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¿El retorno de la Pax Americana?

La guerra de Putin está fortificando la alianza de las democracias

President Biden at the White House, March 2022
President Biden at the White House, March 2022
Kevin Lamarque / Reuters
Estados Unidos y sus aliados han fracasado en su intento de impedir que Rusia brutalice a Ucrania, pero aún pueden ganar la lucha más amplia para salvar el orden internacional. La salvaje invasión rusa ha puesto de manifiesto la brecha existente entre las elevadas aspiraciones liberales de los países occidentales y los escasos recursos que han dedicado a defenderlas. Estados Unidos ha declarado una competencia de grandes potencias a Moscú y Pekín, pero hasta ahora no ha conseguido reunir el dinero, la creatividad o la urgencia necesarios para imponerse en esas rivalidades. Sin embargo, el presidente ruso Vladimir Putin ha hecho ahora, sin darse cuenta, un enorme favor a Estados Unidos y a sus aliados. Al sacarlos de su autocomplacencia, les ha dado una oportunidad histórica de reagruparse y actualizarse para una era de intensa competencia -no sólo con Rusia, sino también con China- y, en última instancia, de reconstruir un orden internacional que hace poco parecía abocado al colapso.Esto no es una fantasía: ya ha ocurrido antes. A finales de la década de 1940, Occidente estaba entrando en un periodo anterior de competencia entre grandes potencias, pero no había realizado las inversiones o iniciativas necesarias para ganarla. El gasto en defensa de Estados Unidos era patéticamente inadecuado, la OTAN sólo existía en el papel y ni Japón ni Alemania Occidental se habían reintegrado al mundo libre. El bloque comunista parecía tener el ímpetu. Entonces, en junio de 1950, un caso de agresión autoritaria no provocada -la Guerra de Corea- revolucionó la política occidental y sentó las bases de una exitosa estrategia de contención. Las políticas que ganaron la Guerra Fría y con ello el orden internacional liberal moderno fueron producto de una guerra caliente inesperada. La catástrofe de Ucrania podría desempeñar hoy un papel similar.La agresión de Putin ha creado una ventana de oportunidad estratégica para Washington y sus aliados. Las democracias deben emprender ahora un importante programa de rearme multilateral y erigir defensas más firmes -militares y de otro tipo- contra la próxima ola de agresiones autocráticas. Deben aprovechar la crisis actual para debilitar la capacidad de coerción y subversión de los autócratas y profundizar la cooperación económica y diplomática entre los Estados liberales de todo el mundo. La invasión de Ucrania señala una nueva fase en una lucha cada vez más intensa por configurar el orden internacional. El mundo democrático no tendrá mejor oportunidad de posicionarse para el éxito.

TERAPIA DE CHOQUE

Estados Unidos lleva años hablando con dureza sobre la competencia entre grandes potencias. Pero para contrarrestar a los rivales autoritarios, un país necesita algo más que una retórica mojigata. También requiere inversiones masivas en fuerzas militares orientadas al combate de alta intensidad, una diplomacia sostenida para reclutar y retener aliados, y una voluntad de enfrentarse a los adversarios e incluso arriesgarse a la guerra. Estos compromisos no son naturales, especialmente para las democracias que creen que la paz es la norma. Por eso las estrategias competitivas ambiciosas suelen quedarse en la estantería hasta que un acontecimiento impactante obliga al sacrificio colectivo.

Por ejemplo, la contención. Considerada ahora como una de las estrategias más exitosas de la historia diplomática de Estados Unidos, la contención estuvo a punto de fracasar antes de que estallara la Guerra de Corea. A finales de la década de 1940, Estados Unidos había emprendido una peligrosa competencia a largo plazo contra un poderoso rival autoritario. Los funcionarios estadounidenses habían establecido objetivos maximalistas: la contención del poder soviético hasta que ese régimen se derrumbara o suavizara y, en palabras del presidente Harry Truman, el apoyo a «los pueblos que se resisten al intento de subyugación». Truman había comenzado a aplicar políticas históricas como el Plan Marshall para reconstruir Europa Occidental y la firma del Tratado del Atlántico Norte. Sin embargo, antes de junio de 1950, la contención seguía siendo más una aspiración que una estrategia.

Incluso cuando estallaron las crisis de la Guerra Fría en Berlín, Checoslovaquia, Irán y Turquía, el gasto militar de Estados Unidos cayó en picado, pasando de 83.000 millones de dólares al final de la Segunda Guerra Mundial a 9.000 millones en 1948. El Tratado del Atlántico Norte era nuevo y débil: la alianza carecía de un mando militar integrado o de algo parecido a las fuerzas que necesitaba para defender Europa Occidental. La escasez de recursos obligó a Washington a descartar a China durante su guerra civil, manteniéndose al margen mientras los comunistas de Mao Zedong derrotaban al gobierno nacionalista de Chiang Kai-Shek, y a trazar un perímetro de defensa que inicialmente excluía a Corea del Sur y Taiwán. La política de Estados Unidos combinó sus grandes ambiciones con un enfoque de negociación para alcanzarlas.

Las razones de este déficit les resultarán familiares. Los funcionarios estadounidenses esperaban que la superioridad militar general de Estados Unidos -especialmente su monopolio atómico- compensaría las debilidades en toda la línea divisoria Este-Oeste. Les resultaba difícil creer que incluso los enemigos despiadados y totalitarios pudieran recurrir a la guerra. En Washington, además, las visiones globales competían con las prioridades nacionales, como controlar la inflación y equilibrar el presupuesto. Los funcionarios estadounidenses también planeaban economizar dividiendo a los rivales del país, concretamente, cortejando a los comunistas del líder chino Mao Zedong una vez que ganaran la guerra civil de China y entonces alejar a ese país de la Unión Soviética.

Esa política fracasó: Mao selló una alianza con Moscú a principios de 1950. Unos meses antes, otro revés estratégico -la primera prueba nuclear soviética- había puesto fin al monopolio atómico de Estados Unidos. Pero incluso entonces, Truman no se inmutó. Cuando Paul Nitze, director del Personal de Planificación de Políticas del Departamento de Estado, redactó su famoso memorándum, NSC-68, en el que pedía una ofensiva diplomática global apoyada por un aumento masivo de las fuerzas armadas, Truman ignoró cortésmente el documento y anunció planes para recortar el presupuesto de defensa.

Hizo falta una descarada apropiación de tierras internacional para que Washington saliera de su letargo. El asalto del primer ministro norcoreano Kim Il Sung a Corea del Sur, emprendido en connivencia con Mao y el líder soviético Joseph Stalin, lo cambió todo. La invasión convenció a los responsables políticos estadounidenses de que los dictadores estaban en marcha y el peligro de un conflicto global era cada vez mayor. El conflicto también disipó cualquier esperanza de dividir a Moscú y Pekín: Washington se enfrentaba ahora a un monolito comunista que ejercía presión en toda la periferia euroasiática. En resumen, la invasión norcoreana hizo temer a la administración Truman que el mundo de la posguerra pendía de un hilo.

Los responsables políticos estadounidenses decidieron no sólo defender a Corea del Sur, sino montar una campaña global para fortalecer el mundo no comunista. El Tratado del Atlántico Norte se convirtió en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, con una estructura de mando unificada y 25 divisiones activas a su disposición. La administración Truman envió fuerzas adicionales a Europa, donde los aliados de Estados Unidos aceleraron sus preparativos militares y acordaron, en principio, rearmar a Alemania Occidental. En Asia-Pacífico, Estados Unidos creó un cordón de pactos de seguridad en el que participaban Australia y Nueva Zelanda, Japón y Filipinas, y desplegó fuerzas navales para impedir la toma de Taiwán por parte de China.

La guerra de Corea impulsó así la aparición de la red mundial de alianzas y los despliegues militares duraderos que constituyeron la columna vertebral de la contención. Precipitó el resurgimiento y el rearme de antiguos enemigos, Japón y Alemania Occidental, como miembros principales del mundo libre. Todo esto se sustentó en un enorme despliegue militar destinado a hacer impensable la agresión soviética. El gasto en defensa de Estados Unidos se triplicó con creces, alcanzando el 14% del PIB en 1953; el arsenal nuclear y las fuerzas convencionales de Estados Unidos se duplicaron con creces. «Los soviéticos no respetaban más que la fuerza», dijo Truman. «Construir esa fuerza… es precisamente lo que intentamos hacer ahora».

Sin duda, la Guerra de Corea también mostró el peligro de ir demasiado lejos. La administración Truman se equivocó estrepitosamente al intentar reunificar la península de Corea por la fuerza a finales de 1950, lo que provocó la intervención de los chinos comunistas y una guerra más larga y costosa. La idea de que un revés en cualquier lugar podría provocar un desastre en todas partes prefiguró la llamada teoría del dominó y la trágica intervención de Estados Unidos en Vietnam. El elevado gasto en defensa en tiempos de guerra resultó finalmente demasiado oneroso para ser sostenido. Pero en general, la reacción de la administración Truman a la guerra de Corea fue vital para estabilizar un mundo frágil y crear las situaciones de fuerza que permitieron a Occidente triunfar en la guerra fría.

LA HISTORIA RIMA

La guerra en Ucrania difiere en muchos aspectos de la Guerra de Corea, sobre todo porque las tropas estadounidenses no están directamente involucradas. La Rusia y la China de la década de 2020 no son la Unión Soviética y la China maoísta de la década de 1950, aunque Putin y el presidente chino Xi Jinping hayan adoptado últimamente tendencias claramente estalinistas.

Sin embargo, la historia parece rimar hoy en día. A finales de la década de 2010, al igual que a finales de la década de 1940, Washington y sus aliados percibían amenazas crecientes, pero se esforzaban por contenerlas. A su favor, las administraciones de Trump y Biden identificaron la competencia de grandes potencias como la prioridad estratégica de Estados Unidos. La OTAN desplegó varios miles de tropas adicionales en el este de Europa tras la invasión rusa de Ucrania en 2014, y se empezaron a formar nuevas coaliciones en la región del Indo-Pacífico para frenar el poderío chino. Sin embargo, hasta la actual guerra en Ucrania, el equilibrio contra Rusia y China era a menudo displicente.

Tras caer en picado durante la mayor parte de la década de 2010, el gasto en defensa en todo el mundo democrático comenzó a aumentar -y modestamente- sólo en torno a 2018. Debido a la inflación, el gasto militar de Estados Unidos se redujo un 6% en términos reales en 2021. Esto reflejó la apatía predominante del público: Los estadounidenses se preguntaban por qué Estados Unidos debía defender a amigos lejanos como los países bálticos y Taiwán; por su parte, muchos votantes de Francia, Alemania y el Reino Unido creían que sus países debían permanecer neutrales en la guerra fría entre Estados Unidos y China.

La disminución de la financiación de la defensa se vio agravada por la falta de seriedad estratégica. Las administraciones de Trump y Biden cargaron al ejército estadounidense con misiones extrañas, como la lucha contra el fraude electoral, la inmigración ilegal, el cambio climático y las pandemias. Los ejércitos de Europa Occidental gastaron los magros aumentos presupuestarios en aumentos de sueldo y pensiones. En Asia Oriental, los aliados de Estados Unidos dedicaron dólares de defensa a misiones que no tenían nada que ver con la contención de China, como dirigir la contrainsurgencia en Filipinas o la adquisición de plataformas prestigiosas pero vulnerables. Casi una cuarta parte del presupuesto de defensa de Taiwán para 2021 se destinó a lujosos buques de guerra y aviones de combate que podrían no salir de sus bases en una guerra.

La defensa no fue el único ámbito en el que la retórica decisiva acompañó a la política inconexa. Las administraciones de Trump y Biden hablaron de China como un desafío que define el siglo y luego se negaron a respaldar la mejor iniciativa para contrarrestar la influencia económica china: la Asociación Transpacífica (TPP), un enorme acuerdo de libre comercio negociado originalmente por Estados Unidos y 12 economías de la cuenca del Pacífico. Europa, mientras tanto, profundizaba su dependencia del gas ruso. Hubo políticas creativas y enérgicas, como el uso de sanciones sobre la tecnología para desbaratar el impulso de Huawei para dominar las redes 5G del mundo, pero nada como la urgencia generalizada que cabría esperar en una lucha por el destino del orden mundial.

Este letargo estratégico tuvo muchas causas: los resabios económicos de la Gran Recesión y la crisis de la eurozona, el legado de las cruentas guerras de Irak y Afganistán y el impacto del creciente populismo pasaron factura. En Estados Unidos y en toda Europa, los votantes presionaron a los gobiernos para que se centraran en la construcción de la nación en casa en lugar de en la competencia en el extranjero. Sin embargo, las sociedades democráticas que se habían vuelto complacientes en medio de la paz de las grandes potencias de la era posterior a la Guerra Fría se esforzaron por comprender lo grave que se había vuelto el peligro de una guerra mayor.

Las poblaciones democráticas creían que la globalización había dejado obsoleta la antigua conquista y el imperialismo. Suponían que Putin y Xi eran líderes inteligentes y cautelosos que perseguían objetivos limitados: mantenerse en el poder, maximizar el crecimiento económico y obtener una mayor participación dentro del orden existente. Las fuerzas paramilitares rusas y chinas podrían participar en operaciones de «zona gris» por debajo del umbral de la guerra. Pero en caso de necesidad, Moscú y Pekín llegarían a acuerdos y reducirían la intensidad de las crisis. Y si empezaran a actuar de forma más agresiva, habría tiempo para que Occidente se recompusiera. Hasta entonces, Estados Unidos y sus aliados podrían centrarse en poner en orden sus propias casas y en discutir entre ellos.

La invasión rusa de Ucrania echó por tierra estos cómodos mitos. De repente, la guerra entre grandes potencias parece no sólo posible, sino quizá probable. Los responsables políticos occidentales han redescubierto el valor del poder duro y han empezado a tomarse al pie de la letra las aspiraciones imperiales de Putin y Xi. La idea de que Estados Unidos puede centrarse en China mientras persigue unos lazos «estables y predecibles» con Rusia se ha convertido en algo irrisorio: la entente chino-rusa podría desafiar violentamente el equilibrio de poder en ambos extremos de Eurasia simultáneamente. Como resultado, las medidas que antes se consideraban imposibles -el rearme acelerado de Alemania y Japón, las transferencias de armas de la UE a Ucrania, el aislamiento económico casi total de una gran potencia- están en marcha.

Esta oleada de actividad llegó demasiado tarde para librar a Ucrania de la agresión de Putin. Pero puede haber llegado justo a tiempo para consolidar una alianza global que una a las democracias contra Rusia y China y, por tanto, asegure el mundo libre para una generación futura. Para aprovechar al máximo este momento crítico, Estados Unidos y sus aliados deberían tener en cuenta tres lecciones clave de la Guerra de Corea.

UNA LLAMADA A LAS ARMAS

En primer lugar, hay que pensar en grande. Truman no limitó su respuesta a la agresión norcoreana a la península de Corea o incluso a Asia. Por el contrario, trató de fortificar el mundo libre en general. Hoy, la agresión rusa ha creado posibilidades similares al agudizar las divisiones entre las democracias que apoyan el orden liberal y los poderosos autoritarios que intentan destruirlo. Casi ocho de cada diez residentes en Estados Unidos ven la crisis de Ucrania como parte de una lucha más amplia por la democracia mundial. A corto plazo, la crisis en Europa puede desviar la atención de Estados Unidos del Indo-Pacífico. Sin embargo, a largo plazo, Washington y sus aliados pueden utilizar la indignación provocada por Moscú para ser más duros con Pekín. De hecho, el objetivo general de Estados Unidos debería ser construir una coalición transregional de democracias que pueda enfrentarse a Rusia y China con una propuesta básica: la agresión local desencadenará una respuesta global rápida y devastadora.

En segundo lugar, actuar con rapidez. Truman sabía que los momentos de solidaridad aliada y unidad interna podían ser fugaces, así que su administración se apresuró a poner en marcha una estrategia de contención completa en cuestión de meses. «En 1951», observó el politólogo Robert Jervis, «todos los elementos que hemos llegado a asociar con la guerra fría estaban presentes o en marcha». Hoy en día, Estados Unidos y sus aliados deberían aprovechar la coalición que se ha formado para gestionar la crisis de Ucrania y estar preparados para volver a desplegarla contra China.

Por ejemplo, las asociaciones que cortaron el acceso de Rusia al sistema financiero mundial y a tecnologías clave podrían servir de modelo para sanciones similares contra China si invade Taiwán. Los esfuerzos en curso para reducir la dependencia europea de la energía rusa deberían ampliarse a un impulso más amplio para desvincular las economías del mundo libre de Rusia y China en áreas críticas, como las tecnologías avanzadas, las tierras raras y los suministros médicos de emergencia. Será fundamental crear coaliciones tecnológicas superpuestas en las que las democracias pongan en común dinero y recursos para avanzar en áreas clave, como los semiconductores o la inteligencia artificial, al tiempo que se niegan insumos y capital críticos a las autocracias. La pieza central de este enfoque sería un movimiento de Estados Unidos para reincorporarse al TPP (ahora llamado Acuerdo Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico, o CPTPP) -quizás el mejor ejemplo de una iniciativa cuyo valor estratégico es incontestable y cuyos costes políticos deberían caer a medida que el precio de la complacencia aumenta. Si las democracias no desaprovechan el momento, un resultado duradero de la crisis ucraniana podría ser un bloque económico del mundo libre más estrecho que dificulte la coacción o la seducción de los regímenes autocráticos.

Estados Unidos debería gastar aproximadamente el cinco por ciento del PIB en defensa durante la próxima década.

Sin embargo, el poder económico sólo llega hasta cierto punto, por lo que el mundo democrático también necesita un rápido programa de rearme multilateral para apuntalar un equilibrio militar que se ha ido erosionando en Europa y el Indo-Pacífico. Esto incluirá un mayor despliegue de fuerzas bien armadas -especialmente blindadas y aéreas en el este de Europa y un macizo de tiradores y sensores en el Pacífico occidental- que puedan convertir los intentos de acaparamiento de tierras en prolongados y sangrientos atolladeros. También es necesario un rápido aumento de la planificación operativa detallada sobre cómo Estados Unidos y sus principales aliados, como Australia y Japón, responderían a una agresión china. Estados Unidos y sus principales aliados también deberían permitir la transferencia de armas a posibles Estados de primera línea, como Polonia y Taiwán, a condición de que se comprometan a aumentar considerablemente el gasto en defensa y a adoptar estrategias militares adecuadas para ganar tiempo para una respuesta multilateral más amplia.

Todo esto requerirá el tipo de dinero que a las democracias les cuesta encontrar en tiempos de paz, pero que no dudan en gastar bajo la amenaza de guerra. Estados Unidos debería planificar un gasto de aproximadamente el cinco por ciento del PIB en defensa durante la próxima década (en comparación con el 3,2 por ciento actual), para poder responder a la agresión en un teatro sin quedar desnudo en otros. Los principales aliados a ambos lados de Eurasia deberían comprometerse a realizar aumentos proporcionales similares.

Pero si Estados Unidos y sus aliados deben actuar con rapidez, una última lección es que deben evitar ir demasiado lejos. La escalada del conflicto coreano, y la adopción de una versión de la contención que no conocía límites geográficos, condujo a la sobreextensión y a la tragedia. Existe una delgada línea entre la urgencia y la imprudencia.

Por ello, Washington debería evitar la intervención militar directa en Ucrania. Debería ignorar los apasionados llamamientos a perseguir un cambio de régimen en Rusia o China, un objetivo que el mundo democrático carece de poder para lograr a un coste que pueda tolerar. Estados Unidos también debe seguir siendo selectivo en cuanto a dónde compite más enérgicamente con Moscú y Pekín: Europa del Este y Asia Oriental son tremendamente importantes, mientras que partes de Asia Central y África no lo son. Sobre todo, Estados Unidos y sus aliados deben ser pacientes. Truman reconoció, en 1953, que la Guerra Fría no terminaría pronto, pero argumentó que «hemos fijado el rumbo para poder ganarla». Ese es un criterio razonable para la política de Estados Unidos a principios de la década de 2020.

Incluso una Rusia económicamente devastada y militarmente limitada conservará la capacidad de crear problemas geopolíticos. China será un rival formidable durante décadas, aunque se le impida alterar el equilibrio de poder en el Indo-Pacífico y más allá. La ofensiva del mundo libre durante la Guerra de Corea fue un programa de emergencia, pero creó ventajas estratégicas duraderas que determinaron en gran medida el resultado de la Guerra Fría. La crisis de Ucrania puede tener un efecto similar en otra larga lucha crepuscular si motiva a Estados Unidos y a sus aliados a tomarse en serio la defensa del orden mundial que tan bien les ha servido.

 

 

Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
Foreign Affairs

The Return of Pax Americana?

Putin’s War Is Fortifying the Democratic Alliance

 

By

The United States and its allies have failed to prevent Russia from brutalizing Ukraine, but they can still win the larger struggle to save the international order. Russia’s savage invasion has exposed the gap between Western countries’ soaring liberal aspirations and the paltry resources they have devoted to defend them. The United States has declared great-power competition on Moscow and Beijing but has so far failed to summon the money, the creativity, or the urgency necessary to prevail in those rivalries. Yet Russian President Vladimir Putin has now inadvertently done the United States and its allies a tremendous favor. In shocking them out of their complacency, he has given them a historic opportunity to regroup and reload for an era of intense competition—not just with Russia but also with China—and, ultimately, to rebuild an international order that just recently looked to be headed for collapse.

This isn’t fantasy: it has happened before. In the late 1940s, the West was entering a previous period of great-power competition but had not made the investments or initiatives needed to win it. U.S. defense spending was pathetically inadequate, NATO existed only on paper, and neither Japan nor West Germany had been reintegrated into the free world. The Communist bloc seemed to have the momentum. Then, in June 1950, an instance of unprovoked authoritarian aggression—the Korean War—revolutionized Western politics and laid the foundation for a successful containment strategy. The policies that won the Cold War and thereby made the modern liberal international order were products of an unexpected hot war. The catastrophe in Ukraine could play a similar role today.

Putin’s aggression has created a window of strategic opportunity for Washington and its allies. The democracies must now undertake a major multilateral rearmament program and erect firmer defenses—military and otherwise—against the coming wave of autocratic aggression. They must exploit the current crisis to weaken the autocrats’ capacity for coercion and subversion and deepen the economic and diplomatic cooperation among liberal states around the globe. The invasion of Ukraine signals a new phase in an intensifying struggle to shape the international order. The democratic world won’t have a better chance to position itself for success.

SHOCK THERAPY

The United States has been talking tough about great-power competition for years. But to counter authoritarian rivals, a country needs more than self-righteous rhetoric. It also requires massive investments in military forces geared for high-intensity combat, sustained diplomacy to enlist and retain allies, and a willingness to confront adversaries and even risk war. Such commitments do not come naturally, especially to democracies that believe that peace is the norm. That is why ambitious competitive strategies usually sit on the shelf until a shocking event compels collective sacrifice.

Take containment. Now considered one of the most successful strategies in U.S. diplomatic history, containment was on the verge of failure before the Korean War broke out. During the late 1940s, the United States had undertaken a dangerous, long-term competition against a mighty authoritarian rival. U.S. officials had established maximalist objectives: the containment of Soviet power until that regime collapsed or mellowed and, in the words of  President Harry Truman, support for “peoples who are resisting attempted subjugation.” Truman had begun to implement landmark policies such as the Marshall Plan to rebuild Western Europe and the signing of the North Atlantic Treaty. Yet before June 1950, containment remained more of an aspiration than a strategy.

Even as Cold War crises broke out in Berlin, Czechoslovakia, Iran, and Turkey, U.S. military spending plummeted from $83 billion at the end of World War II to $9 billion in 1948. The North Atlantic Treaty was new and feeble: the alliance lacked an integrated military command or anything approaching the forces it needed to defend Western Europe. Resource constraints forced Washington to write off China during its civil war, effectively standing aside as Mao Zedong’s Communists defeated Chiang Kai-Shek’s Nationalist government, and to draw a defense perimeter that initially excluded South Korea and Taiwan. U.S. statecraft combined sky-high ambitions with a bargain-basement approach to achieving them.

The reasons for this shortfall will sound familiar. U.S. officials hoped that the United States’ overall military superiority—especially its atomic monopoly—would compensate for weaknesses everywhere along the East-West divide. They found it hard to believe that even ruthless, totalitarian enemies might resort to war. In Washington, moreover, global visions competed with domestic priorities, such as taming inflation and balancing the budget. U.S. officials also planned to economize by splitting the country’s rivals—specifically, wooing Chinese leader Mao Zedong’s communists once they won China’s civil war and pulling that country away from the Soviet Union.

 

Putin has now inadvertently done the United States and its allies a tremendous favor.

 

That policy failed: Mao sealed an alliance with Moscow in early 1950. Just months before, another strategic setback—the first Soviet nuclear test—had ended the United States’ atomic monopoly. Yet even then, Truman was unmoved. When Paul Nitze, the director of the State Department’s Policy Planning Staff, crafted his famous memo, NSC-68, calling for a global diplomatic offensive supported by a massive military buildup, Truman politely ignored the paper and announced plans to cut the defense budget.

It took a brazen international land grab to shake Washington out of its torpor. North Korean Premier Kim Il Sung’s assault on South Korea, undertaken in collusion with Mao and the Soviet leader Joseph Stalin, changed everything. The invasion convinced U.S. policymakers that the dictators were on the march and the danger of global conflict was growing. The conflict also dispelled any hope of dividing Moscow and Beijing: Washington now faced a communist monolith applying pressure all around the Eurasian periphery. In short, the North Korean invasion made the Truman administration fear that the postwar world was hanging in the balance.

U.S. policymakers decided not just to defend South Korea but to mount a global campaign to strengthen the noncommunist world. The North Atlantic Treaty became the North Atlantic Treaty Organizationwith a unified command structure and 25 active divisions at its disposal. The Truman administration dispatched additional forces to Europe, where U.S. allies accelerated their military preparations and agreed, in principle, to rearm West Germany. In the Asia-Pacific, the United States created a cordon of security pacts involving Australia and New Zealand, Japan, and the Philippines and deployed naval forces to prevent a Chinese takeover of Taiwan.

The Korean War thus turbocharged the emergence of the global network of alliances and the enduring military deployments that constituted the backbone of containment. It precipitated the revival and rearmament of former enemies, Japan and West Germany, as core members of the free world. Underpinning all this was an enormous military buildup meant to make Soviet aggression unthinkable. U.S. defense spending more than tripled, reaching 14 percent of GDP in 1953; the U.S. nuclear arsenal and conventional forces more than doubled. “The Soviets respected nothing but force,” said Truman. “To build such force . . . is precisely what we are attempting to do now.”

To be sure, the Korean War also showed the danger of going too far. The Truman administration erred spectacularly in trying to reunify the Korean Peninsula by force in late 1950, which provoked communist Chinese intervention and a longer, costlier war. The idea that a setback anywhere could lead to disaster everywhere prefigured the so-called domino theory and the United States’ tragic intervention in Vietnam. Sky-high, wartime defense spending eventually proved too onerous to be sustained. But overall, the Truman administration’s reaction to the Korean War was vital in stabilizing a fragile world and creating the situations of strength that allowed the West to triumph in the Cold War.

HISTORY RHYMES

The war in Ukraine differs in many ways from the Korean War, not least because U.S. troops aren’t directly involved. The Russia and China of the 2020s are not the Soviet Union and Maoist China of the 1950s, even if Putin and Chinese President Xi Jinping have taken on distinctly Stalinist tendencies of late.

Yet history certainly seems to be rhyming today. In the late 2010s, as in the late 1940s, Washington and its allies perceived growing threats but were struggling to contain them. To their credit, the Trump and Biden administrations identified great-power competition as the United States’ strategic priority. NATO deployed several thousand additional troops to eastern Europe after Russia’s invasion of Ukraine in 2014, and new coalitions started forming in the Indo-Pacific region to check Chinese power. Until the current war in Ukraine, however, balancing against Russia and China was often lackadaisical.

After plunging for most of the 2010s, defense spending across the democratic world started to rise—and modestly at that—only around 2018. Due to inflation, U.S. military spending actually declined six percent in real terms in 2021. This reflected prevailing public apathy: Americans questioned why the United States should defend far-flung friends such as the Baltic states and Taiwan; for their part, many voters in France, Germany, and the United Kingdom believed that their countries should remain neutral in the U.S.-Chinese cold war.

The decline in defense funding was compounded by a lack of strategic seriousness. The Trump and Biden administrations saddled the U.S. military with extraneous missions, including combating election fraud, illegal immigration, climate change, and pandemics. Western European militaries spent meager budget increases on pay raises and pensions. In East Asia, U.S. allies devoted defense dollars to missions that had nothing to do with containing China, such as conducting counterinsurgency in the Philippines or acquiring vulnerable prestige platforms. Nearly a quarter of Taiwan’s 2021 defense budget was earmarked for fancy warships and fighter aircraft that may not make it out of their bases in a war.

 

The Korean War turbocharged a global network of alliances.

 

Defense wasn’t the only area in which decisive rhetoric accompanied desultory policy. The Trump and Biden administrations talked about China as a century-defining challenge and then refused to back the single best initiative for countering Chinese economic influence: the Trans-Pacific Partnership (TPP), a massive free-trade deal originally negotiated by the United States and 12 Pacific Rim economies. Europe, meanwhile, was deepening its dependence on Russian gas. There were creative, energetic policies, such as the use of sanctions on technology to derail Huawei’s push for dominance of the world’s 5G networks, but nothing like the across-the-board urgency one might expect in a fight over the fate of the world order.

This strategic lethargy had many causes—economic hangovers from the Great Recession and the eurozone crisis, the legacy of grinding wars in Iraq and Afghanistan, and the impact of surging populism all took their toll. In the United States and across Europe, voters pushed governments to focus on nation building at home rather than competition abroad. Fundamentally, however, democratic societies that had grown complacent amid the great-power peace of the post–Cold War era struggled to comprehend just how grave the danger of major war had become.

Democratic populations believed that globalization had rendered old-fashioned conquest and imperialism obsolete. They assumed that Putin and Xi were savvy, cautious leaders pursuing limited objectives—staying in power, maximizing economic growth, and gaining a greater say within the existing order. Russian and Chinese paramilitary forces might engage in “gray zone” operations below the threshold of war. But if push came to shove, Moscow and Beijing would cut deals and de-escalate crises. And if they started acting more aggressively, there would be time for the West to pull itself together. Until then, the United States and its allies could focus on getting their own houses in order and squabbling among themselves.

Russia’s invasion of Ukraine shattered these comfortable myths. Suddenly, great-power war looks not only possible but perhaps probable. Western policymakers have rediscovered the value of hard power and have started taking Putin’s and Xi’s imperial aspirations literally. The idea that the United States can focus on China while pursuing “stable and predictable” ties with Russia has become laughable: the Chinese-Russian entente could violently challenge the balance of power at both ends of Eurasia simultaneously. As a result, moves previously thought impossible—accelerated German and Japanese rearmament, EU arms transfers to Ukraine, the near-total economic isolation of a major power—are well underway.

This flurry of activity came too late to spare Ukraine from Putin’s aggression. But it may have arrived just in time to consolidate a global alliance that unites democracies against Russia and China and thereby secures the free world for a generation to come. To make the most of this critical moment, the United States and its allies should heed three key lessons from the Korean War.

A CALL TO ARMS

First, think big. Truman didn’t limit his response to North Korean aggression to the Korean Peninsula or even to Asia. Rather, he sought to fortify the larger free world. Today, Russian aggression has created similar possibilities by sharpening divisions between democracies that support the liberal order and powerful authoritarians trying to destroy it. Nearly eight out of ten U.S. residents view the Ukraine crisis as part of a broader fight for global democracy. In the short term, the crisis in Europe may pull U.S. attention away from the Indo-Pacific. In the long-term, however, Washington and its allies can use an outrage hatched by Moscow to get tougher with Beijing. Indeed, the United States’ overarching goal should be to build a transregional coalition of democracies that can confront Russia and China with a basic proposition: local aggression will trigger a swift and devastating global response.

Second, move fast. Truman knew that moments of allied solidarity and domestic unity could be fleeting, so his administration rushed to get a full-fledged containment strategy up and running in a matter of months. “By 1951,” the political scientist Robert Jervis observed, “all the elements we have come to associate with the cold war were present or in train.” Today, the United States and its allies should build on the coalition that has formed to handle the Ukraine crisis and be ready to redeploy it against China.

For example, the partnerships that severed Russia’s access to the global financial system and  key technologies could serve as a model for similar sanctions against China if it invades Taiwan. The ongoing efforts to slash European reliance on Russian energy should be expanded into a broader push to decouple free-world economies from Russia and China in critical areas, including advanced technologies, rare earths, and emergency medical supplies. Creating overlapping technology coalitions in which democracies pool money and resources to race ahead in key areas, such as semiconductors or artificial intelligence, while denying critical inputs and capital to autocracies, will be critical. The centerpiece of this approach would be a U.S. move to rejoin the TPP (now called the Comprehensive and Progressive Agreement for Trans-Pacific Partnership, or CPTPP)—perhaps the best example of an initiative whose strategic value is incontestable and whose political costs should fall as the price of complacency rises. If the democracies don’t waste the moment, then a lasting result of the Ukraine crisis could be a tighter free-world economic bloc that makes it harder for autocratic regimes to coerce or seduce.

 

The United States should spend roughly five percent of GDP on defense over the coming decade.

 

Economic power goes only so far, however, so the democratic world also needs a rapid multilateral rearmament program to shore up a military balance that has been eroding in Europe and the Indo-Pacific. This will include enhanced forward deployments of well-armed forces—especially armor and airpower in eastern Europe and a thicket of shooters and sensors in the western Pacific—that can turn attempted land grabs into protracted, bloody quagmires. A rapid ramping up of detailed operational planning on how the United States and key allies, such as Australia and Japan, would respond to Chinese aggression is also necessary. The United States and its major allies should also allow for arms transfers to potential frontline states, such as Poland and Taiwan, conditional on them committing to major increases in defense spending and adopting military strategies suited to buying time for a larger multilateral response.

All this will require the sort of money that democracies struggle to find in times of peace but don’t hesitate to spend under the threat of war. The United States should plan on spending roughly five percent of GDP on defense over the coming decade (compared with roughly 3.2 percent today), to allow it to respond to aggression in one theater without leaving itself naked in others. Key allies on both sides of Eurasia should commit to similar proportional increases.

But if the United States and its allies must move fast, a final lesson is that they must avoid going too far. The escalation of the Korean conflict, and the embrace of a version of containment that knew no geographic bounds, led to overextension and tragedy. There is a thin line between urgency and recklessness.

Washington should thus eschew directly military intervention in Ukraine. It should ignore impassioned calls to pursue regime change in Russia or China—an objective the democratic world lacks the power to achieve at a cost it can tolerate. The United States must also remain selective about where it competes most vigorously with Moscow and Beijing: eastern Europe and East Asia matter tremendously, whereas parts of Central Asia and Africa do not. Above all, the United States and its allies must remain patient. Truman acknowledged, in 1953, that the Cold War wouldn’t end anytime soon, but he argued that “we have set the course that we can win it.” That’s a reasonable standard for U.S. policy in the early 2020s.

Even an economically devastated, militarily constrained Russia will retain the ability to make geopolitical trouble. China will be a formidable rival for decades, even if it is prevented from overturning the balance of power in the Indo-Pacific and beyond. The free-world offensive during the Korean War was an emergency program, but it created enduring strategic advantages that largely determined the Cold War’s outcome. The Ukraine crisis can have a similar effect in another long twilight struggle if it motivates the United States and its allies to get serious about defending the world order that has served them so well.

 

 

 

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