Carmen Posadas: Dignidad
Hay palabras y conceptos que envejecen bien y otros muy mal como, por ejemplo, ‘honor’, ‘dignidad’, ‘pundonor’, ‘honra’ o ‘ser fiel a la palabra dada’. ¿A que huelen a naftalina y suenan a pereza supina? Algunos incluso se han visto asociados a actividades o personas nada recomendables. Como ‘dignidad’, que muchos (y yo entre ellos) de inmediato relacionamos con aquella siniestra colonia alemana en Chile que se hizo tristemente célebre durante la dictadura militar como centro de detención y tortura. ‘Honra’ y ‘ser fiel a la palabra dada’, por su parte, recuerdan demasiado a don Vito Corleone, mientras que ‘honor’, qué quieren que les diga, la escucha uno y casi se pone a cantar el Cara al sol. Y, sin embargo, por mal que hayan envejecido y por mucho que recuerden a personas o ideologías que uno rechaza, se trata de actitudes no solo deseables en otros, sino que resultan también provechosas para quienes las practican.
Porque el deseo de los alemanes era convertirlos en animales y arrebatarles su dignidad, ellos debían mantenerla a toda costa
Tomemos el caso de la palabra ‘dignidad’. Semanas atrás, en otro artículo, les contaba cómo mi amiga Malena se había enfrentado a dos enfermedades inmisericordes (esclerosis múltiple y un cáncer) sin una queja, sin venirse abajo, quitando importancia a sus cada vez más evidentes limitaciones y dando gracias a Dios y a la vida por lo que aún podía hacer y disfrutar. Resignación cristiana, pensará alguno; tonta fe que no conduce a ninguna parte, dirá otro, pero lo cierto es que, al igual que la dignidad, tanto la ‘fe’ como la ‘resignación’ (dos términos igualmente alcanforados y viejunos) no sirven solo para aspirar al Más Allá, sino que resultan utilísimos en el Más Acá. Lo son porque, ante una situación como la que acabo de describir, una mala mañana uno decide quedarse en pijama, al otro día no se ducha ni se lava los dientes y, al tercero, no sale de la cama, sumando así a su enfermedad depresión y derrota.
Comentaba yo todo esto con mi hermano Gervasio el otro día y él me recordó una anécdota que Primo Levi relata en Si esto es un hombre, libro en el que recoge sus vivencias en el campo de concentración de Buna-Monowitz, cerca de Auschwitz. Desposeído de todo y convertido en el número 174.517, Levi cuenta cómo, mientras el resto de sus compañeros maldecía su suerte y se dejaba comer por las chinches y los piojos, amén de por las mil penurias y humillaciones a los que a diario se los sometía, un austriaco de nombre Steinlauf tenía una actitud peculiar, por no decir extravagante. Se despertaba una hora antes que los demás, hacía gimnasia, se aseaba con agua de nieve o de algún charco y, a continuación, lavaba en ella también su ropa. Levi le preguntó qué sentido tenía tan absurdo ritual, que solo servía para malgastar energías. ¿No sabía Steinlauf que, después de media hora de cargar sacos de carbón, estaría igual de mugriento que el resto de sus compañeros? Además, si iban a morir todos, ¿qué caso tenía lavarse?
A esto, Steinlauf, al tiempo que cepillaba su raída chaqueta, respondió que precisamente porque el deseo de los alemanes era convertirlos en animales y arrebatarles su dignidad, ellos debían mantenerla a toda costa, y que, para continuar vivo, era fundamental salvar al menos el esqueleto, la armazón y las formas de la civilización. Hay que decir que con su actitud Steinlauf llamó la atención de sus captores y logró salvar la vida. Pero Levi argumenta que, aun si no lo hubiese logrado, su comportamiento le habría servido para hacer más llevadera su desgracia. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es la dignidad? Según el diccionario, es: «Cualidad del que se hace valer como persona y se comporta con responsabilidad, seriedad y respeto hacia sí mismo y hacia los demás sin dejarse humillar ni degradar». En otras palabras, lejos del postureo y de acciones vacuas de cara a la galería que tanto abundan hoy en día, es una cualidad que nos hace dignos y valiosos frente a nosotros mismos, tal como le ocurrió a Steinlauf y también a mi muy querida Malena. Él sobrevivió y ella no, pero el tiempo que estuvo entre nosotros fue más llevadero y pleno gracias, en gran parte, a esa vieja y tantas veces desdeñada palabra de tres sílabas.