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Paul Krugman: Cómo perdió China la Guerra del COVID

                                                     Credit…Thomas Peter/Reuters

 

¿Recuerdan cuando se decía que debido al COVID  China se convertiría en la potencia dominante del mundo? A mediados de 2021, mi bandeja de entrada estaba llena de afirmaciones de que el aparente éxito de China en la contención del coronavirus demostraba la superioridad del sistema chino sobre las sociedades occidentales que, como dijo un comentarista, «no tenían la capacidad de organizar rápidamente a todos los ciudadanos en torno a un único objetivo».

Sin embargo, en este momento, China se tambalea mientras otras naciones están volviendo más o menos a la vida normal. Sigue aplicando su política de «cero COVID«, imponiendo restricciones draconianas a las actividades cotidianas cada vez que surgen nuevos casos. Esto está generando inmensas dificultades personales y frenando la economía; las ciudades bajo confinamiento representan casi el 60% del PIB de China.

A principios de noviembre, muchos trabajadores habrían huido de la gigantesca planta Foxconn que produce iPhones, temiendo no sólo quedarse encerrados sino pasar hambre. Y en los últimos días muchos chinos, en ciudades de todo el país, han desafiado la dura represión para manifestarse contra las políticas del gobierno.

No soy un experto en China y no tengo ni idea de adónde llevará esto. Por lo que he visto, los verdaderos expertos en China tampoco lo saben. Pero creo que merece la pena preguntarse qué lecciones podemos extraer de la trayectoria tomada por China, que ha pasado de ser un posible modelo a una debacle.

Lo más importante es que la lección no es que no debamos adoptar medidas de salud pública ante una pandemia. A veces esas medidas son necesarias. Pero los gobiernos deben ser capaces de cambiar la política ante circunstancias cambiantes y la aparición de nuevas pruebas.

Y lo que estamos viendo en China es el problema de los gobiernos autocráticos que no admiten errores y no aceptan las evidencias que no les gustan.

En el primer año de la pandemia, las restricciones fuertes, incluso draconianas, tenían sentido. Nunca fue realista imaginar que la obligatoriedad del uso de mascarillas, e incluso las cuarentenas, pudieran impedir la propagación del coronavirus. Sin embargo, lo que sí podían hacer era ralentizar la propagación.

Al principio, el objetivo en EE.UU. y en muchos otros países era «aplanar la curva», evitando un pico de casos que desbordara el sistema sanitario. Luego, una vez que quedó claro que se dispondría de vacunas eficaces, el objetivo era o debería haber sido retrasar las infecciones hasta que la vacunación generalizada pudiera proporcionar protección.

Esta estrategia se puso en práctica en lugares como Nueva Zelanda y Taiwán, que inicialmente impusieron normas estrictas para mantener los casos y las muertes en niveles muy bajos, y luego relajaron estas normas una vez que sus poblaciones estaban ampliamente vacunadas. Incluso con las vacunas, la apertura condujo a un gran aumento de casos y muertes, pero no tan grave como habría ocurrido si estos lugares se hubieran abierto antes, de modo que las muertes per cápita totales han sido allí mucho menores que en Estados Unidos.

Sin embargo, los dirigentes chinos parecen haber creído que los cierres podrían acabar con el coronavirus de forma permanente, y han actuado como si siguieran creyendo esto incluso ante las abrumadoras pruebas en contra.

Al mismo tiempo, China ha fracasado por completo en el desarrollo de un Plan B. Muchos chinos en edad avanzada -el grupo más vulnerable- aún no están completamente vacunados. China también se ha negado a utilizar vacunas fabricadas en el extranjero, a pesar de que sus vacunas autóctonas, que no utilizan la tecnología ARNm, son menos eficaces que las inyecciones que recibe el resto del mundo.

Todo esto deja al régimen de Xi Jinping en una trampa de su propia cosecha. La política de «cero COVID» es obviamente insostenible, pero ponerle fin significaría admitir tácitamente el error, algo que a los autócratas nunca les resulta fácil. Además, flexibilizar las normas supondría un enorme aumento de casos y muertes.

No sólo muchos de los chinos más vulnerables han permanecido sin vacunar o han recibido vacunas de menor calidad, sino que, al haberse suprimido el coronavirus, pocos chinos tienen inmunidad natural, y la nación también tiene muy pocas camas de cuidados intensivos, lo que la deja sin capacidad para hacer frente a un aumento del COVID.

Es una pesadilla, y nadie sabe cómo acabará. ¿Pero qué puede aprender el resto del mundo de China?

En primer lugar, la autocracia no es, de hecho, superior a la democracia. Los autócratas pueden actuar con rapidez y decisión, pero también pueden cometer enormes errores porque nadie puede decirles cuándo se equivocan. En un nivel fundamental, hay un claro parecido entre la negativa de Xi a abandonar su política de «cero COVID» y el desastre de Vladimir Putin en Ucrania.

En segundo lugar, estamos viendo por qué es importante que los líderes sean receptivos a la evidencia y estén dispuestos a cambiar de rumbo cuando se demuestra que están equivocados.

Irónicamente, en Estados Unidos los políticos cuyo dogmatismo se asemeja más al de los líderes chinos son los republicanos de derecha. China ha rechazado las vacunas extranjeras de ARNm, a pesar de las claras pruebas de su superioridad; muchos líderes republicanos han rechazado las vacunas en general, incluso ante la enorme división partidista en las tasas de mortalidad vinculadas a las diferentes tasas de vacunación. Esto contrasta con los demócratas, que en general han seguido algo parecido al enfoque de Nueva Zelanda, aunque con mucha menos eficacia: restricciones al principio, relajadas a medida que se extendía la vacunación.

En resumen, lo que podemos aprender de China es mucho más que el fracaso de políticas específicas; es que debemos tener cuidado con los aspirantes a autócratas que insisten, sin tener en cuenta las pruebas, en que siempre tienen razón.

 

Paul Krugman es columnista de opinión  en el New York Times desde el año 2000 y también es profesor distinguido del Centro de Postgrado de la City University of New York. Ganó el Premio Nobel de Ciencias Económicas en 2008 por su trabajo sobre comercio internacional y geografía económica. @PaulKrugman

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The New York Times

How China Lost the Covid War

Paul Krugman

 

Do you remember when Covid was going to establish China as the world’s dominant power? As late as mid-2021, my inbox was full of assertions that China’s apparent success in containing the coronavirus showed the superiority of the Chinese system over Western societies that, as one commentator put it, “did not have the ability to quickly organize every citizen around a single goal.”

At this point, however, China is flailing even as other nations are more or less getting back to normal life. It’s still pursuing its zero-Covid policy, enforcing draconian restrictions on everyday activities every time new cases emerge. This is creating immense personal hardship and cramping the economy; cities under lockdown account for almost 60 percent of China’s G.D.P.

In early November many workers reportedly fled the giant Foxconn plant that produces iPhones, fearing not just that they would be locked in but that they would go hungry. And in the last few days many Chinese, in cities across the nation, have braved harsh repression to demonstrate against government policies.

I’m not a China expert, and I have no idea where this is going. As far as I can tell, actual China experts don’t know, either. But I think it’s worth asking what lessons we can draw from China’s journey from would-be role model to debacle.

Crucially, the lesson is not that we shouldn’t pursue public health measures in the face of a pandemic. Sometimes such measures are necessary. But governments need to be able to change policy in the face of changing circumstances and new evidence.

And what we’re seeing in China is the problem with autocratic governments that can’t admit mistakes and won’t accept evidence they don’t like.

In the first year of the pandemic, strong, even draconian restrictions made sense. It was never realistic to imagine that mask mandates and even lockdowns could prevent the coronavirus from spreading. What they could do, however, was slow the spread.

At first, the goal in the U.S. and many other countries was toflatten the curve,” avoiding a peak in cases that would overwhelm the health care system. Then, once it became clear that effective vaccines would become available, the goal was or should have been to delay infections until widespread vaccination could provide protection.

You could see this strategy at work in places like New Zealand and Taiwan, which initially imposed stringent rules that held cases and deaths to very low levels, then relaxed these rules once their populations were widely vaccinated. Even with vaccines, opening up led to a large rise in cases and deaths — but not nearly as severe as would have happened if these places had opened up earlier, so that overall deaths per capita have been far lower than in the United States.

China’s leaders, however, seem to have believed that lockdowns could permanently stomp out the coronavirus, and they have been acting as if they still believe this even in the face of overwhelming contrary evidence.

At the same time, China utterly failed to develop a Plan B. Many older Chinese — the most vulnerable group — still aren’t fully vaccinated. China has also refused to use foreign-made vaccines, even though its homegrown vaccines, which don’t use mRNA technology, are less effective than the shots the rest of the world is getting.

All of this leaves Xi Jinping’s regime in a trap of its own making. The zero-Covid policy is obviously unsustainable, but ending it would mean tacitly admitting error, which autocrats never find easy. Furthermore, loosening the rules would mean a huge spike in cases and deaths.

Not only have many of the most vulnerable Chinese remained unvaccinated or received inferior shots, but because the coronavirus has been suppressed, few Chinese have natural immunity, and the nation also has very few intensive care beds, leaving it without the capacity to deal with a Covid surge.

It’s a nightmare, and nobody knows how it ends. But what can the rest of us learn from China?

First, autocracy is not, in fact, superior to democracy. Autocrats can act quickly and decisively, but they can also make huge mistakes because nobody can tell them when they’re wrong. At a fundamental level there’s a clear resemblance between Xi’s refusal to back off zero Covid and Vladimir Putin’s disaster in Ukraine.

Second, we’re seeing why it’s important for leaders to be open to evidence and be willing to change course when they’ve been proved wrong.

Ironically, in the United States the politicians whose dogmatism most resembles that of Chinese leaders are right-wing Republicans. China has rejected foreign mRNA vaccines, despite clear evidence of their superiority; many Republican leaders have rejected vaccines in general, even in the face of a huge partisan divide in death rates linked to differential vaccination rates. This contrasts with Democrats, who have in general followed something like New Zealand’s approach, if much less effectively — restrictions early on, relaxed as vaccination spread.

In short, what we can learn from China is broader than the failure of specific policies; it is that we should beware of would-be autocrats who insist, regardless of the evidence, that they’re always right.

 

 

Paul Krugman has been an Opinion columnist since 2000 and is also a distinguished professor at the City University of New York Graduate Center. He won the 2008 Nobel Memorial Prize in Economic Sciences for his work on international trade and economic geography. @PaulKrugman

 

 

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