Ana Cristina Vélez: Tener buen gusto, tener mal gusto
Perro muerto, del artista Antonio Hernández Díez
No es nada fácil definir qué es tener gusto ni qué es carecer de este. Todo el mundo cree tener buen gusto, los cursis son siempre los otros. Cursi, mañé, kitsch, presuntuoso, afectado, ostentoso desubicado, desproporcionado, excesivo, empalagoso, chillón, lobo son palabras asociadas al mal gusto. Al buen gusto van asociadas las palabras, elegancia, moderación, compostura, garbo, contención, propiedad, control, equilibrio, belleza, decoro, etcétera.
El sentido del gusto, el que no se usa como metáfora, sino el verdadero, es la capacidad de detectar sabores y diferenciarlos cuando un alimento entra en la boca. Para ello usamos el olfato y las papilas gustativas como receptores, y un cerebro que identifica los sabores y evalúa el placer o el disgusto. Como el cerebro es un órgano interconectado, extrapolamos funciones que usamos en un campo a funciones que usamos en otro. A menudo, el sentido del gusto se extrapola al reino ético del comportamiento y al reino estético.
El asunto del gusto incluye la capacidad innata de juzgar, analizar, ponderar, medir, justificar y comparar un objeto o su uso, con objetos o comportamientos de la misma clase, en una determinada cultura. El gusto incluye también la capacidad educada de juzgar los objetos y los comportamientos dentro y fuera de la propia cultura y contexto.
Desde hace varios siglos, el gusto había sido definido como una clase especial de conocimiento tácito. En el siglo 18, los filósofos se preguntaron por las características mentales que serían requisito para tener buen gusto. Tenían interés en definir si la experiencia estética era o no de la misma naturaleza de la del gusto. Para estos, definitivamente la experiencia del arte se encontraba a un nivel que no se podía emparentar con nada, con ninguna otra experiencia sensual, pero involucraba el gusto, el gusto educado. Tres elementos importantes, tomados de la vieja idea de gusto, se readaptaron para ajustarse a las necesidades de la nueva idea de estética: 1, El placer ordinario de la belleza evolucionó hacia una clase especial de placer refinado e intelectualizado. 2, La idea de hacer un juicio sin prejuicios llevó la idea de placer a la idea de contemplación desinteresada. 3, La preocupación por la belleza se desplazó hacia la idea de lo sublime, y luego, hacia la idea de trabajo de arte como creación. La noción de placer especial y refinado ubicó el buen gusto o gusto fino lejos de toda noción de gusto como preferencia. Los placeres de la recreación no podían tener que ver con los placeres más refinados de la imaginación educada. Los placeres refinados del gusto fino se volvieron objeto de estudio psicológico y filosófico. En el siglo 18, el gusto se volvió un concepto importante y bien diferenciado en el reino del arte.
Este buen sentido no cobijaba a todo el mundo, era bien selectivo; por ejemplo, Emanuel Kant pensaba que las mujeres no lo tenían, pues carecían de la capacidad intelectual para alcanzar el nivel de sensibilidad que se necesitaba para tener un gusto refinado, o para crear. Siempre se había excluido a las mujeres de la posibilidad de tener buen gusto; bueno, no solo a las mujeres, también a los negros, a los indígenas, a los obreros, a los nuevos ricos y a las personas frívolas, pues, estas últimas, debido a tal característica, no podían tener interés auténtico en las Artes finas o Bellas artes (suena hasta gracioso).
Aparte de todas las locuras que se leen en la discusión sobre el Arte, los filósofos del siglo 18 estaban convencidos de que el gusto se refinaba con educación, y es verdad. Mutatis mutandis, no se refina para tener más “buen gusto”, sino para tener mejor comprensión y más puntos de referencia para juzgar, en su contexto y fuera de este, los objetos producto de la creación humana. Recordemos que todo talento se puede educar, toda capacidad humana se puede especializar y refinar.
Volvamos a los excluidos del buen gusto. Sacando a las mujeres, quedaban los negros, los indígenas, los frívolos y los nuevos ricos. ¿Qué nos dice esto? Que el concepto de “buen gusto” siempre estuvo, y sigue estando, emparentado con las jerarquías sociales. En la serie Inventando a Anna hacen explícito el papel discriminatorio que cumplen las marcas en la ropa y los accesorios (una realidad innegable). Los personajes, antes de saludarse, se miran escaneando las ropas, para saber si estas dan fe de que “ese fulano” tiene “buen gusto”, o sea, que sí pertenece a la propia élite. El vestuario a menudo ha cumplido esa función, la de dejar muy en claro el estrato social al que se pertenece. Y el concepto de buen gusto o mal gusto es el calificativo con el que se incluye o excluye al otro.
Cuando el grupo dominante no conoce de cerca la cultura del grupo minoritario tiende a despreciarla y a creer que allí no hay nada que valga la pena. Por eso se han demorado ciertas regiones del mapa en tener artistas con nombre internacional, por eso los artistas plásticos saben que si no se vive en las capitales y centros del movimiento artístico hay pocas probabilidades de tener reconocimiento.
Vemos las cosas del mundo y sacamos promedios, reconocemos lo que se sale de la norma y le prestamos especial atención, porque queremos saber si el objeto de atención se sale de la norma de manera positiva o negativa, y entonces le ponemos la etiqueta de buen gusto o mal gusto. Sin duda, lo exagerado, ostentoso, extravagante, inapropiado nos va a parecer de mal gusto, pues es así como nuestra mente juzga; sin embargo, si la élite avala un absurdo desproporcionado y tonto, el resto lo acepta con alegría, y lo considera de “buen gusto” (como fue con las poulaines o pigaches, esos zapatos con punta larga y afilada que incluso impedían caminar naturalmente, o las gorgueras, que cuando se usaban impedían llevar a la boca los alimentos, o los bluyines rotos). Con los objetos alejados en el tiempo, muy alejados, no emitimos juicios de que son de buen o mal gusto, y esto es muy diciente, porque indica que el criterio de buen gusto o mal gusto es solamente útil con los objetos contemporáneos, pues se cumple la función discriminatoria.
Pulaines
Vestido con gorguera o lechuguilla
Dos puntos son especialmente interesantes en esta discusión: el papel que juega conocer o desconocer el contexto y la función que cumple el objeto, y el aspecto ético, o sea, el factor de que el gusto sirve para incluir o excluir a los otros de nuestro grupo social. Si sacamos los objetos de su cultura y de su contexto perdemos la capacidad de juzgarlos, pues no estamos evaluando el objeto teniendo en cuenta un buen número de objetos similares en el mismo contexto que nos permita sacar un promedio, ni su función original. Pero, en la medida en que seamos educados, curiosos y racionales, tendremos más conocimientos sobre otras culturas otros contextos y, por tanto, más capacidad para juzgar; tendremos una mente más abierta y flexible para gustar de nuevos objetos extraños. Nadie se atrevería a decir que el vestuario y los adornos de la tribu de los masáis son de mal gusto, o que los vestidos propios de los indígenas en el Perú son mañés. En realidad, ambos grupos, como ocurre en todas las culturas, han evolucionado y refinado los adornos y vestuarios para llegar a combinados de texturas y colores asombrosos y extraordinarios. Son, en realidad, diseños refinadísimos en su propio contexto.
Familia peruana
Mujeres masai
Si lo pensamos bien y ampliamos nuestra cultura es probable que lleguemos a la conclusión de que no hay tal cosa como buen o mal gusto. El mal gusto parece ser una simplificación de un juicio inmediato en el cual el ente que juzgamos se sale de lo esperado, de la norma que conocemos. Así que el concepto del gusto hay que entenderlo como un mecanismo para crear diferencias de clases, para alienar, eliminar o excluir de nuestro grupo a los que nos parecen de más bajo nivel social, o lo contrario, incluir y emular a los que nos parecen de más alto nivel social. Ser incluyentes es tomar una posición civilizada. Por eso no es exagerado decir que lo verdaderamente mañé es creer que lo del otro, si es distinto de lo nuestro, es mañé.