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Carmen Posadas: Espejo deformante

Si creen que lo han oído todo en lo que a disparates se refiere, déjenme que los sorprenda. Según leo en la prensa, los servicios de seguridad de diversos países prestan especial atención en estos días a un fenómeno que se conoce como el ‘movimiento Incel’. Se trata de un colectivo de hombres heterosexuales (y por lo general de raza blanca, aunque de todo hay en la viña de la sinrazón) que se quejan de ser «involuntariamente célibes». O, dicho en román paladino, piensan que su derecho a aparearse está siendo preterido por culpa de las mujeres. Sus integrantes se definen como «personas que no están o no han estado en relaciones sexuales una cantidad significativa de tiempo a pesar de sus numerosos intentos».

 

«La pornografía que se ve en Internet perpetúa la idea de una mujer sumisa cuya obligación es someterse a todos los deseos del hombre»

 

El protomártir y santo laico de estos ‘caballeros’, como ellos mismos gustan denominarse, se llama Elliot Rodger y en 2014 segó la vida de seis personas en el campus universitario de Isla Vista, California. Acto seguido se suicidó, pero no sin dejar antes un vídeo que, con el tiempo, se ha convertido en el manifiesto de los Incel. En él, Elliot Rodger explicaba que a sus veintidós años era virgen y que nunca había besado siquiera a una chica. «He tenido que pudrirme en soledad y eso no es justo. No sé por qué vosotras, chicas, nunca os habéis sentido atraídas por mí, pero os voy a castigar por ello. Es una injusticia, un crimen, no sé qué es lo que no veis en mí. Soy el hombre perfecto, pero aun así os echáis en brazos de tíos repugnantes y no en los míos. Moriréis por ello. Firmado: Yo, el Supremo Caballero». Este adalid de la causa juraba en el mismo documento que acabaría con todos los Chads y Stacys (nombres genéricos de chicos y chicas guapos y populares) que encontrase a su paso, y así lo hizo. Desde entonces, lo menos tres atentados con multitud de víctimas han sido perpetrados por otros tantos ‘supremos caballeros’ deseosos de vengarse de las malvadas que les negaban su derecho al sexo. Como cabía esperar, las feministas no han tardado en argumentar que el movimiento Incel es una consecuencia más del perverso heteropatriarcado que cosifica a las mujeres y las convierte en meros objetos de placer. No digo yo que no haya algo de eso, potenciado además por el efecto imitación que propician las redes sociales, al que habría que sumar el hecho de que la pornografía que se ve en Internet perpetúa la idea de una mujer sumisa cuya obligación es someterse a todos los deseos del hombre, como hacen las actrices de este tipo de películas. Pero las razones de por qué se produce un fenómeno social suelen ser varias y, sin quitarle importancia a las antes reseñadas, me gustaría detenerme en otra que también han señalado los estudiosos del caso. Una que, comparada con las demás, puede parecer inofensiva pero que creo vale la pena analizar. Hablo de un fenómeno que no solo atañe a locos y pirados como los Incel, sino a la mayoría de los jóvenes de las sociedades avanzadas, y es este: la falta de habilidad de las nuevas generaciones para gestionar la frustración y el rechazo. Los padres actuales –en su ánimo por proteger a sus hijos de todo lo feo y malo de este mundo cruel– tienden a convertir su infancia y adolescencia en una meliflua Disneylandia en la que basta con desear cualquier capricho (por caro y extravagante que sea) para que, abracadabra, se materialice. Y eso está muy bien y cría niños muy felices, pero crecer en Disneylandia tiene un precio: no estar preparados para lo que van a encontrar al convertirse en adultos. Nadie los advierte de que la vida real va de otra cosa, va de trampas, de golpes bajos, y que, lejos de que baste con desear algo para obtenerlo, la vida es azarosa, imprevisible y, sobre todo, injusta. Supongo que los padres lo saben, saben que educar no es ser Papá Noel los trescientos sesenta y cinco días del año, sino dotar a sus hijos de herramientas que los ayuden a bandeárselas en una sociedad hostil. Pero aun así prefieren no hacerlo y lanzan al mundo adolescentes que no saben qué es el rechazo y la frustración y cómo gestionarlos. Por supuesto no quiero ni por un momento comparar a un niño normal con los locos asesinos del Incel. Pero creo que de las conductas extremas y sociópatas se puede aprender mucho y sacar conclusiones. Porque, al fin y al cabo y como decía Lewis Carroll, los locos son nuestro espejo deformante y, de vez en cuando, conviene que los cuerdos nos miremos en él.

 

 

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