwanese to accept Chinese sovereignty, the rest of Asia would panic and look to the United States for help.
These simultaneous strategic challenges in two distant theaters are reminiscent of the 1930s, when Germany and Japan sought to overturn the existing order in their respective regions. They were never true allies, did not trust each other and did not directly coordinate their strategies. Nevertheless, each benefited from the other’s actions. Germany’s advances in Europe emboldened the Japanese to take greater risks in East Asia; Japan’s advances gave Adolf Hitler confidence that a distracted United States would not risk a two-front conflict.
Today, it should be obvious to Xi Jinping that the United States has its hands full in Europe. Whatever his calculus before Russia’s invasion of Ukraine, he can conclude only that his chances of successfully pulling something off, either in Taiwan or the South China Sea, have gone up. While some argue that U.S. policies drove Moscow and Beijing together, it is really their shared desire to disrupt the international order that creates a common interest.
Long ago, American defense strategy was premised on the possibility of such a two-front conflict. But since the early 1990s, the United States has gradually dismantled that force. The two-war doctrine was whittled down and then officially abandoned in the 2012 defense policy guidance. Whether that trend will be reversed and defense spending increased now that the United States genuinely faces a two-theater crisis remains to be seen. But it is time to start imagining a world where Russia effectively controls much of Eastern Europe and China controls much of East Asia and the Western Pacific. Americans and their democratic allies in Europe and Asia will have to decide, again, whether that world is tolerable.
A final word about Ukraine: It will likely cease to exist as an independent entity. Putin and other Russians have long insisted it is not a nation at all; it is part of Russia. Setting history and sentiment aside, it would be bad strategy for Putin to allow Ukraine to continue to exist as a nation after all the trouble and expense of an invasion. That is a recipe for endless conflict. After Russia installs a government, expect Ukraine’s new Moscow-directed rulers to seek the eventual legal incorporation of Ukraine into Russia, a process already underway in Belarus.
Some analysts today imagine a Ukrainian insurgency sprouting up against Russian domination. Perhaps. But the Ukrainian people cannot be expected to fight a full-spectrum war with whatever they have in their homes. To have any hope against Russian occupation forces, an insurgency will need to be supplied and supported from neighboring countries. Will Poland play that role, with Russian forces directly across the border? Will the Baltics? Or Hungary? And if they do, will the Russians not feel justified in attacking the insurgents’ supply routes, even if they happen to lie in the territory of neighboring NATO members? It is wishful thinking to imagine that this conflict stops with Ukraine.
The map of Europe has experienced many changes over the centuries. Its current shape reflects the expansion of U.S. power and the collapse of Russian power from the 1980s until now; the next one will likely reflect the revival of Russian military power and the retraction of U.S. influence. If combined with Chinese gains in East Asia and the Western Pacific, it will herald the end of the present order and the beginning of an era of global disorder and conflict as every region in the world shakily adjusts to a new configuration of power.
Robert Kagan is a senior fellow at the Brookings Institution and a contributing columnist for The Washington Post. His latest book is “The Jungle Grows Back: America and Our Imperiled World.”