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Ana Cristina Vélez: Lidiar con la incertidumbre

La incertidumbre es la regla de la vida. Todos los seres vivos tenemos que enfrentarla; sin embargo, en la manera de afrontarla hay grandes diferencias. Casi todo el mundo goza, hasta cierto punto, con las sorpresas, con lo nuevo, pero algunas personas necesitan constantemente nuevas experiencias para sentir que la vida es lo suficientemente interesante. Es probable que esas personas sean portadoras de un gen que determina la búsqueda incesante de novedades (los buscadores de novedades suelen llevar versiones de baja actividad del gen DRD4). Los que no portan el gen tratan, en general, de controlar las variables de la vida, para tener que lidiar con menos incertidumbre, y contar con entornos más seguros.

Conocí a un tipo que viajaba sin hacer reservaciones de hoteles, sin mapas y sin teléfono inteligente. Aseguraba que el no saber qué podía pasarle era lo que le gustaba, lo que le emocionaba, que sentía placer perdiéndose en las ciudades. Decía que uno siempre estaba en algún lugar, y que el mundo era un pañuelo. No es imposible imaginarse lo que fue para Cristóbal Colón o para Fernando de Magallanes montarse en sus barcos de vela y salir a darle la vuelta al mundo, con una precaria idea de lo que podía ser el mundo. Ver esos barcos hoy produce una intensa emoción, así como ver las cápsulas espaciales en las que regresaron los primeros astronautas. Carabelas, cohetes y cápsulas espaciales se ven tan nimios y frágiles, que parecen juguetes. ¿Qué hay en la mente de las personas que buscan desafíos como estos? Gusto por lo desconocido, enorme ambición y una fe irracional en que siempre se está en alguna parte desde la que se puede regresar.

Quienes no se sienten seguros evitan al máximo la incertidumbre. No son buenos para las aventuras ni para los juegos de azar. Son los mismos que salen con tiempo de sobra para la dentistería, son esos a los que le vuelve el alma al cuerpo cuando después de correr para llegar a tiempo al aeropuerto ya están frente a la puerta de embarque, aunque falten tres horas para abordar. Puede ser tanto el miedo a lo desconocido, que muchos prefieren a veces actuar en contra de sí mismos con tal de no sentir más la angustia que implica esperar la resolución de una incógnita. Con el amor, por ejemplo, si la pareja les dice que no está segura de seguir en la relación, que necesita unos días para pensar, prefieren dar por terminada la relación, porque para ellos es mejor malo conocido que incógnita por conocer. Se toman las pastillas para el dolor de cabeza cuando creen que les va a dar, y se acuestan temprano, aunque el día de la madrugada no sea el siguiente.

Los primeros, los que aman la incertidumbre, corren riesgos con frecuencia, sabiendo que pueden morir en el intento, y se aburren fácilmente con la monotonía de los días iguales. Para los segundos, las aventuras pueden estar en un libro, en un jardín y hasta en una sola flor; la dosis de opioides la traen por dentro. Y ninguno de los dos, es decir, nadie, ni los que aman la incertidumbre, ni los que no la aman, debería perderse la dicha que es leer la novela Magallanes, de Stefan Zweig, ni perderse la filmación hecha en el 2019 sobre el joven Alex Honnold escalando la montaña El Capitán, en el Parque Nacional de Yosemite, en EE. UU., sin cuerdas, usando solamente sus manos y pies. Free Solo se llama el documental. En busca del tiempo perdido, la novela de Marcel Proust quizás sea un buen ejemplo de quienes encuentran el paraíso en su propia casa.

Saber esperar y tener paciencia es difícil para quienes desean tenerlo todo bajo control. Antonio Machado escribió un poema para ellos, y aquí va.

«Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
—así en la costa un barco— sin que el partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.

Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.»

 

 

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