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El rey de Redonda deja este mundo, larga vida a Javier Marías

Virtuoso en su escritura, polémico en sus opiniones y desdeñoso con el poder, dejó siempre a su paso la elegancia de los que sobradamente pueden llevar la contraria

                                                 Un retrato de Javier Marías. IGNACIO GIL

 

Javier Marías escribía a máquina. Acababa una página, la leía, la corregía a mano y volvía a teclearla. Cada vez que alguien le hacía notar la lentitud de su método, y más en un mundo de ordenadores, él contestaba: «No escribo para ganar tiempo. Escribo para notarlo». Tampoco hacía segundas versiones de sus novelas. «Me rijo por el principio de la vida. Nos atenemos a lo que pasó o a lo que nos hicieron», dijo durante una cena en la que los truenos de una tormenta le concedían la razón.

Javier Marías ya no está, ha dejado este mundo. Llevaba ya mucho tiempo marchándose, como si le resultara inhóspito y hubiese preferido antes crear el suyo propio. El rey de Redonda ha muerto, sin sucesor alguno a su altura. Para quienes escribieron una y otra vez la pieza del Nobel de Literatura que jamás se le concedió, teclear ahora su obituario invita aporrear las puertas de la vida. Antes de partir, además de su sólida obra, Javier Marías dejó a los lectores ‘Berta Isla’ y ‘Tomás Nevinson’, dos novelas rotundas y definitivas que lo consagran como lo que es: un clásico de nuestro tiempo.

El reino Marías

Nunca esperó nada de nadie. Su talento le bastaba para rechazar el Premio Cervantes o el Nobel. Virtuoso en su escritura, polémico en sus opiniones y desdeñoso con el poder, dejó siempre a su paso la elegancia de los que sobradamente pueden llevar la contraria. Solo aceptó un Premio Nacional: el de Traducción en 1979, por su versión del ‘Tristram Shandy’. A partir de ahí los rechazó todos. No le gustaban los salones oficiales, no aceptaba ninguna invitación de los Institutos Cervantes, ni siquiera de las universidades públicas o la mismísima Radio Televisión Española. Acaso la impronta de su padre, Julián Marías, a quien le faltó el reconocimiento público, trazó el camino de sus decisiones.

Marías fue un hombre sin borradores, alguien que entendió la ficción no como una corrección de la vida, sino como una metáfora rotunda de su esencia. Tras publicar sus primeras cuatro novelas, entre 1983 y 1985, impartió clases de Literatura Española y Teoría de la Traducción en la Universidad de Oxford, una experiencia que tiene su reflejo en muchas de sus obras, una de ellas ‘Todas las almas’, publicada en 1988. «No podría decir que cambió mi forma de escribir, pero sí que es un mundo del que he sacado mucho provecho».

En una cena, hace ya unos cinco o seis años, comentó que uno de los profesores con el que mantenía amistad en Oxford tanteó la posibilidad de que algunas de sus notas pasaran a formar parte de la Bodleian Library, la principal biblioteca de investigación de esa universidad. «Que mis archivos estuvieran en la Bodleian, que no creo tampoco que tengan demasiado interés, me ha parecido bien, porque he sacado mucho de ahí», dijo con una modestia demasiado repujada para ser del todo verosímil. «La verdad es que España conmigo no se ha portado del todo bien», dijo, rotundo.

Quedarse en casa, jugando

Casi siempre vestía americanas azules. En la solapa llevaba un broche con el retrato de Shakespeare. Lo había comprado en Inglaterra en una subasta. Había pertenecido a Robert Donat, protagonista de algunas películas de Hitchcock y ganador de un Oscar por una versión antigua de ‘Adiós, Mr. Chips‘. Tenía afición Javier Marías a estas cosas: acumular pequeños trozos de sentido. De niño jugaba con soldaditos de plástico y creó una colección de plomo que durante años compró en el madrileño Bazar Matey del barrio de Chamberí. Los mantuvo en sus estanterías, porque metaforizaban la acción de escribir. Eran la recreación del juego mayor: modificar el destino de otros con un gesto. Escribir, decía citando a Stevenson, es también un juego muy pueril: «Nos quedamos en casa jugando, a lo que sea, a los soldados, al melodrama, a lo que quiera que inventemos».

La idea del ausente es casi una alegoría en su obra. La figura del que se marcha o regresa sin avisar y que Javier Marías ha trabajado a lo largo de toda su obra: desde aquel relato, ‘La canción de Lord Rendall’, sobre un soldado que vuelve de la guerra tras años de campaña, y que retoma en ‘Los enamoramientos‘ al citar ‘El coronel Chabert’, la novela corta de Balzac. Ambas historias están protagonizadas por seres que vuelven de la guerra para descubrir que ya los han olvidado. «No me gustaría decir que es una obsesión, porque yo no tengo obsesiones, tengo temas que se repiten, que me interesan. Y éste es uno de ellos». El viaje, la aventura, la añeja costumbre de contar y dejarse contar. Conrad fue uno de sus autores favoritos. En su biblioteca ha de permanecer, sin duda, la edición firmada por el novelista polaco que Arturo Pérez-Reverte le regaló.

Corazón tan blanco

Entre una novela y la siguiente, Javier Marías apenas dejaba pasar tres años, como mucho cinco. Eso explica por qué el día de la aceptación de su sillón en la RAE, lo hizo con el discurso titulado ‘Sobre la dificultad de contar‘. Si para el resto de los escritores, Shakespeare es un autor disuasorio, para Javier Marías fue una fuente de agua. Dan cuenta de ello su ‘Mañana en la batalla piensa en mí‘, en el que Marías revisita al Ricardo III del dramaturgo, pero sobre todo en su ‘Corazón tan blanco‘, la novela que lo consagró en Europa hace más de 25 años.

Comenzó a escribirla en septiembre de 1990. Había regresado de sus años en Oxford y Estados Unidos. Tenía 40 y seis novelas publicadas. ‘Corazón tan blanco irrumpía’ empujada por un título inspirado en la frase que pronuncia Lady Macbeth en el segundo acto de la tragedia de Shakespeare. En aquella novela, que Juan Benet leyó cuando apenas tenía 150 páginas, Javier Marías depuró los temas esenciales de su obra: el secreto; el camino de quienes intentan descubrirlo; la memoria y la reconstrucción de aquello que fue y el uso del lenguaje como una corriente que alimenta y robustece el cauce de sus novelas río.

A eso se dedicó Javier Marías en sus libros: escribir hasta exprimir, llegar a la palidez de los cobardes por la vía de la acción narrativa, roer el hueso, quedarse apretado para siempre cual rey de Redonda. Suyo es el cetro de esa editorial con nombre de reino que el escritor creo en 2000. Sus libros y traducciones introdujeron a los asilvestrados en el complejo edificio de Shakespeare. Enseñó a leer y comprender la lentitud de las imágenes duraderas, como aquella ceniza en la manga de T. S. Eliot que citó en ‘Berta Isla’. Instruyó a los lectores en la belleza de la impaciencia y en los pensamientos pirómanos de los vigilantes de los museos.

«No sé si habrá próxima»

En octubre del año 2021, la academia sueca hizo público el fallo de otro premio Nobel de Literatura que ignoraba al idioma español y a una de sus voces más brillantes voces, la de Javier Marías. Desde las páginas de ABC y ‘Zenda’ hubo defensa y reproche. Estocolmo no se dio por aludido, Marías sí. En una carta escrita a máquina y firmada, el escritor agradeció aquellas líneas sobre un asunto que a él había dejado de interesarle. También puntualizó algunos datos inexactos sobre su bibliografía. Tras enumerar el título y año de publicación de sus novelas más recientes, se detuvo en ‘Tomás Nevinson’. «Como ves, son más bien tres años. Aunque no sé si habrá próxima, claro está», escribió el rey de Redonda como si supiese, de antemano, que el tiempo le daría la razón.

 

 

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