Gehard Cartay Ramírez: Consenso y elecciones primarias
“Algunos se han preocupado y especulado sobre el alto número de precandidatos que podrían presentarse. Creo que, al final, no van a ser muchos, sino aquellos que tengan el respaldo suficiente”. ¿Sabotear las Primarias?, “aquí ya sabemos quién es quién”.
El tema de las elecciones primarias en la oposición hay que asumirlo sin ambages ni complejos, pues constituye el único mecanismo viable para que la oposición democrática elija un candidato presidencial unitario, en lo posible. Ya se sabe que también hay otra proposición al respecto: la del presunto consenso alrededor de un outsider o de alguien conocido. Sería, sin duda, la opción más aconsejable y, al mismo tiempo, la menos realista, dicho sea esto con todo respeto por quienes la han propuesto.
Digo aconsejable porque nos permitiría a la mayoría opositora reunirnos en torno a un venezolano excepcional, y no me refiero solamente a sus condiciones para ejercer la Presidencia de la República, sino al mero hecho de que nadie le discuta esa candidatura y, por el contrario, los opositores vayamos a su casa a ofrecérsela, sin que él -como resulta obvio- haya hecho algo para buscarla.
Tal cuestión es tan improbable que uno tiene que preguntarse si puede existir algún venezolano que reúna tal consenso, por un lado, y, en caso de lograrlo, si estaría dispuesto a asumir la candidatura unitaria con todos los riesgos y exigencias que implicará ser el presidente de la transición posterior al chavomadurismo, sabiendo como sabemos que encontrará un país arruinado, destruido y en medio de las más adversas condiciones financieras y sociales. Creo, sin embargo, que una figura como la descrita, capaz de convocarnos a la gran mayoría de los venezolanos, por ahora no existe, sencillamente.
Por supuesto que el consenso tendría otra ventaja adicional: evitar el natural desgaste del enfrentamiento que, muchas veces, trae consigo una competencia entre varios aspirantes y en el marco abierto de unas Primarias. Sin embargo, mojigaterías aparte, esa situación no necesariamente sería perjudicial pues el debate es consustancial a la democracia. No obstante, habría que exigirles a los precandidatos que el mismo gire en torno a sus ideas para gobernar y que sea realizado en un plano de altura y respeto, como debe ser.
Pero el consenso es un recurso excepcional y extraordinario que se presenta en muy escasas ocasiones, insisto. En nuestra historia del siglo XX venezolano, algo parecido ocurrió solamente en tres oportunidades, cuando el tan difícil y esquivo consenso fraguó en una figura política concreta en función de asumir un compromiso tan complejo como el de ser presidente de este país.
La primera ocasión se presentó en 1945, cuando el gobierno del general Isaías Medina Angarita y una parte importante de la oposición (el novel y modesto partido Acción Democrática) consensuaron su apoyo a la candidatura presidencial de Diógenes Escalante, en ese momento embajador de Venezuela en Estados Unidos. Conste, por cierto, que aquella no fue una candidatura única -cosa casi imposible, antes y ahora-, pues estaba planteada, además, la nominación presidencial del general Eleazar López Contreras, quien le había entregado el mando a su entonces delfín Medina Angarita, luego radicalmente opuesto a las ambiciones reeleccionistas de su ex jefe.
Pero la importancia de aquel consenso estribaba en que el gobierno y un sector opositor apoyaban una candidatura presidencial con verdadero chance de triunfar en el Congreso de la República que lo elegiría. Lo cierto fue que Rómulo Betancourt y Raúl Leoni viajaron a Washington en 1945 y le ofrecieron el apoyo condicionado de su partido al embajador Escalante, quien ya tenía el respaldo del entonces presidente -“el gran elector”, pues de su decisión dependía el nombre del sucesor- y del oficialista Partido Democrático Venezolano. La cosa no cuajó porque Escalante enfermó gravemente en septiembre de 1945 debido a un colapso nervioso, y lo que pudo ser una extraordinaria oportunidad en la evolución democrática del país se perdió en los entresijos del trágico destino de quien en ese momento encarnaba el consenso mayoritario.
La segunda vez ocurrió a mitad del año 1957, por cuanto la Constitución que el mismo dictador Marcos Pérez Jiménez había hecho aprobar en 1953 establecía que debían realizarse elecciones presidenciales cinco años después. Los partidos opositores, entonces en la resistencia (AD, URD, PCV y Copei, desde luego), estuvieron de acuerdo en lanzar un candidato unitario en la figura de Rafael Caldera, único dirigente destacado de la disidencia que se encontraba en el país. Pero tal circunstancia nunca se dio: en agosto de 1957 la dictadura encarceló al líder copeyano y sustituyó la consulta electoral prevista para diciembre por un referéndum con el fin de consultar a los electores sobre la posibilidad de prorrogar el mandato de Pérez Jiménez: el pueblo diría “sí” o “no”. Lo primero equivalía a prorrogar en el poder al dictador y su camarilla. Lo segundo nadie sabía para qué serviría. Por supuesto, “ganó” el “sí”, pero mes y medio después Pérez Jiménez sería derrocado.
La última vez que hubo un consenso casi absoluto fue el 4 de junio de 1993 cuando la mayoría de los partidos presentes en el Congreso de la República acordaron nombrar a Ramón J. Velásquez, senador independiente por AD, como presidente de la República en sustitución de Carlos Andrés Pérez, quien había sido destituido por el Congreso en mayo de ese mismo año. El consenso producido en esas tres oportunidades fue sin duda excepcional, tanto por los nombres en juego como por el contexto en que se dio. Ahora no pareciera que esas mismas condiciones puedan juntarse para designar como candidato presidencial a alguien que pueda representarlo.
No queda entonces otro camino que convocar a unas elecciones primarias para elegir al candidato unitario (y no único, obviamente) de la oposición. Ya ha sido anunciada su realización -aún sin fecha, por cierto-, designada la comisión organizadora de las mismas y publicado el reglamento que las normará. Sin embargo, nunca está demás advertir que esas elecciones primarias no deben ser dirigidas exclusivamente por los cuatro partidos que hasta ahora se han autoerigido en cabeza de una oposición que va mucho más allá de todos ellos y que, incluso, tiene mayor apoyo que ese grupo restringido denominado G4. Resultaría esencial que las mismas puedan ser dirigidas por representantes de la sociedad civil, como todo pareciera indicarlo.
Las Primarias deben ser abiertas y transparentes para que puedan trasmitirle confianza a quienes van a participar en ellas, tanto precandidatos como electores. Se les debe proporcionar también igualdad de oportunidades y total equidad durante el desarrollo del proceso, especialmente el día de las votaciones, así como durante el escrutinio y anuncio de los resultados, despejando cualquier duda sobre los mismos.
Por supuesto que del cumplimiento de todas estas exigencias dependerá la confianza en las Primarias y sus resultados, pero quienes decidan participar en ellas deben acogerse a sus procedimientos y decisiones, como es natural. Si se realizan con honradez y transparencia, el precandidato ganador debe obtener el respaldo de todos los competidores.
Lo demás resulta, a la postre, accesorio. Algunos se han preocupado y especulado sobre el alto número de precandidatos que podrían presentarse. Creo que, al final, no van a ser muchos, sino aquellos que tengan el respaldo suficiente. Lo otro que también inquieta es la posible intromisión del régimen y sus aliados para sabotear las Primarias. Habría que ser muy ingenuo para permitir una cosa así, porque en ese proceso solo podrían participar los candidatos genuinamente opositores, y aquí ya sabemos quién es quién.