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Esos líderes que llegaron de lejos NAPOLEÓN I, por Alberto Valero

Es indudable que si las relaciones económicas explican la marcha de nuestra civilización no es menos cierto que un conjunto de hechos fortuitos encauzaron siempre a las sacrosantas fuerzas productivas del marxismo por los senderos más caprichosos, porque, como Oscar Wilde respondió alguna vez a los eruditos, la historia es mera chismografía.

 

Seguramente habría tenido otro desenlace el drama que inauguró la toma de la Bastilla sin el vigor romántico y la capacidad soñadora del aventurero llegado de una remota isla italiana que Francia anexó apenas cuatro meses antes de su nacimiento, y sin la voluntad de hierro de un pontífice que bien conocía el monstruo por haber vivido en sus entrañas jamás se hubiera comprometido el Vaticano con la libertad de los satélites soviéticos.

Es probable que el Tercer Reich nazi jamás hubiese quedado en los anales como la aberración que fue sin el embeleso de un charlatán obsesionado por sus orígenes austríacos; que otro sería el rostro de México de haber prosperado la aventura colonial de un joven príncipe vienés aficionado a la entomología y, por supuesto, la suerte de la URSS si no hubiera caído en manos de un caudillo cruel venido de los confines asiáticos, cuyas tropas mordieron el polvo en Varsovia a manos de un tenaz estratega ansioso por mantener independiente su Lituania natal; que el perfil de la moderna Turquía sería diferente sin la inspiración laica de su fundador y que Brasil no hubiese accedido de forma tan indolora a la autonomía sin la guía de un monarca portugués refugiado en el coloso amazónico; que la impronta democrática hubiese sido menos profunda en la naciente república judía sin el aliento de una emigrada de facciones cinceladas por las pogromos sufridos en su niñez; y, finalmente, que Rusia no hubiera quemado etapas en su desarrollo carente del impulso de una sensual y ambiciosa soberana que también llegó de lejos…

En resumen, el legado de estos diez personajes parece acreditar la convicción que sin cesar martilleaba el teniente Lawrence a los árabes fatalistas, de que nada está escrito en la historia porque un manantial de sorpresas abonó siempre el rumbo para que la humanidad avanzara desde el comienzo del mundo.

Napoleón I

Tres títulos¹ se han sumado a la lista inagotable de trabajos consagrados al fascinante personaje que en la primera mitad del siglo XIX determinó el rumbo de Francia y de la humanidad entera.

“¿Era un loco o un genio? ¿Un profeta insular a quien el espectáculo de las divisiones clánicas de Córcega había insuflado ansias de unidad e incluso de fusión entre Oriente y Occidente?», se preguntaba Sylvain Tesson en uno de ellos, mientras Gérard Grunberg hacía suyo el “juicio severo” de Chateaubriand sobre las fallas de Napoleón como hombre político, “evidentes», según él «en dominios esenciales como las instituciones políticas y la política exterior”, por no haber sido “ni el fundador de un régimen político ni el artesano de la ampliación y el enriquecimiento del país”.

Limitaciones que pudieran atribuirse en gran medida a las raíces extranjeras que condicionaron, para lo bueno y lo negativo, la trayectoria histórica del gran corso. Y es que, según Grundberg, en 1812 era discutible el balance de los doce años de su hegemonía, porque Francia se hallaba al borde de la ruina, sin hablar de que había perdido la guerra, con cuyas hazañas erigió Napoleón su mito universal.

Es cierto, dice, que ganó numerosas batallas de forma espectacular pero, también, que todas sus guerras —contra Inglaterra, España, Rusia, Austria o Prusia— se saldaron en derrotas, reduciendo las dimensiones físicas del país en donde inició su carrera; y, en lo político, citando a Madame de Stael, no pudo fundar una sola institución estable ni un poder sólido en sí mismo a pesar del dominio absoluto y sin oposición sobre 80 millones de personas.

Y esto, quizás, porque su alma italiana —fértil para la acción audaz, las ensoñaciones más delirantes y la energía más prometeica— funcionaba como un corsé mental de inmediatez y avasallante vanidad, impidiéndole avizorar lo que, lógicamente, habría de suceder después del crepúsculo de su acción; ¿no había escrito, él mismo, en un discurso de juventud sobre la felicidad, que “los hombres geniales son meteoros destinados a quemarse para iluminar su época”?

Napoleón, fruto genuino de una isla dura e inhóspita por su misma geografía, que Francia arrebató a la República de Génova sólo meses antes de su nacimiento en 1769, tenía que concebir su destino como una lucha sin cuartel para afianzarse en el mando; y para ello era indispensable fundar un imperio y darle un heredero a fin de conservar su poder absoluto y asegurarse una imagen futura de esplendor, entre otras cosas, como señala Tesson, con una tenaz labor propagandística, inédita en su tiempo.

“Su visión se había encarnado. Francia, el Imperio mismo habían devenido objetos de un deseo, de un fantasma. Él había tenido éxito en aturdir a los hombres, a entusiasmarles y después asociarles a su proyecto, desde el más modesto de los reclutas hasta el aristócrata de mayor abolengo”, escribe, y por eso no es gratuita la atención que siempre dedicó a los medios informativos, ocupándose él mismo, a pesar de sus numerosas obligaciones, de los boletines oficiales que debían encuadrar la opinión nacional.

No es de extrañar, entonces, que en el propio año 1810, una biografía aparecida en Londres con fines propagandísticos, bajo la firma de un tal Lewis Goldsmith, basara en ese origen foráneo la leyenda oscura que serviría a los enemigos del Emperador y a la historiografía posterior para disculpar a Francia de los excesos cometidos en aquellos años convulsos.

“Sólo un extranjero podía llevar al límite extremo la locura sanguinaria de la Revolución», apunta Sylvain Pagé, «y hacer lo que ningún francés habría osado hacer a los otros franceses”, un mercenario sin escrúpulos dispuesto a realizar todas las misiones ingratas para mantenerse en el poder, el producto más pernicioso y peligroso de la Revolución; un “extranjero fatal” llegado a Francia para imponerle “una tiranía tanto más cruel porque se situaba en la tradición de las grandes plagas venidas de afuera”.

Y, para remate, a juzgar por su atuendo poco elegante, “un insolente muerto de hambre, salido del fango popular, especie de lacayo ridículo con ínfulas de personaje importante” que según Chateaubriand —su más implacable enemigo— era extraño a su época y a la humanidad entera, que utilizó “el cuerpo ensangrentado de un francés como escalón al trono de Francia” para imponer a su familia bastarda, ahogando la fuente de la pureza de la patria.

 

¹ Sylvain Tesson: Berezina, Folio, Gallimard 2015, Sylvain Pagé: Le Mythe nápoleonien. De Las Cases a Victor Hugo, CNRS Editions, Paris 2013 y Gérard Grunberg: Napoleon Bonaparte, Le noir genie, CNRS Editions, Paris 2015

 

 

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