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Isabel Coixet: Libros usados

Es un pueblo en el que hay 18 librerías y 800 habitantes. Todas son librerías de libros usados, algunos prácticamente nuevos, como si los que los adquirieron se hubieran arrepentido al instante de su elección. Otros tienen páginas dobladas, portadas polvorientas, tarjetas a modo de punto, frases subrayadas, flores secas que se deshacen nada más las tocas. Entrar en estas librerías es siempre una aventura.

No puedo hacerlo sin encontrar algún tesoro, las más de las veces sólo de interés para mí. Una edición de los 80 de las Crónicas marcianas, de Bradbury, con marcianos violetas en la portada, que me recuerda a la edición con la que descubrí al autor. Fotonovelas francesas de los 7o, con personajes  insufribles que pierden la memoria y no reconocen a sufridas novias que lo han dado todo por ellos y frases como «Gastón, aunque no sepas quién soy, yo te esperaré siempre». Tratados de enfermedades infecciosas de 1910 con fotografías espeluznantes de granos, pústulas y otros espantos con una tarjeta de «Chez Fred, catering para bodas y celebraciones» en medio. Una edición de cuentos de Maupassant con portada de piel bordada primorosamente y una dedicatoria: «A Louise, que me devolvió la fe en el amor. Afectuosamente, tu tío Cyrill» que me hace pensar en turbios entramados familiares, porque ¿quién en su sano juicio (a menos que no haya leído a Maupassant) regala esos cuentos crueles a alguien a quien dice amar, por muy sobrina que sea?

 

Una de las cosas que me prometí cuando gané mi primer sueldo a los diecisiete años fue que ahorraría en todo, salvo en libros. Es una de las pocas promesas cumplidas de mi vida

 

Un nuevo Simenon (pero ¿cuántos escribió y cómo lo hacía?). Una biografía de la cantante Barbara que sólo habla de sus primeros años en Bélgica. Un libro ensalzando a Jacques Cousteau. Otro denostándolo. Libros que reúnen fotografías de los mejores bares tiki del mundo. Libros con bocetos de los sombreros de Elsa Schiaparelli, que parecen salidos de su propia mano. Un libro que desconocía de Marguerite Duras con textos suyos y fotos de sus playas favoritas en Trouville. Libros con recetas de postres de gelatina que probablemente nadie ha probado en los últimos cuarenta años.

Salgo cargada invariablemente con cinco o seis libros ante la mirada estupefacta de mi pareja, que sabe que ya no sé dónde poner los libros que tengo. Una de las cosas que me prometí cuando gané mi primer sueldo a los diecisiete años fue que ahorraría en todo, salvo en libros. Esa es una de las pocas promesas cumplidas de mi vida. Cuando alguien me dice que debería regalar los que ya no leo, siempre respondo que aunque no los lea me hacen compañía.

Me gusta comprar libros de autores que no conozco y aventurarme en ellos buscando cosas que ni sé qué son. Me gusta volver a comprar libros que ya leí en ediciones diferentes para hacerme la ilusión de que SON diferentes. Me gusta perderme en una librería y dejar que pase el tiempo fuera y sentirme a salvo de la vida real porque, para mí, la real estará siempre aquí dentro.

 

 

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