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Carmen Posadas: Fueron felices y comieron perdices

En 1987, Stephen King publicó Misery, una aterradora novela con el siguiente argumento. Paul Sheldon, famoso escritor de historias románticas, cansado ya de Misery, la edulcorada heroína de sus relatos, hace que esta muera en las páginas finales de la novela que está a punto de salir al mercado. Poco antes de la fecha de publicación, sufre un aparatoso accidente de coche del que despierta con las piernas rotas y en casa de Annie Wilkes, una enfermera que resulta ser su admiradora y fan número uno.

Annie le prodiga todos los cuidados imaginables y se comporta como un ángel, pero solo hasta que lee la nueva entrega de su libro porque entonces, al descubrir que ha matado a Misery, se pone como una hiena. Lo golpea, lo deja tres días sin comer y sin calmantes y lo obliga a escribir una secuela en la que resucita a Misery. La coacción para que lo haga es tan brutal que llega amputarle un pie con un hacha.

A nadie le ha dado aún por secuestrar a su autor favorito, pero, gracias a las redes, el mundo se está llenando de émulos de Annie Wilkes

Como la realidad imita al arte, resulta que la pesadilla imaginada por King treinta y tantos años atrás se está haciendo realidad. Cierto que de momento a nadie le ha dado por secuestrar a su autor favorito, dejarlo sin comer o cercenarle un pie con un hacha, pero, gracias a las redes, el mundo se está llenando de émulos de Annie Wilkes. Vean si no: hace un par de años, un tal Dylan D, descontento con el arranque de la última temporada de Juego de tronos, capitaneó una ‘campaña de indignación’ en Internet. Con ella exigía que «escritores más competentes» rehicieran los capítulos finales de la serie, y a su campaña pronto se sumaron casi dos millones de firmas. No se trata de un caso aislado. Desde hace unos años, protestas de este tipo se han hecho cada vez más habituales y furibundas. Hasta tal punto que, en no pocas ocasiones, las productoras se han visto obligadas a modificar contenidos.

Existen hoy en día émulos de Annie Wilkes de perfiles muy diversos. Los hay desde tradicionalistas que han decidido boicotear la secuela de La Sirenita, porque en la nueva entrega su protagonista es negra, hasta miembros del colectivo LGTBI, que acusan a otras series de éxito de queerbaiting. O, dicho en román paladino, de incluir personajes de su colectivo solo como cebo y con el fin de obtener más fama y dinero. Pero tal vez los ataques más virulentos son los que sufren las productoras de grandes e icónicas sagas, esas que el público ha convertido en parte de su vida y, por tanto, considera intocables. Como La guerra de las galaxias, por ejemplo.

Tras el estreno de Los últimos jedi, octava entrega de la serie, un numeroso grupo de fans tacharon la película de blasfema y acusaron a su director, Rian Johnson, de destruir el espíritu de la saga exigiéndole que diera un paso al lado y dejara que otro director volviera a filmar la película so pena de organizar una campaña universal contra su persona. Al final, y vía Twitter, Rian, muy contrito, se vio obligado a suplicar que no lo hicieran. Aunque en este caso la sangre no llegó al río, cada vez con más frecuencia los imitadores de Annie Wilkes de este mundo condicionan (y distorsionan) la creatividad de las productoras, lo que me ha hecho cavilar sobre cómo quedarían las obras más famosas del cine y la literatura si, a partir de ahora, tuvieran que someterse a esta nueva tiranía.

¿Morirá Ana Karenina arrollada por un tren, tal como dispuso Tolstói, o, según esta nueva moda, justo antes de lanzarse a la vía aparecerá un revisor macizo encarnado por William Levy que la coge en sus brazos, le da un beso de tornillo y parten juntos para Sebastopol? ¿Y qué pasará con personajes tan moralmente reprobables como Otelo, Macbeth o Humbert Humbert? Supongo que, en vez de regalarnos deslumbrantes diálogos llenos talento y hondura psicológica, acabarán sin más preámbulo en el trullo, uno por maltratador, otro por asesino y el tercero por pederasta. Por supuesto, Casablanca, Cumbres borrascosas o Madame Bovary tendrán  los tres su final happy, happy, en el que todos fueron felices y comieron muchas perdices. Y, en cuanto a Lo que el viento se llevó, Rhett Butler, en la escena postrera, sucumbirá por  supuesto a las lágrimas de Scarlett, privándonos de uno de los finales más icónicos y memorables de la historia de la cinematografía. ¿Quedarán así más contentos los Annie Wilkes de este mundo? Sí, y paupérrimos intelectualmente también. (Y con ellos todos nosotros, me temo).

 

 

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