Yoani Sánchez: Del Maleconazo al 11J, la mutación de los genes cívicos cubanos
La criatura que está gestándose con ambas experiencias será más sofisticada y poderosa. Esperemos que también sea la definitiva
El alzamiento popular conocido como El Maleconazo comenzó en la Avenida del Puerto y mucha gente se fue sumando a lo largo del malecón habanero. (Karel Poort)
Descamisados y con las costillas marcadas, así se veían los manifestantes que el 5 de agosto de 1994 tomaron el litoral habanero durante el Maleconazo. Las pocas fotos que se han difundido de aquella jornada muestran rostros de pómulos marcados y mirada desesperada. Desde aquel estallido hasta llegar al 11 de julio del año pasado, los cubanos aprendieron varias lecciones cívicas y asumieron nuevos métodos de protesta, pero el régimen también se ha superado en la represión.
Si aquellos de hace 28 años se lanzaron a la principal avenida de La Habana ansiosos por abordar cualquier embarcación que los sacara de la Isla, los del verano de 2021 no buscaban escapar, sino plantar cara a un sistema que los ha condenado a la miseria material y a la falta de libertades. La escasa cohesión en aquel estallido, en medio del Período Especial, poco tiene que ver con los grupos compactos, marcando el paso con lemas libertarios y que se dirigieron hacia puntos claves de las ciudades que se vieron el 11J.
En la primera acción el muro del Malecón funcionó como una ratonera entre los manifestantes y las tropas de choque, vestidas de civil, que el castrismo lanzó contra aquella gente harapienta y hambrienta
En la primera acción el muro del Malecón funcionó como una ratonera entre los manifestantes y las tropas de choque, vestidas de civil, que el castrismo lanzó contra aquella gente harapienta y hambrienta; pero hace un año el «organismo» de la protesta popular ya estaba lo bastante evolucionado como para extenderse por plazas céntricas, delante de las instituciones del poder y transitar por calles donde se iban sumando nuevas voces.
En el Maleconazo, el oficialismo trató de evitar a toda costa las imágenes de uniformados reprimiendo, de ahí la taimada idea de usar constructores y policías de civil para detener a los manifestantes, rajarles la cabeza con una cabilla o atemorizarlos a pedradas. Sin embargo, la magnitud del 11J fue respondida con tropas especiales a las que se les vio desplegar innumerables dispositivos antidisturbios que el régimen había ido comprando por años.
La extensión de ambos hechos también los diferencia en grado sumo. En casi tres décadas que separan una manifestación y otra, la indignación se desbordó desde una zona en la capital cubana a más de cuarenta puntos de la Isla. Ya no era un suceso local, sino una sacudida nacional. Los genes cívicos habían mutado lo suficiente para saber que la masividad y la simultaneidad eran vitales. Las nuevas tecnologías contribuyeron considerablemente a la capacidad de convocatoria de la protesta y a su documentación en vivo. Los habaneros del Maleconazo ni siquiera supieron el calado de su acción hasta años más tarde, con la difusión de imágenes y testimonios.
Pero el saldo represivo creció. El 11J ha dejado al menos un fallecido, más de mil detenidos violentamente y centenares de condenados a penas que, en algunos casos, alcanzan las tres décadas en prisión. El ADN de la dictadura también se transformó. En este tiempo se estuvo organizando de forma calculada y fría para aplastar a su propio pueblo si se le ocurría tomar las calles. Invirtió millones en artilugios del terror, perfeccionó su policía política, compró sofisticados artefactos para monitorear las comunicaciones y capacitó aún más a sus jueces y fiscales para completar el trabajo de amordazar la voz popular.
En casi tres décadas que separan una manifestación y otra, la indignación se desbordó desde una zona en la capital cubana a más de cuarenta puntos de la Isla. Ya no era un suceso local, sino una sacudida nacional
El 5 de agosto de 1994, cuando ya se había disuelto la protesta y el Malecón era una «zona segura» para la pasarela política, solo entonces, llegó un Fidel Castro enfundado en su uniforme verde olivo, para escuchar los vítores de los contramanifestantes que él mismo había enviado al lugar. Miguel Díaz-Canel protagonizó una escena aún más ridícula cuando le lanzaron una botella desde una azotea en San Antonio de los Baños aquel domingo de hace un año en que intentó remedar la anterior marcha de Castro y sus secuaces. Con miedo a un rechazo mayor, el ingeniero corrió a esconderse en el Palacio de Gobierno, desde donde pronunció la que será por siempre su peor y más famosa frase: «La orden de combate está dada».
Pero más allá de las diferencias y los cambios notables entre unos manifestantes y otros, hay líneas en común que unen al 11J y su padre, el Maleconazo. El hartazgo de la gente, la incapacidad del modelo político económico para proveer una vida digna, la superación del miedo personal en aras de un bien común y las ansias de un cambio democrático en la Isla son los cromosomas identitarios de ambos momentos. La criatura que está gestándose con ambas experiencias será más sofisticada y poderosa. Esperemos que también sea la definitiva.