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La caja siniestra de Rosemary

Fotograma de «El bebé de Rosemary» (1968), de Roman Polanski

 

«Los finales felices me hacen vomitar»

(Roman Polanski)

 

Hay temas en los que sería mejor no indagar. No meterse en aguas oscuras y profundas por muy buen nadador que uno se crea. Pero también es cierto que estos asuntos están provistos de un halo magnético, se hallan impregnados de esa fuerza tentadora que llevó a Pandora a asomarse en la dichosa vasija donde reposaban todos los males del mundo junto con la esperanza (y sobre la que le advirtieron que nunca abriera). Entonces uno se va metiendo y sigue adelante, sin poder evitarlo, y de pronto descubre que –como decía Cerati– no es que estemos demasiado lejos, sino que ya no sabemos volver.

Digamos que este siniestro portal lo abrió un joven escritor llamado Ira Levin a mediados de los años sesenta. Atravesaba entonces un asfixiante bloqueo creativo, a la vuelta de unas semanas sería padre por primera vez y algo tenía que hacer para llevar el sustento a casa. Entonces, de pronto, quedó obsesionado por una imagen cotidiana: la de su esposa con ocho meses de embarazo; ahí ocurrió el chispazo que lo llevaría a abrir su particular caja de Pandora: ¿y si imaginamos a una mujer encinta que sin saberlo será la madre del Anticristo? Sobre esa premisa Ira Levin escribió la novela que más tarde sería adaptada al cine por Roman Polanski: El bebé de Rosemary (también conocida en algunos países hispanoparlantes como La semilla del diablo, 1968). Durante la escritura Levin no permitió que su mujer leyera el manuscrito, incluso se cuidaba de mantenerla alejada de aquellas páginas mecanografiadas a las que apostaba todo su futuro al tiempo de que les tenía auténtico miedo. Varias veces estuvo a punto de arrepentirse, condenarlo todo al fuego para que no llegara a ver la luz; en más de una ocasión imaginó no entregar jamás el manuscrito a su editor. Y es que –aunque se declaraba a sí mismo como un ateo de origen judío– Levin siempre temió estar cometiendo un acto de blasfemia. Con esa obra no solo invocaba la muerte de Dios (tema muy en boga en aquellos días), sino que incluso daba un temerario paso al frente abriendo puertas para el nacimiento del diablo. Esto podría generarle represalias de la crítica, de los lectores, de la iglesia… o tal vez un efecto latigazo aun peor.

Sin embargo, el libro se publicó en 1967 y en pocos meses resultó un auténtico éxito. No solo se convirtió en bestseller, sino que además se ganó el título de «la novela de culto más importante de la década», considerada una obra maestra que refundaba el género de terror. En una reseña el gran Truman Capote incluso mencionó que Henry James tenía un heredero en Ira Levin.

Paramount Pictures adquirió los derechos para llevar El bebé de Rosemary a la gran pantalla. Se barajaron varios nombres para dirigirla, hasta que se decantaron por un interesante cineasta polaco con un ego casi tan grande como su talento y enorme capacidad para decir barbaridades, el cineasta que había filmado la muy peculiar Repulsión (1965): un tal Roman Polanski. Para protagonizarla se consideraron nombres como el de Robert Redford (quien fue descartado pues tenía un pleito con Paramount por incumplimiento de contrato), una hermosa joven en plena efervescencia llamada Sharon Tate (que mantenía una relación sentimental con Polanski), pero finalmente se inclinaron por la hermosa Mia Farrow (esposa en aquellos días de Frank «La Voz» Sinatra). Sí, definitivamente Mia Farrow sería una estupenda Rosemary, solamente había que buscarle padre a su bebé y aunque Polanski nunca estuvo muy convencido optaron por un joven cineasta independiente con dotes para la actuación: John Cassavetes.

Al principio, el rodaje parecía algo accidentado y pintoresco. Polanski estaba muy contento cuando había cambures para el desayuno, pero cuando por mala suerte no había de esta fruta en el set el tipo montaba en cólera y el mal humor le duraba horas, a veces jornadas completas. Ni siquiera se le pasaba si al día siguiente había una cesta rebosante de bananos; el daño ya estaba hecho. Tenía, además, una obsesión perfeccionista que costaba horrores comprender: no decía nunca “corten” sino “otra vez”. Cada plano era repetido de diez a quince veces por razones tan descabelladas como que los actores levantaban la copa un centímetro más arriba o más abajo de lo que él esperaba. Mia Farrow, tan joven y sabiendo que se trataba de un papel crucial para su carrera, aceptaba los reclamos y las repeticiones sin chistar, en cambio John Cassavetes –siendo también director– se plantaba firme ante Polanski para entender qué fallaba en su actuación que ameritaba tantas tomas. En una oportunidad Polanski le respondió que él realmente era un director de cine, mientras que las películas de Cassavetes las podía haber hecho cualquier mediocre con una cámara en la mano.

Un día se apareció enfurecido el gran Frank Sinatra en el set para pedir explicaciones sobre por qué la película se tardaba tanto, lo que impedía a su joven esposa estar en casa. Polanski básicamente lo mandó al quinto infierno sin importarle quién era “La Voz”, de manera que Sinatra se fue muy disgustado y cuando Mia Farrow llegó al hogar le exigió (incluso físicamente) que abandonara la película. La actriz, por supuesto, se negó. La siguiente vez quienes irrumpirían en pleno rodaje serían los abogados de Sinatra: traían los papeles del divorcio que Mia Farrow firmaría ante los ojos del equipo de producción. La joven actriz lloró a mares y se deprimió, pero a Polanski aquello le pareció maravilloso pues así lograba sacarle al personaje de Rosemary expresiones y sentimientos que en mucho convenían al espíritu de su filme.

Polanski llevó a Farrow realmente al extremo. En una oportunidad le hizo cruzar a ciegas una transitada avenida de Nueva York sin haber detenido previamente el tráfico. Los autos pasaban rozándola, frenándole a pocos centímetros, con los conductores gritándole improperios a la muchacha. Mia no tuvo que actuar pues se hallaba en auténtico estado de pánico. Al finalizar la escena Polanski tranquilizó a la actriz: »No te preocupes, ¿quién va a atropellar a una mujer embarazada?». En otra ocasión, aunque la actriz era vegetariana, la hizo comer carne cruda (hígado, sostienen algunos) las doce veces que repitió el plano.

Tras el aguacero de quejas dentro y fuera del set Paramount quiso despedir a Polanski, estaban ya sin presupuesto, fuera de calendario (y no iban ni por la mitad del rodaje), el perfeccionismo y la petulancia del joven director polaco los estaba sacando de quicio… Pero entonces vieron algunas secuencias filmadas por Polanski y, cómo negarlo, el tipo era indudablemente bueno. Mejor respirar hondo y tragar grueso, sacar el dinero de donde fuera necesario; esa película debía terminarse y solo podía acabarla Polanski.

En 1968 por fin se estrenaría la película. No solo le fue bien en taquilla, sino que igualaba y hasta superaba los elogiosos comentarios críticos que había recibido la novela que la inspiró. Todavía estaba exhibiéndose en algunos cines cuando en agosto de 1969 ocurrió lo de Sharon Tate. La sonada tragedia de Sharon Tate, pareja de Roman Polanski. Se hallaba embarazada, de ocho meses y medio, cuando fue asesinada en su casa, junto con el hijo que llevaba en su vientre, a manos de los miembros de «La Familia», secta liderada por Charles Manson.

 

Cartel de «El bebé de Rosemary» (1968), de Roman Polanski

 

Durante el rodaje de El bebé de Rosemary Tate había hecho algunas escenas como extra. Se le puede ver, fantasmal y fugaz, al fondo de la toma en la secuencia de una fiesta juvenil. Una amiga de Sharon, que también participó como extra en esa escena, comentó años más tarde que Tate comenzó a obsesionarse con el ocultismo durante aquellos días de filmación y en un punto le comentó: «El diablo es hermoso. La mayoría de la gente piensa que es horrible, pero no lo es».

Sin embargo, no fueron Sharon Tate y su bebé las primeras víctimas de la maldición de La semilla del diablo. Apenas unos meses después de estrenada la película, exactamente en agosto de 1968, Krzysztof Komeda, compositor polaco responsable de la banda sonora de Rosemary’s Baby, sufrió un extraño accidente. Estaba en una fiesta cuando de pronto resbaló por un escarpado barranco y se golpeó la cabeza de mala manera. Pasaría cuatro meses en coma, pero nunca se recuperaría. Morirá en en 1969, en su natal Polonia, tenía apenas 37 años. Un detalle nada menor: en la novela de Ira Levin un joven amigo de Rosemary, quien sospecha de la maldición que las brujas están conjurando sobre la mujer y su bebé, es sorprendido por la muerte exactamente de la misma manera como terminó la vida de Komeda.

Por cierto, la esposa de Ira Levin lo abandonaría también en 1969, llevándose al niño que había inspirado El bebé de Rosemary.

Pero regresando al abominable asesinato de Sharon Tate y su bebé, los miembros de «La Familia» de Charles Manson escribieron sobre las paredes –con la sangre de las víctimas– los términos “Pigs” (cerdos) y «Helter Skelter», título de una canción de los Beatles que supuestamente describía en clave el crimen que sufrirían Tate y la criatura en su vientre. Resulta que Mia Farrow había estado asistiendo a las grabaciones de ese mítico disco de los Beatles: The White Album, donde se incluye el mencionado tema.

Once años más tarde sería asesinado John Lennon, líder de los Beatles, en las inmediaciones del edificio Dakota (ubicado en la calle 72, Central Park Oeste, Nueva York). Y es precisamente en ese edificio Dakota donde se desarrolla la película El bebé de Rosemary, pues allí se muda la joven pareja conformada por Mia Farrow y John Cassavetes, y es supuestamente en uno de sus apartamentos donde –por nefasta intercesión de los siniestros vecinos– nace el demoníaco hijo de Rosemary. En la entrada del edificio Dakota, donde residía John Lennon con su esposa Yoko Ono, el triste 8 de diciembre de 1980 un joven llamado Mark David Chapman le dispararía cinco veces a Lennon. La primera bala pasaría cerca de la cabeza, las otras cuatro lo impactaron por la espalda. Una de ellas le perforó la aorta; Lennon llegó sin vida al hospital.

El escritor Ira Levin se fue borrando del mapa, se volvió una persona nerviosa y elusiva. Ciertamente publicó en 1997 una especie de continuación a la obra maldita que lo catapultó a la fama, en esta ocasión la tituló El hijo de Rosemary. Pero de eso nadie se acuerda, ni siquiera él mismo. Con el paso de los años y debido a algunas tragedias aglomerándose sobre su espalda y su alma, Levin fue asumiendo, en las pocas apariciones públicas que ofrecía, que tenía sentimientos encontrados con respecto a su libro El bebé de Rosemary. Que se sentía mal, incluso en el aspecto religioso. Era un pecado. Una blasfemia. Se había metido con quien no debía. Que le pesaba enormemente, además, que esa obra hubiera acabado abriendo las puertas a un sinfín de rituales ocultistas, satánicos y relacionados con la brujería: «Soy como un referente para toda esa gente que escucha las letras de los discos puestos a sonar al revés y cosas así… realmente siento un cierto grado de culpa al haber alimentado esas manifestaciones de la irracionalidad».

Fíjense que en esta larga cadena de nefastos eslabones ni siquiera se ha hecho mención al destino que le esperaría a Polanski a la vuelta de los años al ser acusado de abuso a menores (en al menos cuatro casos), asunto que lo ha mantenido fuera de Estados Unidos durante décadas, pues de llegar a pisar suelo estadounidense sería inmediatamente apresado. Tampoco se ha mencionado la escandalosa ruptura precipitada cuando Mia Farrow descubrió que su pareja, Woody Allen, tenía una relación oculta con la hija adoptiva de Farrow: Soon-Yi Previn.

Más allá de las condenas religiosas por parte de la iglesia católica y el auge de su indeseado mito como el principal detonante de una tragedia que no para de masticar gente y someterla a los destinos más cruentos, algo siniestro se instaló dentro de Levin haciéndolo un hombre cada vez más paranoico. En una entrevista confesó: «Jamás conocí el miedo de niño ni de joven, ahora que me he hecho mayor estoy aterrorizado».

Esta no ha sido una historia feliz, su final no tendría porqué serlo. Quién sabe si es una infelicidad que deje satisfecho a Polanski.

 

 

 

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