The New Yorker: Cuando los inmigrantes se convierten en peones políticos
El gobernador DeSantis parecía estar intentando burlarse de personas cuya magnanimidad, él parecía creer, es inversamente proporcional a la medida en que un determinado problema tiene un impacto en sus propias vidas.
Ron de Santis
La crueldad calcificada, la política maligna y la dudosa legalidad de las decisiones de los gobernadores Greg Abbott, de Texas, y Ron DeSantis, de Florida, de transportar a docenas de migrantes en Texas a lugares insospechados en Massachusetts y Washington, D.C., reiteran el punto -a menudo planteado en los últimos años- de que el único control del comportamiento del actual Partido Republicano son los límites de su propia imaginación. La mayoría de los migrantes procedían, al parecer, de Venezuela, un país tan asolado por la discordia que se calcula que el veinte por ciento de su población ha sido desplazada. Un hombre dijo que llegó después de haber pasado tres meses recorriendo varios países. Muchas personas contaron que les ofrecieron alojamiento gratuito y vuelos a ciudades en las que pensaban que tendrían garantizado el trabajo.
En lugar de ello, fueron enviados en dos aviones fletados, organizados a instancias de DeSantis, y liberados sin contemplaciones en Martha’s Vineyard, la isla turística situada frente a la costa de Massachusetts que DeSantis calificó de «santuario». Otros fueron trasladados en autobús a Washington, D.C., y dejados fuera del recinto del Observatorio Naval de Estados Unidos, donde vive la vicepresidenta Kamala Harris, como parte de un programa que Abbott, que se presenta a un tercer mandato, promulgó esta primavera. Texas ha transportado en autobús a más de ocho mil inmigrantes a Washington, Nueva York y Chicago, con un coste para el estado de más de doce millones de dólares. Arizona, con el gobernador republicano Doug Ducey, también ha enviado a más de mil migrantes a la capital del país. Los tres gobernadores planean continuar con los transportes.
En sus acciones está implícita la idea de que las actitudes liberales del Norte con respecto a la inmigración se basan en el hecho de que los lugares donde viven los liberales del Norte no están siendo inundados con personas que entran en el país sin documentación. El gobernador DeSantis parecía estar intentando burlarse de personas cuya magnanimidad, él parecía creer, es inversamente proporcional a la medida en que un determinado problema tiene un impacto en sus propias vidas. De hecho, gran parte del debate en la derecha sobre la crisis de la inmigración tiende a enmarcarla como una «crisis fronteriza», sugiriendo erróneamente que el único motor del número de personas que llegan es la porosidad de la frontera sur y que este problema recae directamente sobre los hombros de los estados del sur y del suroeste. DeSantis se ha quejado con frecuencia de la carga excesiva que soportan los estados fronterizos, y ha expresado su preocupación por que los inmigrantes que llegan a esos estados quieran realmente trasladarse al suyo. Según informó NPR, dijo: «Lo que estamos tratando de hacer es establecer perfiles: ‘Bien, ¿quién crees que está tratando de llegar a Florida? «Lo que parece que no se ha tenido en cuenta en esta reflexión es que, antes de las últimas medidas represivas, Florida, aunque no es un estado fronterizo, tenía una larga tradición de acoger a determinados inmigrantes, siempre que huyeran de la Cuba de Fidel Castro.
Alentados por la audacia de las recientes maniobras, algunos comentaristas han hecho hincapié en el mensaje de los xenófobos. Un titular del New York Post decía: «con el derrumbe de Martha’s Vineyard, quizá los demócratas entiendan POR FIN los problemas de la inmigración ilegal». En Fox News, Tucker Carlson ridiculizó a Martha’s Vineyard como un refugio de blancos lleno de gente hoy hiperventilada por la repentina presencia de tantos morenos. (Un meme conservador en Internet mostraba a una mujer llamando a la policía para denunciar a un hombre hispano que no llevaba una máquina sopladora de hojas). El colega de Carlson, Jesse Watters, le preguntó a Mike Pompeo: «Quiero decir, todo el mundo, básicamente, que usted conoce en la izquierda tiene una casa allí. ¿Crees que van a abrazar a sus nuevos vecinos?». Pompeo, que se desempeñó como Secretario de Estado de Donald Trump, dijo: «Sabes, todas son ciudades santuario hasta que están en su santuario».
La isla no es, por supuesto, el enclave monocromático que se quiere hacer ver. Hubo presencia negra allí durante más de un siglo antes de que llegaran los Obama. En Martha’s Vineyard hay una sección local del N.A.A.C.P (National Association for the Advancement of the Colored People). desde 1963. Edward Brooke, que en 1966 se convirtió en el primer senador negro de Estados Unidos desde la Reconstrucción (y el primero elegido por votación popular) vivía a tiempo parcial en la isla, a la que llamaba su «hogar espiritual». Martin Luther King, Jr., Harry Belafonte, Adam Clayton Powell, Jr. y la novelista Dorothy West pasaron allí sus vacaciones.
DeSantis podría haber enviado a los emigrantes a cualquier comunidad del país que fuera lo suficientemente grande como para sostener una pista de aterrizaje. Eligió Martha’s Vineyard por su reputación tanto de prosperidad como de política de izquierdas. Toda la línea de ataque recordaba el adagio de Irving Kristol de que un neoconservador es simplemente un liberal que ha sido atacado por la realidad. Sin embargo, es importante señalar que las ciudades santuario, generalmente liberales, que están en el punto de mira no adoptaron sus políticas en el vacío. Según el Instituto de Política Migratoria, hay más de doscientos mil inmigrantes indocumentados viviendo en Massachusetts. Los otros bastiones tradicionalmente liberales de Nueva York y California tienen poblaciones indocumentadas de aproximadamente ochocientos treinta y cinco mil y más de dos millones, respectivamente. Ciudades santuario como Boston, Nueva York y Los Ángeles llegaron a esas posiciones no por la ausencia de inmigrantes, sino por su presencia.
Las cínicas expectativas de los xenófobos se vieron contrastadas por lo que realmente ocurrió en Martha’s Vineyard una vez que se descubrió a los inmigrantes. Los restaurantes ofrecieron comida gratis, se instalaron camas de emergencia en una iglesia y se organizó una misa en español. Los residentes les dieron ropa de cama, artículos de aseo y caramelos. Los abogados de Civil Rights Boston presentaron una demanda colectiva contra DeSantis y otros funcionarios del estado de Florida, alegando que los migrantes habían sido víctimas de un «esquema fraudulento y discriminatorio.» (Un sheriff del condado de Texas también está investigando si los migrantes podrían considerarse víctimas de delitos, y la semana pasada Jason Pizzo, un senador estatal demócrata que representa a parte del condado de Miami-Dade, presentó una demanda para bloquear más vuelos).
Como era de esperar, los halcones de la inmigración han restado importancia a esta oleada de apoyo. Vale la pena recordar que, no hace mucho tiempo, las voces de la derecha reaccionaria estaban hablando -sin mucha convicción- en defensa de la decisión de la era Trump de separar a los niños de sus padres en la frontera sur y detenerlos, sin un plan claro para reunir a las familias. Esa situación también dio lugar a que los migrantes fueran trasladados subrepticiamente en avión a lugares distantes del país sin saber a dónde los llevaban. La crueldad es consistente, pero también pone de relieve, sin querer, otro hecho: DeSantis, Abbott y quienes respaldan sus acciones creen que los liberales verán las cosas de otra manera una vez que hayan caminado metafóricamente en los zapatos de otros. Pero, para demostrar que tienen razón, no tienen problemas en cometer abusos contra personas que ya han caminado millas – cientos de ellas – en los suyos.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
THE NEW YORKER
When Migrants Become Political Pawns
Jelani Cobb
he calcified cruelty, malignant politics, and questionable legality of the decisions by Governors Greg Abbott, of Texas, and Ron DeSantis, of Florida, to transport dozens of migrants in Texas to unsuspecting locales in Massachusetts and Washington, D.C., reiterate the point—often made in recent years—that the only check on the behavior of the current Republican Party is the limits of its own imagination. Most of the migrants reportedly came from Venezuela, a country so racked with discord that an estimated twenty per cent of its population has been displaced. One man said that he arrived after having spent three months trekking across several countries. Many people recounted being offered free accommodations and flights to cities where they thought they would be guaranteed work.
Instead, they were dispatched on two chartered planes, arranged at DeSantis’s behest, and unceremoniously released on Martha’s Vineyard, the resort island just off the coast of Massachusetts which DeSantis called a “sanctuary jurisdiction.” Others were bused to Washington, D.C., and left outside the grounds of the U.S. Naval Observatory, where Vice-President Kamala Harris lives, as part of a program that Abbott, who is running for a third term, enacted this spring. Texas has bused more than eight thousand migrants to Washington, New York City, and Chicago, at a cost to the state of more than twelve million dollars. Arizona, under the Republican governor Doug Ducey, has also sent more than a thousand migrants to the nation’s capital. All three governors plan to continue the transportations.
Implicit in their actions is the idea that Northern, liberal attitudes regarding immigration are undergirded by the fact that the places where Northern liberals live aren’t being inundated with people who enter the country without documentation. Governor DeSantis appeared to be attempting to troll people whose magnanimity, he seemed to believe, is inversely proportional to the extent to which a given problem has an impact on their own lives. Indeed, much of the discussion on the right about the immigration crisis tends to frame it as a “border crisis,” erroneously suggesting both that the sole driver of the number of people arriving is the porousness of the Southern border and that this issue falls squarely on the shoulders of the states in the South and the Southwest. DeSantis has frequently complained about an undue burden on the border states, and expressed concern that migrants arriving in those states really want to move to his. As reported on NPR, he said, “What we’re trying to do is profile: ‘O.K., who do you think is trying to get to Florida?’ ” What seems not to have been factored into this thinking is that, before the most recent crackdowns, Florida, though not a border state, nevertheless had a long tradition of welcoming certain migrants—provided that they were fleeing Fidel Castro’s Cuba.
Buoyed by the audacity of the recent stunts, some commentators played up the nimby message. A headline in the New York Post ran: “with martha’s vineyard meltdown, maybe dems will FINALLY understand illegal immigration problems.” On Fox News, Tucker Carlson ridiculed Martha’s Vineyard as a white haven full of people hyperventilating about the sudden presence of so many brown people. (A conservative online meme showed a woman calling the police to report a Hispanic man who was not holding a leaf blower.) Carlson’s colleague Jesse Watters asked Mike Pompeo, “I mean, everybody basically that you know on the left has a home there. Do you think they’re going to be embracing their new neighbors?” Pompeo, who served as Donald Trump’s Secretary of State, said, “You know, these are all sanctuary cities until they’re in their sanctuary.”
The island is not, of course, the monochromatic enclave it’s being made out to be. There was a Black presence there for more than a century before the Obamas arrived. There has been a local chapter of the N.A.A.C.P. on Martha’s Vineyard since 1963. Edward Brooke, who, in 1966, became the first Black U.S. senator since Reconstruction (and the first elected by popular vote) lived part time on the island, which he called his “spiritual home.” Martin Luther King, Jr., Harry Belafonte, Adam Clayton Powell, Jr., and the novelist Dorothy West all vacationed there.
DeSantis could have sent the migrants to any community in the country that was large enough to sustain an airstrip. He chose Martha’s Vineyard because of its reputation both for prosperity and for left-leaning politics. The whole line of attack recalled Irving Kristol’s adage that a neoconservative is simply a liberal who has been mugged by reality. Yet it is important to note that the generally liberal sanctuary cities being targeted didn’t adopt their policies in a vacuum. According to the Migration Policy Institute, there are more than two hundred thousand undocumented migrants living in Massachusetts. The other traditionally liberal strongholds of New York and California have undocumented populations of roughly eight hundred and thirty-five thousand and more than two million, respectively. Sanctuary cities like Boston, New York, and Los Angeles came to those positions not in the absence of migrants but in their presence.
The cynical expectations were contrasted by what actually happened on Martha’s Vineyard once the migrants were discovered. Restaurants provided free food, cots were set up in a church, and a Spanish-language Mass was organized. Residents gave bedding, toiletries, and candy. Lawyers for Civil Rights Boston filed a class-action suit against DeSantis and other Florida state officials, alleging that the migrants had been victimized by a “fraudulent and discriminatory scheme.” (A county sheriff in Texas is also investigating whether the migrants might be considered victims of crimes, and last week Jason Pizzo, a Democratic state senator representing part of Miami-Dade County, sued to block further flights.)
This outpouring of support has, predictably, been underplayed among immigration hawks. It’s worth recalling that, not long ago, voices on the reactionary right were mouthing brittle defenses of the Trump-era decision to take children from their parents at the Southern border and detain them, with no clear plan for reuniting the families. That situation also resulted in migrants being surreptitiously flown to distant locales around the country without knowing where they were being taken. The cruelty is consistent, but it also highlights, unintentionally, another fact: DeSantis, Abbott, and those who endorse their actions believe that liberals will see things differently once they’ve metaphorically walked in others’ shoes. But, to make that point, they are fine with further abusing people who have already walked miles—hundreds of them—in their own.