José Joaquín Brunner: El momento en que aparece el fantasma de la Concertación
Si alguien quiso enterrar la memoria de la Concertación y creyó haberla sepultado, la verdad es que logró el efecto contrario.
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Durante las últimas semanas, antes y después del 4-S, un fantasma recorre a nuestra clase política: la Concertación de Partidos por la Democracia, que condujo la transición y la consolidó a lo largo de dos décadas entre 1990 y 2010, aunque ella se constituyó en enero de 1988.
A cada momento sale ahora a relucir su fantasma; la imagen de una coalición fenecida pero que, bajo distintas formas y por diferentes motivos, se aparece a los vivos. En este caso, a los gobernantes, al FA, a los Amarillos, al Embajador chileno en España, a la prensa y los medios. Sea con ocasión de críticas o alabanzas, para efectos comparativos, con ánimo unos de justificarse a sí mismos y otros para evaluar a terceros, en razón de buenos y malos tiempos.
Como sea, si alguien quiso enterrar la memoria de la Concertación y creyó haberla sepultado, la verdad es que logró el efecto contrario.
Por lo pronto, el periodo concertacionista está envejeciendo bien. Todo el mundo recuerda que, a partir de 1990, y por dos décadas, Chile experimentó una extendida fase de gobernabilidad conducida por los gobiernos de la Concertación. Dicho arreglo de gobernabilidad permitió transitar pacíficamente de una dictadura a una democracia; consolidar progresivamente las instituciones de ésta; producir un mejoramiento generalizado de las condiciones de vida —materiales y culturales— de la población, y asegurar una adecuada gestión de conflictos: cívico-militares, de clases y grupos de status, entre el poder ejecutivo y el Congreso y en torno a la progresiva liberalización y pluralización de las formas de vida. Hay una vasta literatura que lo comprueba.
A la vez, la gobernabilidad concertacionista desarrolló redes transversales de comunicación e interacción con las elites de todo tipo y persuasión; elites empresarial, mediática, religiosa, académico-intelectual, social, de provincias y regiones, mientras que integró a los poderes —en lenta reconstitución— de la sociedad civil: centrales de trabajadores, asociaciones sindicales del sector público, movimientos y organismos sociales de base, poderes locales.
Por cierto, no es este el lugar ni el momento para hacer un balance de los positivos efectos que esos arreglos de gobernabilidad tuvieron sobre la economía, el crecimiento, la disminución de la pobreza, el acceso a los servicios básicos, el consumo material y simbólico, la cultura de masas y la esfera privada. Se generó, efectivamente, un periodo de estabilidad, ensanchamiento de las libertades y derechos de las personas, y de crecimiento de las capacidades de la sociedad en todos los planos.
Aquí solo me interesa constatar el despliegue y la efectividad de aquel arreglo concertacionista de gobernabilidad. No solo en cuanto gobernabilidad de una compleja transición democrática y reactivación generalizada de la sociedad sino, además, en tanto evitó un retroceso a condiciones de ingobernabilidad y/o una reacción de las fuerzas vinculadas al viejo régimen y el orden autoritario.
No se me escapa, claro está, que existen estudios y autores que, en contraste con lo que aquí sostengo, postulan, por ejemplo, que “el retorno a la democracia en Chile se caracterizó por la fragmentación, debilitamiento y crisis de los movimientos sociales, por la desmovilización y desactivación de la sociedad civil, el decline de los movimientos sociales urbanos, por una sociedad ampliamente despolitizada, por una retracción ciudadana, por un desarrollo sin ciudadanos o, inclusive, por una ausencia civil” (Jara, 2019:54).
Si bien esta tesis es muchísimo más interesante que el abstruso argumento de que la transición fue una mera prolongación de la dictadura neoliberal, sin embargo resulta contra intuitiva, desde el momento que bajo la dictadura la sociedad civil fue asfixiada y sometida a un control panóptico. Junto con la recuperación de la democracia, la gobernabilidad concertacionista dio pie para que la sociedad civil recuperara gradualmente sus libertades, formas propias de expresión, movimientos comunitarios, acciones de protesta y reivindicación, esfera pública crítica y todo lo que se asocia a una democracia que se sacude del autoritarismo político, el conservantismo cultural y el control total de la esfera pública.
En suma, el fantasma de la Concertación asume, como primera forma, la de un modelo de gobernabilidad que, con el transcurso de los años, empieza a revalorizarse e interesa conocer y entender. Aparece en efecto, y así ha sido estudiado nacional e internacionalmente, como el sostén de un exitoso proceso de transición que, mediante acuerdos y luchas, con concesiones y conquistas, con astucia y técnica, con política y voluntad de cambios, imprimió un giro radical a la esfera política nacional, trasladando su centro de gravedad desde un pilar militar-de-derecha-conservadora-y-economia-neoliberal a un nuevo centro de gravedad cuyo pilar es democrático-reformista-social-demócrata-y-culturalmente-liberal.
La Concertación aparece retrospectivamente, entonces, como habiendo producido un real cambio de paradigma político pero sin rupturas ni maximalismos; sobre todo, sin el aspaviento con que la nueva generación anuncia cambios estructurales, rupturistas, paradigmáticos, de superioridad moral, etc., para luego enredarse en el paso del verbo a la acción.
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Mas no solo por lo que llevamos dicho aparece la Concertación de Partidos por la Democracia como un fantasma del cual la clase política, especialmente la actual elite gobernante, parece no poder desprenderse. Para ese grupo y varios otros —de centro, de la izquierda reformista e incluso de las derechas— hay motivos adicionales para encontrarse con este fantasma que surge de varios lados y no solo del lado de su exitosa experiencia de gobernabilidad.
Efectivamente, ahora que tanto izquierdas como derechas descubren al calor de los tropiezos y las dificultades cotidianas lo difícil que resulta crear coaliciones políticas con diversidad en la unidad y con una estrategia relativamente coherente para gobernar o hacer oposición, la Concertación se eleva como una construcción política de las más interesantes que Chile ha tenido a lo largo de su historia política.
Considérense nada más que estos elementos concurrentes a dicha construcción: (i) su nacimiento en plena lucha contra la dictadura y por ende en condiciones de evidente adversidad; (ii) su fundación en torno a un eje que contemplaba a dos partidos históricos de suyo importantes —PDC y PS— que se habían enfrentado dramáticamente antes, durante e inmediatamente después del golpe militar, junto a un arcoíris de diversos otros grupos políticos; (iii) su coronación efectiva de dinámicas previas de renovación y de convergencia, sobre todo en los casos del socialismo y la democracia cristiana y en la formación de un progresismo de nuevo cuño (PPD; (iv) como resultante, una mezcla plural de ideas e ideologías, demócrata cristianas, radicales, socialistas de varias tradiciones, socialdemócratas y progresistas, liberales, cristianas de izquierda, humanistas y ecologistas en su versión más inicial; (v) una amalgama que se forjó además en oposición abierta —ideológica, estratégica y táctica— respecto del bloque radical de izquierdas encabezado por el PC y acompañado de diversos grupos, armados o no, que propugnaban una rebelión y el uso de todas las formas de lucha, que la naciente Concertación denunció como una estrategia profundamente equivocada y no conducente a una victoria pacífica sobre la dictadura en el marco de luchas democráticas basadas en la recuperación del voto, las libertades individuales y sociales y el acceso al gobierno mediante elecciones libres; (vi) por último, una configuración a partir de colectividades políticas con enraizamiento en la sociedad civil y con múltiples redes de solidaridad, asistencia social, comunitarias, estudiantiles, profesionales, sindicales, eclesiásticas, de vecinos, organismos no-gubernamentales y organizaciones de la sociedad civil, y redes académico-técnicas-artísticas e intelectuales, tejidas durante los años de lucha contra la dictadura a lo largo del país, lo que hacía de la Concertación un bloque político pero también, a la vez, social y cultural.
Una de las razones de que la Concertación pudiese en brevísimos dos años a partir de su acta formal de nacimiento entrar a ocupar la administración del Estado y generar unos arreglos efectivos y duraderos de gobernabilidad, reside en esa alianza de partidos políticos y de redes socioculturales, que proporcionaron liderazgos (incluidos cuatro presidentes de la República y centenares de ministros, subsecretarios y parlamentarios, y miles de directivos tecnoburocráticos y de intendentes, gobernadores, alcaldes y concejales).
Cuando en las actuales condiciones —plenamente democráticas— una nueva generación, nuevos conglomerados políticos y nuevos liderazgos están forzados a formar coaliciones para gobernar, y comienzan a experimentar las dificultades reales de gestionar el poder, es natural que se les aparezca el fantasma de la Concertación. Por un lado, ella es un ejemplo de cómo en circunstancias —aún las más adversas— otras generaciones y partidos de centro e izquierda pudieron diseñar una arquitectura de gobernabilidad que duró veinte años operando con un alto nivel de efectividad sociopolítica y cultural. Por otro lado, es la misma Concertación que las izquierdas alternativas y radicales habían venido criticado tan dura como frívolamente dándola por sepultada, pero que ahora reaparece fantasmagóricamente en los lenguajes del poder actual.
¿Cuáles son estos?
El de un gobierno Boric que busca (todavía a tropezones) centrarse y gestionar sus dos coaliciones que amenazan, a cada instante, con entrar en lucha abierta por la imposición del ‘nuevo paradigma’. Es el lenguaje de los acuerdos y los consensos. De la unidad en la diversidad. Del reconocimiento que es más fácil hablar de malestares y dolores de la sociedad que actuar decisivamente para reducirlos. Es el lenguaje del ministerio de hacienda convertido en rector estratégico del gobierno y de forjar las alianzas estatal-privadas necesarias para la economía, el comercio y la provisión del bienestar social.
Es también el lenguaje del realismo (sin renuncia), del cambio gradual y tranquilo, de las tecnocracias y los expertos. En fin, el lenguaje de los ‘bordes’ —como se designan ahora las restricciones— que la política necesita reconocer como la dura y resistente materia con la cual debe trabajar y a la cual debe horadar —lenta y perseverantemente— con los ideales y valores proclamados para hacer avanzar el pesado tren de la historia.
Así es. Ambas coaliciones gobernantes, sus equipos ejecutivos y parlamentarios y su alta tecnoburocracia —en breve, la nueva elite— le ha llegado el momento en que aparece el fantasma de la Concertación. Aquel en que debemos decidir si acaso “obedecer a las propias convicciones (pacifistas o revolucionarias, tanto da) sin preocuparme por las consecuencias de mis actos, o bien me siento obligado a rendir cuentas de lo que hago, aunque no lo haya querido directamente, y entonces las buenas intenciones y los corazones puros no bastan ya para justificar a los actores”, según describe a este momento el sociólogo francés Raymon Aron, inspirándose en sus lecturas de Max Weber.
Ese fue el momento dramático en que la Concertación —entre 1988 y 1990— debió conjugar sus ideales propios y valores democráticos y de crecimiento con equidad con la oportunidad de una salida negociada de la dictadura. Un drama que se despliega entre la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad, como las llama Max Weber. Esto nada tiene que ver con la versión boba de un pacto secreto entre la Concertación, los militares y la gran empresa, abandonando sus convicciones a cambio de ganar posiciones de poder en el Estado. En cambio, tiene que ver con los dilemas reales que las dirigencias de la Concertación debieron enfrentar entre sus valores e ideales socialdemócratas y socialcristianos, liberales y de derechos humanos, y la responsabilidad de encontrar una vía pacífica, institucional, de transición hacia la democracia en beneficio del conjunto de la sociedad.
Hoy el gobierno Boric y su coalición dura —PC y FA— enfrentan, en condiciones completamente diferentes y dentro de un marco democrático, un dilema similar; cómo llevar a la práctica unos valores e ideales de transformación y nueva sociedad que van de reformistas a revolucionarios, del octubrismo al noviembrismo, asumiendo al mismo tiempo la responsabilidad de garantizar el orden, la seguridad y la satisfacción de las expectativas (incluso conservadoras) de la gente.
No es claro como se comportará ante este dilema la nueva generación del poder, sobre todo ahora que sus pretensiones de superioridad moral han sido rechazadas y que en su horizonte cultural se le acaba de aparecer el fantasma de la Concertación. No sabemos si preferirá salvar su alma mediante la mera retórica de las convicciones o bien, como Weber y Aron esperan del político profesional, asumirá el costo de ‘pactar’ con las restricciones reales de la sociedad para abrir paso a reformas graduales cuyas consecuencias no traicionen sus aspiraciones morales aunque se limiten al margen (máximo) de lo posible.
Lo que sí parece evidente es que la experiencia concertacionista —justamente frente a ese dilema— ha vuelto, tras treinta años, como un fantasma que remueve a quienes, como dijo el Presidente Boric, acaban de percatarse “que representar el malestar es mucho más sencillo que producir las soluciones para éste”.
*José Joaquín Brunner es académico UDP y ex ministro.