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The Economist: Por qué Estados Unidos debería dificultar la compra de armas

En muchos estados, es más fácil adquirir un arma que un perro. Eso es absurdo

Los motivos de los asesinatos en masa varían. El adolescente de Búfalo que el 14 de mayo disparó y mató a diez personas, la mayoría de ellas de raza negra, estaba movido por la paranoia racial. El hombre de 68 años que mató a uno e hirió a cinco el 16 de mayo en una iglesia californiana odiaba a los taiwaneses. Lo que impulsó a Salvador Ramos a matar al menos a 21 personas el 24 de mayo en una escuela de Texas y sus alrededores puede que algún día se ponga de manifiesto, aunque el señor Ramos ya no está vivo para dar explicaciones.

Sin embargo, lo que estos horrores tienen en común es el arma homicida. Las armas son herramientas sencillas y fiables para matar. Un hombre con una pistola y mucha munición puede matar a más personas, más rápidamente y con mucho menos esfuerzo físico que con un cuchillo, un objeto contundente o sus propias manos. Las armas que utilizó Ramos -una pistola, un rifle de tipo militar y cargadores de gran capacidad- le permitieron seguir disparando hasta que alguien le disparó. El hecho de que la mayoría de sus víctimas fueran niños hace que el crimen sea inusualmente horrible. Pero se asemeja a otras innumerables tragedias norteamericanas en el sentido de que la fácil disponibilidad de armas lo hizo más mortal de lo que podría haber sido.

Un ladrón que lleva un arma tiene más probabilidades de matar. Las peleas domésticas tienen más probabilidades de acabar en muerte si hay un arma de fuego a mano. Los intentos de suicidio con armas suelen tener éxito. La policía de Inglaterra y Gales sólo disparó y mató a dos personas en 2021; los policías estadounidenses mataron a 1.055. La razón principal de esta gran disparidad no es que los policías ingleses sean más amables o menos racistas. Es que la policía estadounidense se enfrenta a una ciudadanía exaltada. La mayoría de las personas a las que matan están armadas; del resto se creen erróneamente que muchas lo están. La abundancia de armas es también la principal razón por la que la tasa de asesinatos en Estados Unidos es cuatro o cinco veces mayor que en un país rico típico.

Según una estimación, los estadounidenses poseen 400 millones de armas. Si se distribuyeran uniformemente, cada familia de cinco miembros tendría seis. En 2020, más de 45.000 personas murieron en Estados Unidos por heridas relacionadas con armas de fuego. Las armas matan ahora a más jóvenes que los coches.

En The Economist creemos que debería ser difícil tener un arma. Los agricultores las necesitan para el control de plagas; los cazadores y otros aficionados pueden utilizarlas como deporte. Pero cada arma debería tener una licencia y estar registrada. Cada propietario debería tener que pasar por estrictos controles de antecedentes, y el proceso debería ser lento: nadie debería poder comprar un arma en un ataque de ira. Además, no hay ninguna buena razón para permitir a los civiles poseer armas que disparen rápidamente, o cargadores que les permitan matar una habitación llena de gente antes de recargar.

En Estados Unidos es impensable un control de armas tan estricto. La Segunda Enmienda garantiza el derecho a portar armas, y la Asociación Nacional del Rifle promueve una interpretación maximalista de la misma. Los políticos que insinúan que podrían dificultar un poco más la obtención de un arma de fuego se enfrentan a un bloque bien organizado de votantes monotemáticos. En las primarias republicanas, especialmente, pocos se atreven a ofender al lobby de las armas.

De ahí la constante relajación de las normas en lugares como Texas, donde los jóvenes de 21 años pueden llevar un arma sin entrenamiento previo ni permiso (ambos necesarios para ser, por ejemplo, barbero); donde los jóvenes de 18 años pueden comprar un arma si proceden de un hogar violento (para defenderse de los familiares maltratadores); y donde los organismos estatales tienen prohibido aplicar las nuevas restricciones federales sobre las armas. Salvador Ramos obtuvo su arsenal a los pocos días de cumplir los 18 años, y disparó a su abuela antes de dirigirse a la escuela primaria local.

Esto no es lo que quiere la mayoría de los estadounidenses. Una mayoría considerable (pero cada vez más reducida) está a favor de algunas restricciones de sentido común, como negar las armas a los enfermos mentales, crear una base de datos para rastrear todas las ventas de armas y prohibir tanto las armas de asalto como los cargadores de gran capacidad. Es poco probable que el Congreso consiga estas cosas, gracias al filibusterismo del Senado. Así que las ciudades y los estados deberían intervenir, aunque las armas siempre fluirán de forma ilícita desde las jurisdicciones más laxas a las más estrictas. Los votantes deberían recompensar a los políticos que piensan que la licencia de armas debería ser al menos tan difícil de obtener como el permiso de conducir. No todas las muertes por armas son evitables, pero muchas podrían serlo.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The Economist

Why America should make it harder to buy guns

In many states, it is easier to own a gun than a dog. That is absurd

The motives for mass murder vary. The teenager in Buffalo who on May 14th shot and killed ten people, most of them black, was driven by racial paranoia. The 68-year-old who killed one and injured five on May 16th in a Californian church hated Taiwanese people. What impelled Salvador Ramos to kill at least 21 on May 24th in and around a school in Texas may someday become apparent, though Mr Ramos is no longer alive to explain himself.

What these horrors have in common, though, is the murder weapon. Guns are simple, reliable tools for killing. A man with a gun and plenty of ammunition can kill more people, more quickly and with far less physical effort than he can with a knife, a blunt object or his bare hands. The weapons Mr Ramos used—a handgun, a military-style rifle and high-capacity magazines—allowed him to keep shooting until someone shot him. That most of his victims were children makes the crime unusually horrific. But it resembles countless other American tragedies in that the easy availability of guns made it deadlier than it might have been.

A robber who carries a gun is more likely to kill. Domestic quarrels are more likely to end in death if a firearm is handy. Suicide attempts with guns usually succeed. Police in England and Wales shot and killed only two people in 2021; American cops killed 1,055. The main reason for this vast disparity is not that English cops are gentler or less racist. It is that American police face a heat-packing public. Most of those they kill are armed; many of the rest are mistakenly believed to be so. The abundance of guns is also the main reason why the murder rate in America is four or five times higher than in a typical rich country.

By one estimate, Americans own 400m guns. If they were evenly distributed, each family of five would have six. In 2020 more than 45,000 people in America died from firearm-related injuries. Guns now kill more young people than cars do.

The Economist believes it should be hard to own a gun. Farmers need them for pest control; hunters and other hobbyists may use them for sport. But each gun should be licensed and registered. Each owner should have to pass stringent background checks, and the process should be slow—no one should be able to buy a gun while in a fit of rage. Also, there is no good reason to let civilians own guns that fire rapidly, or magazines that let them kill a room full of people before reloading.

In America such strict gun control is unthinkable. The Second Amendment guarantees a right to bear arms, and the National Rifle Association promotes a maximalist interpretation of it. Politicians who hint that they might make it a little bit harder to obtain a firearm face a well-organised bloc of single-issue voters. In Republican primaries, especially, few dare offend the gun lobby.

Hence the steady loosening of rules in places like Texas, where 21-year-olds can carry a gun without training or a permit (both of which are needed to cut hair); where 18-year-olds can buy a gun if they come from a violent home (to defend themselves against abusive relatives); and where state agencies are barred from enforcing new federal gun curbs. Mr Ramos obtained his arsenal within days of his 18th birthday, and shot his grandmother before heading for the local elementary school.

This is not what most Americans want. Hefty (but dwindling) majorities favour some common-sense curbs, such as denying weapons to the mentally ill, creating a database to track all gun sales, and banning both assault-style weapons and high-capacity magazines. Congress is unlikely to deliver such things, thanks to the Senate filibuster. So cities and states should step in, though guns will always flow illicitly from lax jurisdictions to stringent ones. Voters should reward politicians who think a gun licence should be at least as hard to obtain as a driving licence. Not all gun deaths are preventable, but many could be.

 

 

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