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La orden de exterminio está dada

Pocas situaciones hay en Cuba más brutales que una cola para comprar pan, sea normado o liberado en la cadena de panaderías estatales

LA HABANA, Cuba.- El pasado 16 de agosto mi madre hizo una cola de nueve horas ─¡nueve! ─ para comprar pan de ajo, que no es de ajo pero se vende como tal en las panaderías estatales. Marcó a las 7:40 de la mañana en la cola de la panadería de Egido, remodelada e inaugurada después del estallido social del 11 de julio de 2021 para demostrar que el régimen de Díaz-Canel sí se ocupa por los barrios marginales, donde bodegas y agromercados reciben reparaciones capitales, mientras los solares donde vive la gente se caen a pedazos.

Nueve horas de cola hizo mi madre, intercalando breves viajes a la casa, que por fortuna le queda a cuatro cuadras, para tomar agua, comer algo o ir al baño. Su carné de identidad quedaba en manos del organizador de la fila, conformada en su mayoría por coleros que se dedican a comprar el pan de ajo a 4.80 pesos la unidad, para revenderlo a 20 pesos; y jubilados que no pueden pagar el pan que venden los particulares, cada día más caro y peor elaborado.

 

Se multiplican las colas, el hambre y los abusos contra el sector más vulnerable. Ver tantos viejitos tirados en los contenes, yendo y viniendo para espantar el dolor en las piernas, maldiciendo cada vez que se acerca el dueño de la cola con el bulto de carnés en la mano y no menciona sus nombres, es uno de los cuadros más terribles de la Cuba actual. Esos ancianos contemplan desde la esquina, donde comienza la cola, el trapicheo ilegal en la puerta misma de la panadería, por donde entran y salen personas selectas con sacos llenos de ese pan de ajo que se acaba en apenas 15 minutos, lo justo para despacharle a cinco o diez consumidores, y comunicarle al resto que el próximo lote no saldrá hasta dentro de dos horas.

Nadie ofrece una explicación de por qué el tipo de pan que más demanda tiene demora tanto en salir a la venta. Nadie le reclama al organizador de colas por el cargamento que se llevan “los mismos de siempre”, ni el proceder de ciertos individuos de muy mala catadura, que marcan varias veces en la fila y constantemente se aprovechan de la debilidad y el despiste de las personas mayores.

 

 

Parte de la cola para comprar pan en Egido. Foto de la autora

 

 

Pocas situaciones hay en Cuba más brutales que una cola para comprar pan, sea normado o liberado en la cadena de panaderías estatales, adonde llega cada vez menos harina, aceite, sal y levadura, recursos administrados por un grupo de empleados que necesita seguir robando para sacar el extra que a duras penas les permite sortear la inflación.

La falta de pan es, por sí sola, muestra suficiente de que los cubanos estamos al borde de la inanición. No alcanza el arroz, no hay pastas ni siquiera en las tiendas en moneda libremente convertible (MLC), y una bolsa con ocho panes diminutos ya cuesta 90 pesos. No hay salario ni pensión que aguante ese gasto; por ello las personas de bajos ingresos se ven obligadas a comprar el pan normado -incomible casi siempre-, o dejar sus escuálidas fuerzas en una fila de horas, sufriendo hambre, sed, fatiga y golpes de calor; a merced de la jerarquía proletaria autorizada por el PCC, malhechores con patente que gestionan la carestía en beneficio propio.

Es tal la corrupción en las panaderías, que a diario ocurren altercados. Los coleros encaran a los “organizadores”, cuyos manejos conocen bien, y los obligan a transar, porque se saben expuestos. Todo el mundo está en lo mismo; por tanto, no hay autoridad, respeto ni moral para exigir nada. En medio de esa pugna quedan aquellos ─ancianos o discapacitados principalmente─, que no pueden ni quieren hacerle el juego a tanta vulgaridad y violencia. Mientras la mafia de las colas compra diez veces en nueve horas, ellos compran una sola vez, y tratan de que ese pan bendito les dure varios días, antes de volver al ruedo del maltrato por un bien que nunca había escaseado tanto como ahora.

 

 

Cola para el pan normado.Foto de la autora

 

Así andan las cosas en un país que habla de soberanía y seguridad alimentarias; donde se crean centenares de pequeñas y medianas empresas, pero ninguna tiene el poder de resolveel problema del desayuno. No puede haber una panadería en cada esquina, o cada dos cuadras, porque el régimen no se quita del medio; no permite a los panaderos importar directamente los insumos, la harina y cuantos ingredientes necesiten para producir panes y dulces de todo tipo.

Los particulares no pueden ser la solución porque a la dictadura no le conviene. Los precios seguirán subiendo a la par del dólar, y los carretilleros venderán pan al precio que se les ocurra, porque saben que es un bien escaso y que cuando el hambre aprieta, el que puede pagar, lo paga.

Un país sin pan está muy por debajo del umbral de la pobreza. Una casa sin pan es un erial, no importa que haya un paquete de pollo en el congelador, o cualquier otra delicia de ocasión. No tener pan es el colmo del fracaso; y no tener pan ni sal ─que tampoco hay─ nos coloca por debajo de cualquier civilización, porque ambos representan la hospitalidad. Hasta los beduinos en el desierto tienen pan y sal para ofrecerle a un viajero en señal de paz y amparo. Nosotros, los cubanos, ni eso.

Estamos peor que nuestros antepasados, que rayaban su yuca y calentaban el burén para hacer su casabe. Y todavía algunos se atreven a decir que somos ricos, o que el país avanza. Alguien por allá arriba ha firmado nuestra sentencia de muerte, y nosotros seguimos sin darnos por enterados.

 

 

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