Anohi Piotr Petrovitch, un soldado soviético en la Cuba de la Guerra Fría
A mediados de 1962 (tal vez a comienzos), la Unión Soviética emplazó en Cuba varias unidades de cohetes antiaéreos con el propósito de defender las bases de cohetes de mediano alcance con ojivas nucleares que posteriormente desataría lo que los historiadores denominan «la crisis de los misiles».
Como es sabido, los cohetes con carga nuclear fueron retirados por Nikita Jrushov («Nikita, mariquita, lo que se da no se quita», gritábamos entonces), pero los dispositivos antiaéreos permanecieron en territorio nacional operados por técnicos soviéticos.
El 13 de marzo de 1963, en un acto político en la escalinata de la Universidad de La Habana, Fidel Castro convocó a los jóvenes cubanos a que se alistaran voluntariamente en las Fuerzas Armadas para entrar en lo que entonces se conocía como «las armas estratégicas». Allá se fue este tonto de quince años con la creencia de que podría continuar sus estudios y con la intención de liberarse de la tutela familiar. ¡Ah! y para responder al llamado del comandante en jefe.
Allí, en la 3671, conocí a Anohi Piotr Petrovitch, el operador del sistema de Radiotransmisión de Mandos a quien yo sustituiría
Luego de un curso intensivo en la base de San Julián, en el occidente de la Isla, fuimos ubicados según nuestras especialidades en diferentes unidades de combate. Allí, en la 3671, conocí a Anohi Piotr Petrovitch, el operador del sistema de Radiotransmisión de Mandos a quien yo sustituiría.
Anohi tendría unos 25 años y había nacido en una isla de Nueva Siberia, lo que le permitía identificarse con nosotros, a pesar de la diferencia de latitudes y temperaturas. Hicimos el pacto de aprender, él español y yo ruso, sin que mediaran requisitos académicos. Usamos como material las canciones que se escuchaban en los altavoces transmitidas por la radio cubana. La primera fue Bésame mucho, que él cantaba bien y que yo replicaba desafinado en un ruso rupestre: «Tseluy menya, tseluy menya mnogo, kak budto segodnya posledniy raz».
Un día Anohi me preguntó que por qué casi todas las canciones cubanas hablaban de amor y ninguna se referían a las cosechas, a las proezas laborales. No supe qué responderle, pero fue para mí un descubrimiento, comprender que éramos culturas diferentes. «Esto es occidente», decía, y en ese momento yo no era capaz de darme cuenta de la profundidad de esa definición.
La cabina A de la Batería radiotécnica era lo más parecido a un contenedor sobre ruedas donde se ubicaban los equipos electrónicos que elaboraban y transmitían las señales para la teledirección de los cohetes. Para entrar era un requisito obligatorio quitarse las botas, porque había que proteger del polvo aquellas válvulas, bombillos enormes, como el mítico y súper secreto fantastrón, que años después serían suplantados por pequeños transistores.
Aquel soldado soviético en tiempos de la Guerra Fría fue mi amigo. El día que nos despedimos no sabíamos que sería para siempre
Como la higiene personal no era mi fuerte en esa etapa de mi vida, subir a la cabina sin botas era una agresión al olfato ajeno. Por eso Anohi fue el autor de mi primer apodo que fue, en su pronunciación, «peteapata», o sea peste a pie sin bañar. En revancha lo apodé «cebollín podrido», pero no sé si llegó a darse cuenta del alcance de mi riposta.
Aquel soldado soviético en tiempos de la Guerra Fría fue mi amigo. El día que nos despedimos no sabíamos que sería para siempre. Los cohetes antiaéreos quedaron bajo nuestra responsabilidad para defender el cielo de la patria.
Quizás Anohi ya debe tener nietos y me pregunto si alguno de ellos se encuentra hoy invadiendo Ucrania.