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Aristizábal: Los teléfonos de la ausencia

Celular triste fotos de stock, imágenes de Celular triste sin royalties | Depositphotos

Cuando mi padre estaba en casa era el único que podía contestar el teléfono. Aquella vez repicó una, dos, tres veces y cuando yo iba a contestar apareció como un rayo y tomó la bocina de aquel teléfono gris de disco que instalaban las empresas públicas de Medellín en todas las casas por aquel entonces. Yo seguí con lo mío en aquellas vacaciones largas de enero en un lugar donde no era visible, pero podía escuchar. La conversación duró poco, pero fue suficiente para saber que un teléfono también estaba hecho para comunicar ausencias. Fue la primera vez que sentí a mi padre sollozar; no era para menos, al otro lado del teléfono le habían dicho que su padre había muerto mientras ordeñaba las vacas.

Desde aquella vez comprendí que los teléfonos, particularmente a ciertas horas, son aves de mal agüero. Nada más terrible que el ¡ringgg! en una casa en silencio antes de la media noche o un poco antes del amanecer. Puedo recordar con exactitud aquellas muertes, los emisarios, la cara de mi madre o la de mi padre, quienes después de colgar decían: acaba de morir…

En casa también hemos sido aquella ave que antes de la media noche marca algunos teléfonos para anunciar: “Ramón ha muerto”. Casi puedo imaginar la cara de estupor de quien contesta, las preguntas que se hacen siempre, esa repetición absurda que es la muestra de la incredulidad. Luego el silencio y las lágrimas, el dolor que queda, el vacío, esa vida que se intenta vivir a pesar de la muerte, a pesar de que alguien jamás volverá a contestar un teléfono.

No sé si sea por eso, o vaya uno a saber el absurdo por qué, yo no borro los teléfonos de las personas que he conocido y mueren. Aún guardo una libreta de teléfonos donde muchos se han ido muriendo: amigos de mis padres, vecinos, amigos que ya no están; todo un cementerio numérico.

Lo mismo hago en mi celular. Esta semana buscaba un número cualquiera, me topé con el número de Rafael Baena, recordé el tinto que nos quedó pendiente, pero le dio por morirse y nunca nos lo tomamos. Igual con Julio Paredes, cuya última conversación fue cuando me escribió en el chat que quería enviarme un ejemplar de su última novela, Aves inmóviles, y lo mismo con Juan Camilo Sierra y Pablo Valenti, que cerraron la conversación en esta vida con un “abrazo”. Y así podría enumerar un puñado de gente muerta que aún conservo en mi teléfono y a veces, en esas esperas largas, cuando los ojos se cansan de leer o de mirar gente, paso revista a quienes ya no existen y me dan tantas ganas de marcarles para saber qué cuentan del más allá, muy especialmente cuando este más acá se pone tan complicado y triste.

 

 

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