Beatriz Pineda Sansone: El acto de nombrar
El acto de nombrar tiene que ver con la vinculación entre lenguaje y conocimiento puesto que el nombre supone una apropiación cognitiva de lo nombrado. Los nombres, ha expresado Stephen Ullman, desempeñan un papel tan importante en las relaciones humanas que, con frecuencia, son dotados de poderes mágicos y rodeados de elaboradas supersticiones y tabúes. Para los masáis de África, el nombre de una persona muerta nunca se menciona, y si ocurre que una palabra ordinaria suena de modo parecido a ese nombre, se reemplaza. Semejantes supersticiones no se limitan en manera alguna a las sociedades tribales. El nombre está tan estrechamente identificado con su poseedor que pronto llegó a representar su reputación, buena o mala.
Nombrar a Dios equivale a poseerlo, intelectualmente, de alguna manera. Como afirma Juan Escoto Eriúgena en su tratado Sobre las naturalezas, lo que conocemos respecto a los nombres, es necesario que lo conozcamos en las propiedades que se expresan con ellos. Lo propio del nombre es significar, actuar como signo de la realidad a la que se refiere.
El tema sobre el nombre propio de Dios se configura como problema teórico en la Edad Media a partir de la interpretación de la Sagrada Escritura, que ofrece una variedad de nombres para referirse a Dios. Entre los que destaca el que Dios mismo se ha atribuido en su revelación a Moisés en el monte Sinaí: Yo soy el que soy. Esta auto denominación ha dado lugar a varias interpretaciones, entre ellas, la hipótesis de que se trata de una negación de Dios a dar su nombre; la afirmación de la eternidad e inmutabilidad divina con sentido presente y futuro o la revelación de la esencia metafísica de Dios.
El proceso de nombrar a Dios constituye un intento de aproximarse, en el mismo acto de nombrar, a Aquél que es significado, aunque lo sea de modo inadecuado. Estamos tentados a creer que se comprende y posee lo que se nombra, así como a confundir el nombre y el concepto que por ese nombre se enuncia con la exigencia de que ese nombre no puede ser más que un signo.
Nicolás de Cusa, renombrado teólogo, filósofo y matemático del Renacimiento (1401-1464), considera esta doble perspectiva, porque reconoce la vinculación entre lengua y conocimiento, por un lado, y entiende el nombre como signo de una apropiación cognitiva de lo nombrado, acompañado de una clara conciencia de la incomprensibilidad de Dios, por otro. Ambos aspectos componen su doctrina de la Docta ignorancia. Ahora bien, el hecho de que los nombres se correspondan con nuestros conceptos no garantiza que signifiquen con precisión la realidad, porque, según el Cusano en el Compendium, ningún signo designa o señala el modo de ser de una cosa de manera suficiente, esta inconmensurabilidad o ilimitación semántica se produce, con mayor razón en el conocimiento de Dios. Ningún signo es capaz de designar su nombre con propiedad, porque las nociones humanas son, por definición, imágenes contraídas de su unidad infinita y ningún nombre que convenga a la multitud puede convenir al principio de la unidad. Dios es unidad infinita. Este infinito corresponde a lo indeterminable racionalmente, no puede ser limitado por nada, porque la razón, según de Cusa, no representa el canon supremo del conocimiento. De esta forma, la determinación de la razón se revela inadecuada.
El nombre propio circunscribe a Dios a la finitud de la razón. Nicolás de Cusa nos recomienda evitar una lectura exclusivamente racional. Además de este nombre revelado, existe un nutrido repertorio de nombres metafóricos divinos que denominan a Dios por sus atributos. El pensamiento árabe representa una importante contribución. Sobre la base del hadiz –dicho atribuido a Mahoma-, Dios tiene noventa y nueve nombres y quien los cuente entrará en el Paraíso.
Estos nombres corresponden en su mayoría a epítetos, que hacen referencia a rasgos divinos.
Jesús, según los evangelios se autodenomina con distintos nombres, todos comunes, que nos hablan de una continua transformación como una ley constante e infalible en el tiempo. El nombre común designa elementos genéricos, sugiere no identifica, conserva la perfección divina de la alteridad. No se encierra lo infinito en el plano de lo finito. La gama de nombres con los que se señala Jesús, designa una generalidad: cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos.
Yo soy el camino, la verdad y la vida; Yo soy la puerta; Yo soy el cordero; Yo soy la luz; Yo soy la vid, El Principio, entre otros.
García Bacca expresa en su obra (Qué es Dios y Quién es Dios. 1986: 325-326):
Yo soy el que soy –tu Creador-, soy el que soy –tu Señor … Yo Jehová, Elohim. Yo soy el que soy, tu creatura, tu siervo.
Dios-Jehova es lo que él quiere ser (fray Francisco); es todo ojos, todo oídos (Jenófanes); no es necesariamente lo que está siendo, sino lo que quiere ser (Plotino).
Con ellos sugiere y señala, conservando la perfección divina de la alteridad. El inefable, expresa De Cusa en Idiota de mente, no es aferrado por ninguno de los nombres impuestos por un acto de la razón.
Jorge Luis Borges señala en Everything and nothing (El hacedor. 1974: 804), refiriéndose a Shakespeare: Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser… Ricardo afirma que, en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras no soy lo que soy.
La historia agrega que antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie.
Estas personalidades sucesivas que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes y exigen fuerza y constancia de personalidad para esculpirse y retocarse a sí mismas.
Martín Buber en Borges (1974: 751), escribe que vivir es penetrar en una extraña habitación del espíritu, cuyo piso es el tablero en el que jugamos un juego inevitable y desconocido contra un adversario cambiante y a veces espantoso.
Mi nombre es Beatriz Pineda Sansone. Nací en la ciudad de Maracaibo, Venezuela. De niña era inquieta, llena de arrojo. Admiraba a nuestro Arturo Uslar Pietri, quien conducía el programa televisivo Valores Humanos. Su ejemplo ha sido mi norte. Gracias a mis hijas he realizado grandes aventuras a favor de los niños. Creé el Taller Literario Infantil Manzanita que devino en Fundación en 1985. Más tarde, con motivo del nacimiento de un nuevo diario en Maracaibo, fundé Azulejo, el periódico de los niños del diario La Verdad –primera etapa-. Extendí el Programa La Hora del Cuento a centros de arte, museos, universidades, colegios y McDonald’s Padilla de la ciudad con el fin de cultivar en los niños el amor por la lectura, y todas sus destrezas cognitivas, afectivas y psicomotoras.
Más tarde, en 1996, obtuve el título en Filología Hispánica con el premio Summa Cum Laude en la Universidad del Zulia. Cursé estudios de postgrado (2000-2003). Me convertí en articulista de los diarios venezolanos Economía Hoy, Panorama y El Universal.
Soy autora de: Las Memorias del Maestro Ramiro (1979); Desde otro rayo (1992). Universidad del Zulia; Los ojos de la montaña (2011). Entrelíneas Editores, España; La Hora del Cuento. Enseñar a razonar a los niños a través de la lectura de cuentos (2015). Ediciones de la Torre, España; El Principito y los Ideales. Defensa de la libertad, del amor y del razonamiento (2017). Editorial Verbum, España; La Aventura nunca imaginada de un lápiz (2018). Fundación editorial el Perro y la Rana. Venezuela; Una niña de mi edad (2019). Editorial Tandaia, España. Malika, la más pequeña de la manada (2021). Europa ediciones. Roma.
En la actualidad desarrollo una intensa labor a favor de la lectura a través de las redes sociales: @beapinpaz.escritora, los chats Aventuras Literarias y Café Lectura.