Rafael Narbona: El día que no conocí a Javier Marías
NOTA PUBLICADA EL 23 DE OCTUBRE DE 2021, EN ZENDALIBROS.
EN TWITTER, EL AUTOR AGREGA LO SIGUIENTE:
Creo que este es mi mejor relato. Eso sí, cometí un error garrafal. La máquina de escribir de Javier Marías no es una Olivetti, sino una Olympia.
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Hacia mediados de octubre, Madrid es una ciudad que transita de un calor suave a un áspero frío. Llevaba cuatro horas caminando por una acera de la calle Mayor, fingiendo que era un transeúnte más. Me detenía ante los escaparates, miraba el reloj de pulsera —un viejo Duward heredado de mi padre, con una de las manecillas desprendida y, por consiguiente, inútil para cumplir con su función de señalar la hora—, pasaba de una cafetería a otra, abusando de las bebidas azucaradas y el café, pese a mi obstinada hipertensión, hojeaba el periódico —por supuesto, en papel, pues aborrezco las pantallas digitales— o sacaba del bolsillo mi ejemplar de El desierto de los tártaros, quizás mi novela preferida. Sentía que me parecía al protagonista, el teniente Giovanni Drogo, esperando algo que tal vez nunca sucedería. Miraba mi rostro reflejado en los cristales de los distintos establecimientos —tiendas de artículos religiosos, tiendas de suvenires, tiendas de moda, tiendas de sellos, tiendas de antigüedades, tiendas de libros, todo un zoco dividido en compartimentos estancos, sin la promiscuidad del aire libre— y comprobaba una vez más que no había conseguido amar esa imagen. Quizás por eso estaba allí, caminando por el filo de lo improbable. No me agradaba reconocerlo, pero en realidad me estaba comportando como Carson McCullers, obsesionada con Djuna Barnes. Carson, esa dama gótica del Sur, alta, huesuda y hombruna, deseaba conocer a Djuna, la Greta Garbo de la literatura, y no le importaba que esta no deseara saber nada del mundo ni de ella. Se resistía a pensar que nunca conseguiría entrar en su apartamento de Nueva York, quizás envuelto en el mismo silencio que el de Maria Callas en París —¿por qué se huye de todo después del éxito?, ¿por qué se busca la penumbra tras vivir bajo un obsceno foco de luz?— ocupar una silla y mantener una larga conversación. A pesar de las escasas expectativas de éxito, Carson, esa escritora fascinada por los tullidos y deformes, como la fotógrafa, suicida y exhibicionista Diane Arbus, pasaba horas y horas en el portal del edificio donde vivía la autora de El bosque de la noche, fumando un cigarrillo tras otro, rascándose compulsivamente y alisándose las cejas con las yemas de los dedos humedecidas por saliva, restregándose la nariz y tal vez recordando el suicidio de su marido, que le propuso en vano compartir su último viaje. ¿Fantasearía Carson, «una perra», según algunos de sus colegas, con autolesionarse para desahogar el fiasco de una espera infructuosa? Hasta ahora, yo me había limitado a pegar patadas en el suelo, aliviando mi fastidio con un gesto que pasaba desapercibido. No fumaba ni me rascaba, no pensaba en el suicidio, pero la frustración me hacía suspirar y arrugar la nariz, un gesto que sin duda me afeaba y quizás arrojaba dudas sobre mi equilibrio mental. Me había costado averiguar dónde vivía Javier Marías, pero ahora que lo había logrado gracias a la indiscreción de un periodista aficionado a airear secretos y confidencias no me marcharía de allí. Vigilaría su portal como el teniente Drogo escrutaba el desierto, aguardando la invasión que daría sentido a su vida, esperando ese momento donde la realidad y el deseo colisionarían, desencadenando una tempestad de emociones. Drogo había sido destinado a la Fortaleza. Yo había pedido estar allí. Los dos mirábamos hechizados un paisaje con una belleza ruda, seca, árida. Una vieja fachada de Madrid, con sus tonos grises y amarillentos, puede ser tan inquietante como un desierto, con su vacío poblado de ecos lejanos, profundísimos, como ondas de radio que viajan por el espacio y se resisten a morir.
Javier Marías ya no concedía entrevistas. Vivía recluido entre miles de libros y soldados de plomo, escribiendo en su Olivetti de los noventa, una reliquia que evocaba el carácter artesanal de la escritura, cuando los autores aceptaban el tributo material de acumular palabras en un papel, con su rutina de errores, manchas y equivocaciones. Las teclas quizás carecían de la dignidad de la pluma, pero poseían ese mismo carácter fatal del trazo que se plasma en un espacio físico y no virtual, con su carga de riesgo e imprecisión. Lo que se puede borrar sin esfuerzo, lo que no deja rastro ni se incorpora por un instante al flujo de la materia, parece tan innoble como matar a distancia, utilizando un arma de fuego y no una espada, que exige aproximarse al rival, confrontar la mirada, escuchar su respiración, oler su miedo. Suele olvidarse que el escritor siempre es un asesino, pues crea y suprime vidas, alumbra y concluye historias, sacude y estraga conciencias. Javier Marías es un asesino exquisito, que transita con elegancia de lo palpitante a lo inerte. Mientras espiaba los balcones de su apartamento, imaginaba sus dedos golpeando la vieja Olivetti de los noventa, titubeando entre una palabra y otra, entre un fonema y un silencio, buscando la frase adecuada —no la frase perfecta, que jamás le había interesado—, imaginando escenas que luego desechaba o transformaba, preguntándose cómo resolverían una página Faulkner, Nabokov o Juan Benet, precipitándose por reflexiones incorrectísimas que revelaban la complejidad de los afectos, lamentando que algunos temas hubieran sido proscritos de la literatura porque ya no estaba de moda mirar a esos abismos donde —irónicamente— se habían gestado las tragedias de Shakespeare, las perplejidades de Joyce, los espasmos de Malcolm Lowry, los espectros de Virginia Woolf. Javier Marías y la Olivetti, una especie de guillotina semejante a la que viaja al Nuevo Mundo en El siglo de las Luces, de Alejo Carpentier. El escritor cubano omite la palabra guillotina en el barroco umbral de su novela. Prefiere hablar de Máquina. La Máquina, esa «puerta abierta sobre el vasto cielo», con su insólita silueta de monstruo mitológico. La Máquina, proa de una nueva era con tardes de un rojo coagulado y viejos ídolos bailando alrededor. «Una presencia plantada sobre el sueño de los hombres», con su frontón invertido, negro, afilado, ebrio de fervor distópico. La Olivetti de Javier Marías también es una Máquina que enciende sueños y hace rodar cabezas. ¿Es posible imaginarlo separado de ella? ¿Acaso no se ha producido una fusión que adelanta ese porvenir donde lo humano y lo mecánico serán indistinguibles? ¿Qué es la Olivetti para Marías? ¿Quizás una especie de Balsa de Medusa o el Pequod, surcando un mar negro como un desfiladero? ¿Podría respirar sin ella? No creo. Un escritor al que le arrebatan su herramienta es como Queequeg cuando piensa que ha llegado su hora y adopta una inmovilidad fúnebre. En una ocasión soñé que viajaba en un barco y naufragaba. Gracias a la Olivetti de Marías, que flotaba milagrosamente en el agua, no me ahogué. Agarrado a ella esperé a que me rescataran. Quizás por eso estaba en la calle Mayor, aguardando otra vez un rescate que me salvara de esa incertidumbre en la que vivimos todos, sin saber si veremos el día siguiente.
«¿Se podía decir que Javier Marías ya es un ermitaño o tal vez una especie de capitán Nemo, invadido por una misantropía del tamaño de Pangea?»
¿Se podía decir que Javier Marías ya es un ermitaño o tal vez una especie de capitán Nemo, invadido por una misantropía del tamaño de Pangea, el supercontinente que existió al final de la era Paleozoica y comienzos de la era Mesozoica? No me atrevía a opinar sobre un hombre que —según decían— había parapetado su intimidad detrás de una empalizada de desdén aristocrático. Me preguntaba si ese desdén era real. Siempre he pensado que ignoramos lo que hay detrás de un rostro. Alguien puede sonreírnos y estar harto de escucharnos. Fingir que nos aprecia y desear que desaparezcamos por un desagüe. Alguien puede parecer sereno, lleno de aplomo y confianza, y luchar en su interior contra una terrorífica inseguridad. Hablar ante una multitud y anhelar la soledad de una pequeña habitación en penumbra. Alguien puede prodigar caricias apasionadas y tener la mente en otro sitio, fantaseando con otra persona, insatisfecho porque la carne que explora no es la que desearía recorrer con la yema de sus dedos. Alguien puede salir a la luz, exhibir su rostro, y ocultar su auténtica faz, enterrándola bajo largas hileras de imposturas. Alguien puede no ser alguien, pues tener un nombre y una historia no es suficiente para existir. Para ser, hay que patalear, como cuando se viene al mundo, y chillar para que te oigan, pero se debe hacer con cortesía, administrando con tiento los gestos y las palabras o solo serás una de esas cotorras que han invadido Madrid, construyendo nidos gigantescos.
«¿Quién es Javier Marías? ¿Un escritor en su torre de marfil? Una torre particularmente inexpugnable»
¿Quién es Javier Marías? ¿Un escritor en su torre de marfil? Una torre particularmente inexpugnable, pues Juan Ramón Jiménez abría su puerta a las visitas y ejercía de maestro con los más jóvenes. Creo que a Javier Marías no le interesa tener discípulos y, menos aún, crear escuela. Disfruta con su posición marginal. Le gusta estar fuera de juego. Los otros solo le parecen un estorbo. A veces lo imagino subido a una columna, una especie de Simón del desierto oteando el horizonte mientras el humo de un cigarrillo trepa por sus mejillas, casi como si intentara pegarse a ellas y no disiparse en el aire. ¿Existe realmente Javier Marías o es una alucinación colectiva? No me importa reconocer que lo envidio. No por su fama y dinero —bueno, tal vez un poco—, sino por su feroz independencia. Al igual que su amigo Pérez-Reverte, dice lo que le viene en gana, pero no se expone en las redes sociales. Es una especie de capitán Ahab, dispuesto a desafiar al océano y al sol, pero no necesita testigos. En una ocasión, creí atisbar su figura en uno de los balcones de su piso y experimenté la impresión de que una de sus piernas era una prótesis de hueso de ballena. ¿Qué pensaría él si supiera que llevó aquí meses, buscando la oportunidad de abordarle? No me conformo con que me firme un libro. Quiero hablar con él, entrar en su reino, contemplar los miles de libros de su biblioteca, examinar los soldados de plomo que adornan las estanterías. No quiero que seamos amigos. Solo quiero pasar unas horas en su celda —en nuestro tiempo, todos los escritores son monjes de la Orden de San Benito, consagrados a preservar la civilización en un tiempo de barbarie— y oírle hablar de literatura. O, más exactamente, del proceso creador, de cómo escribe esos párrafos interminables, salpicados de meditaciones a medio camino entre lo canalla y lo sublime. Dicen que Javier Marías es soberbio, que desprecia a sus lectores, que trata mal a sus amigos, que es misógino. No sé si es una leyenda, pero sí sé que no hay autocomplacencia en sus textos. No es uno de esos escritores que se idealiza a sí mismo por medio de un personaje. Sabe que no es un héroe y no pretende ser un moralista. No les dice a los demás lo que tienen que pensar o decir. No alecciona, ni sermonea. Y jamás ha pretendido ser un ejemplo. No es uno de esos vanidosos con Nobel que recorren el planeta opinando sobre ética, política, ecología o economía. No es Bertrand Russell. No es Saramago. Afortunadamente. Tampoco se dedica a perpetrar extravagancias para llamar la atención, como Cela o Umbral. En todo caso, pertenece a la noble categoría de los insólitos, raros. No es un raro en el sentido convencional de la palabra, como Cristóbal Serra, autores de gran talento que no han llegado al gran público y que siempre han despreciado los honores y la fama. Es un raro porque su escritura prefiere lo abrupto a lo trillado, el obstáculo al camino despejado. Es un autor unipersonal, imposible de adscribir a ninguna generación, salvo que se emplee el tiempo como criterio aglutinador, lo cual es una estafa.
«A fin de cuentas, nuestra percepción de las cosas solo es una reelaboración de nuestros sentidos. No sabemos cómo es el mundo realmente»
Quería conocerlo a cualquier precio, como Carson McCullers quería conocer a Djuna Barnes. Pensé que tal vez podría colarme en su casa fingiendo ser un mensajero y una vez dentro esgrimir un hacha, no para amenazarlo, sino para explicarle que me había convertido a la religión de la literatura gracias a Rodion Romanovich Raskolnikov, el personaje de Dostoievski, pero me preguntaba si lo entendería o pensaría que era un loco, uno de esos chalados que sueñan con secuestrar a un famoso y clavar un alfiler en su abdomen para incorporarlo a su colección de celebridades muertas. Quizás podría hacer algo más civilizado. Llamar al timbre y esperar. Seguramente, no abriría la puerta. Acercaría el ojo —¿el derecho o el izquierdo?— a la mirilla y se preguntaría quién demonios era yo y qué buscaba. Marías es zurdo, muy zurdo, zurdísimo. ¿Qué ojo utilizaría para adentrarse en el campo de visión de una mirilla? ¿Qué aspecto tendría yo flotando en su pupila? A fin de cuentas, nuestra percepción de las cosas solo es una reelaboración de nuestros sentidos. No sabemos cómo es el mundo realmente. Lo que llamamos realidad solo es una interpretación, una síntesis de datos que discurren por el tiempo y el espacio, impactando en nuestro cerebro, un auténtico taller de fundición. ¿Qué cara pondría si le dijera estas cosas? Me preguntaba si había leído a Kant, si su mente había reflexionado alguna vez sobre la síntesis trascendental y las categorías del entendimiento. ¿Y si me abría la puerta? ¿Qué le diría? ¿Qué nos diríamos? Quizás nos quedaríamos los dos callados, sumidos en un profundo estupor. Yo soy tímido e inseguro. No despunto por mi habilidad social. Probablemente, encadenaría una inconveniencia tras otra, odiándome a mí mismo por decir tantas tonterías. Marías es anglófilo, lo cual significa que ha asimilado la cortesía y la frialdad británica. Dudo que transigiera con las amenazas o los exabruptos, aunque deseara arrojarme por las escaleras. Probablemente, me invitaría a pasar y nos sentaríamos en su despacho, ese despacho que también fue el de su padre, Julián Marías, un filósofo cristiano, un filósofo injustamente olvidado, un filósofo que habló de la inmortalidad como la oportunidad de reanudar las trayectorias interrumpidas. Javier no cree en la inmortalidad. ¿Cómo es posible vivir así? Si solo somos física, biología, el producto de ondas cuánticas que fluctúan en el vacío, Corazón tan blanco o Mañana en la batalla piensa en mí algún día solo serán como esos libros que los Morlock guardaban en las profundidades y que se deshacían al intentar abrirlos. ¿Ha pensado Javier Marías en el último ejemplar de Corazón tan blanco, boqueando como un pez fuera del agua, luchando por sobrevivir, debatiéndose con el tiempo para no desplomarse como un caballo exhausto? Quizás no le preocupa, pero ¿y qué sucede con Ricardo III, Macbeth, Tristram Shandy, Elegías de Duino, El corazón de las tinieblas, Don Quijote, Otra vuelta de tuerca, A la sombra de las muchachas en flor? La inmortalidad parece imposible, pero es necesaria. El sereno estoicismo de Montaigne no puede aplacar la frustración de perder esas obras, quizás lo mejor que ha hecho el ser humano. ¿Podemos resignarnos a que el lienzo amarillo de la Vista de Delft algún día se desvanezca?
«Pienso que los antiguos expositores de libros de los VIPS son el lugar natural de las obras de Javier Marías»
Si lograra penetrar en el reino de Marías, monarca absoluto del Reino de Redonda, ¿se vengaría de mi intromisión alardeando de su temperamento angloaburrido? ¿Respondería a mis preguntas con monosílabos? ¿Prolongaría los silencios hasta hacerme sentir tan incómodo que sentiría deseos de saltar al vacío, imitando a Tosca? ¿Sería tan malvado como Thomas Bernhard, despiadado con sus lectores y probablemente con sus semejantes? Pensaba estas cosas mientras recorría la acera, esperando a los tártaros, convencido de que lo bueno siempre se demoraba. A veces, una vida solo se justificaba por un instante milagroso, clarificador. Maldecía que no hubiera cerca un VIPS. Un VIPS de verdad, con libros y revistas, no lo que hay ahora, simples restaurantes que solo ofrecen bebidas y comidas. Pienso que los antiguos expositores de libros de los VIPS son el lugar natural de las obras de Javier Marías. Eso sí, sin celofán, para que cualquiera pueda asomarse a sus páginas. Javier Marías es un escritor urbano, rabiosamente urbano, que no se extravía en descripciones líricas de la naturaleza. Su mundo es Madrid, los barrios burgueses de la capital, con esos edificios donde aún conviven los notarios, los médicos con consultas privadas, los escritores de éxito y las viudas con pequeñas pensiones. Hasta que perdieron su alma, los VIPS eran los escenarios de los adúlteros que han quedado para romper su idilio, de los solitarios que sueñan con encontrar a alguien que se interese por ellos, de los asesinos impunes con una vida respetable, de los desaprensivos que abandonaron a su amante moribunda y acallaron su mala conciencia con un Häagen-Dazs, de los falsificadores de obras de arte, de los muñidores de los políticos, de las mujeres que combaten la infelicidad acostándose con desconocidos, de los hombres que combaten la infelicidad intentando acostarse con las esposas de sus amigos. Desgraciadamente, no hay un VIPS cerca de la casa de Javier Marías. O tal vez sí y yo no he sido capaz de encontrarlo. Aquellos establecimientos, con su oferta de libros, discos, revistas y regalos, eran una pequeña utopía hecha realidad, pero hasta que han desaparecido no lo hemos descubierto.
«Javier Marías bajó hacia Bailén con paso decidido, como un duelista que acude al campo del honor, dispuesto a defender su buen nombre con la pistola, el sable o el florete»
Una mañana de domingo, cuando mi esperanza de conocer a Javier Marías casi se había desvanecido, descubrí su figura emergiendo del portal, casi como un tenor que sale del fondo del escenario, donde ha aguardado pacientemente el momento de comenzar su actuación. Aunque no hacía demasiado frío, llevaba una gabardina negra y sostenía un cigarrillo entre los labios, con ese abandono del Bogart más cínico y desencantado. Sentí que el corazón se me desbocaba. Era mi oportunidad. Podía abordarlo, agarrarle del brazo, decirle que llevaba meses allí, como Giovanni Drogo, masticando el tiempo como si fuera tabaco, pero no quería parecer un loco y sufrir un justificado desplante. Decidí que sería más prudente seguirlo, intentando forzar un encuentro de apariencia casual.
Javier Marías bajó hacia Bailén con paso decidido, como un duelista que acude al campo del honor, dispuesto a defender su buen nombre con la pistola, el sable o el florete. Desde atrás, su gabardina negra parecía una capa que subía y bajaba, imitando el movimiento de un océano embravecido. El humo del cigarrillo, que sobrevolaba su cabeza escasamente poblada, evocaba el vapor de un barco subiendo por una oscura lengua de agua. Pensé que me internaba en el corazón de las tinieblas, alejándome del confort de la mal llamada civilización. Yo era Charlie Marlow y Javier Marías, el misterioso Kurtz, pero sin cabezas decapitadas en el umbral de su terrorífico reino. Mi opinión cambió cuando llegamos al Rastro y entró en una armería. Me extrañó que un misántropo se mezclara con la multitud, pero enseguida comprendí que no existía mejor escondite. Al igual que la carta de Poe, Marías se ocultaba mostrándose a los ojos de todos, sabiendo que esa forma de actuar le convertía en invisible. Me situé cerca del escaparate y observé cómo examinaba varios sables. No me cuesta trabajo admitir que no sé nada de espadas. Si permanecía al otro lado del cristal, me arriesgaba a no comprender nada. A Marías le gustan los soldados de plomo, pero ¿también le atraen las armas? Decidí entrar y fingí que era un cliente más, paseándome por la tienda sin un propósito determinado.
—¿Esté sable es español? –preguntó Marías, acercándole el arma a un dependiente.
—Sí, es un sable de abordaje de la Marina. Guarnición enteramente en hierro pintada de negro. Hoja curva. Vaina de cuero con brocal y contera de latón. Muy bien conservado.
—Está bien. Me lo llevo.
—¿No quiere saber lo que cuesta?
—El precio me es indiferente.
—¿Se lo empaqueto?
—¿No tiene un tahalí? Con eso me apañaría.
—¿Está seguro?
«Desmoralizado, miré a la calle y admití mi derrota. Nunca conocería a Javier Marías»
Poco después, Javier Marías salía a la calle con un sable de abordaje y un tahalí. La gabardina negra ocultaba el arma, pero asomaba la punta. Si hubiera completado su atuendo con un sombrero de mosquetero, habría pasado por un personaje de Dumas. ¿Se darían cuenta los transeúntes de que llevaba un sable? Le seguí a cierta distancia, escuchando como la punta del sable golpeaba a veces el suelo. El tahalí le venía algo grande y resultaba inevitable. ¿Qué se proponía? ¿Cortar cabezas y colocarlas en el balcón de su piso? ¿Había enloquecido, como Kurtz? Continúe detrás de él hasta que volvió a su portal, sin atreverme a decirle nada. Cuando desapareció en la penumbra, sentí la frustración que experimenta un alpinista obligado a retroceder a escasos metros de la cima.
Entré en una cafetería y pedí un vermut. Desmoralizado, miré a la calle y admití mi derrota. Nunca conocería a Javier Marías. Cerca de mí, un anciano con una imponente cabeza de filósofo y un traje gris me observaba con una sonrisa afable y benevolente.
—No lo ha conseguido, ¿verdad? No se desanime. A veces es preferible no ir más allá del umbral. Así se conserva la fascinación que jamás sobrevive al contraste con la realidad.
—¿Lee el pensamiento? ¿Cómo sabe que buscaba algo?
—Para los difuntos, no hay secretos. Todo se vuelve transparente y sencillo.
No sin vencer mi incredulidad, admití que el destino se burlaba de mí. Un difunto se mostraba más accesible que un vivo.
«Eso sí, Javier no ha comprado el sable para cortar cabezas. Es un regalo para su amigo Pérez-Reverte»
—No se aflija —continuó, doblando el periódico que leía—. Con el tiempo agradecerá no haber conocido a mi hijo. Es mejor no saber nada de los autores. La opinión que nos formamos de ellos condiciona nuestra lectura. Como el ser humano siempre decepciona, acabamos trasladando al texto nuestra desilusión. Eso sí, Javier no ha comprado el sable para cortar cabezas. Es un regalo para su amigo Pérez-Reverte, que colecciona sables de caballería.
Hablaba con la sabiduría que le acompañó en vida y que había desarrollado aún más con la muerte, una gran maestra. Se levantó tranquilamente y se despidió cortésmente:
—Voy a dar un paseo. Y no piense que es Giovanni Drogo. Usted no ha esperado en vano.
El día en que no conocí a Javier Marías ha quedado en mi memoria como un gran día, no como un fracaso. Las palabras de su padre, un difunto realmente agradable, me revelaron que lo esencial son las palabras, no el hombre que hay detrás. Eso sí, cada vez que paso delante de su casa pienso que la Olivetti de los años noventa no es una simple máquina, sino uno esos instrumentos que emplea la divinidad para dilatar el mundo con nuevos asombros y perplejidades.