Gente y SociedadPsicología

Isabel Coixet: El miedo inútil

A veces me preguntan si no tengo miedo antes de un rodaje, y siempre respondo que no solo tengo miedo antes de un rodaje, sino que tengo miedo antes de ir al dentista, antes de ciertas reuniones, antes de ciertas llamadas; a veces tengo hasta miedo en determinados actos sociales. ¿Qué hago, pues, para combatirlo? Hago como si no lo tuviera. Me tiendo trampas a mí misma. Compongo una narración en mi cabeza en la que me proyecto no teniendo miedo y, aunque el miedo subsista, el truco funciona porque soy capaz de actuar como si no lo tuviera. Al menos, un rato.

Miedo es la falta de confianza: en uno mismo, en los demás, en el destino, en el universo. Miedo es estar convencido de que el avión va a caer a la primera turbulencia. Que el camión cargado de gas metano va a volcar delante de nosotros cuando el asfalto está ardiendo. Que cuando nos llaman al despacho del director es para darnos la patada y no para felicitarnos. Que la ambigua cara del doctor no es por problemas en el turno de noche sino porque la biopsia trae malas noticias. Que el «tenemos que hablar» de tu pareja precede a una ruptura sin vuelta atrás. Todas esas cosas son posibles: el avión que cae, el camión que vuelca, la biopsia positiva, el despido, la ruptura. Y, sin embargo, es completamente desproporcionado el número de horas que le dedicamos a sufrir ese miedo anticipatorio con lo que realmente nos sucede en la vida. Mirando atrás me doy cuenta de la cantidad de tiempo que le he dedicado a tener miedo injustificado. Si pudiera volver atrás, borraría toda esa angustia inútil (además de todas las horas que he dedicado a otras actividades idiotas como comprar por Internet, de lo que, afortunadamente, ya me he quitado).

 

Vi el dolor de la otra madre cuando le contara lo que había pasado, los cuerpos inertes de las niñas, esa devastación para la que no hay palabras; lo vi todo

 

Es curioso y trágico cómo los recuerdos del miedo se quedan grabados de forma indeleble. Cuando mi hija tenía tres años, caminaba con ella y una amiguita suya de la misma edad por una transitada calle de mi ciudad; ellas jugaban a soltarse de mi mano y a volver cuando yo las llamaba. A pocos metros de una calle por la que no dejaban de pasar autobuses, se soltaron y vi con una precisión terrorífica que si no gritaba muy muy alto, el autobús las atropellaría (vi el dolor de la otra madre cuando le contara lo que había pasado, los cuerpos inertes de las niñas, esa devastación para la que no hay palabras; lo vi todo). De mi boca salió tal alarido que no solo las niñas se quedaron paradas; mientras ante ellas el autobús pasaba a toda velocidad moviéndoles el pelo, toda la calle se paró mirándome como si estuviera loca. Lo siguiente que recuerdo es abrazarlas, llorando a lágrima viva las tres. Las niñas porque se habían asustado, yo porque todas las imágenes de mi cabeza no se habían hecho realidad, aunque hasta hoy recuerdo con precisión los detalles de esas imágenes como si hubieran ocurrido.

El miedo es un sentimiento extraño porque, aunque es poderoso y constante, se le puede engañar y hasta domesticar como a uno de esos gatos salvajes que pueden comportarse dócilmente durante años y un día, de repente, la presencia de un chihuahua o la aparición de una pecera con peces rojos les hace salir la bestia que llevan dentro. Y ese es el día que hay que temer de verdad, el día en que los trucos ya no funcionen. Ese día tendré que recurrir a otro truco. Se admiten sugerencias.

 

 

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