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Malcolm Deas: Los colombianos

¿Qué tipo de nación es Colombia? ¿Cómo se explica su violencia? Para el historiador Malcolm Deas, Los alemanes de Norbert Elias puede ayudar a entender la política colombiana, gracias a su singular combinación de historia, filosofía y observación empírica.

 

 

Hace muchos años leí de Norbert Elias su The history of manners. No tengo un recuerdo muy claro del libro. Recuerdo vagamente que trataba de manera ingeniosa de temas como el debido comportamiento en la mesa de comer y de la invención del tenedor, y que era un texto muy original. Pero cuando recibí la invitación a participar en un simposio colombiano (en Oxford) sobre su obra mi primera reacción fue poco entusiasta. No por falta de respeto a Elias, en estos temas sin duda un pionero, sino porque he tenido la impresión de que después de la publicación de su libro hemos tenido un exceso de historias para mi gusto demasiado exquisitas, sobre temas demasiado marginales, escritas a veces por historiadores demasiado miniaturistas, a veces vanidosos y narcisistas. Mi estado de ánimo, mi convicción, fue, y es, que unos temas son más importantes que otros, y no quise escuchar nada sobre la historia colombiana del tenedor, ni de la cuchara. Además, había terminado de leer el libro In pursuit of civility, del historiador inglés Keith Thomas, que aunque lleno de detalles a veces interesantes sobre la evolución de nuestras costumbres, me dejó frustrado: ¿fuimos los ingleses más “civilizados” al final de los siglos abarcados en la obra,  o menos? No era tan claro. Obvio, el “proceso de civilizar” no es necesariamente lineal, y no ayudan tanto una gran cantidad de notas al pie de texto.

Sin embargo, me di cuenta muy rápidamente de que mi vago recuerdo no hacía justicia a la gran seriedad y amplitud del pensamiento de Elias. De su obra, me fijé esta vez en el libro Los alemanes.

El resumen de su contenido me pareció muy estimulante para intentar un ejercicio similar sobre la historia de Colombia: Elias, en este libro, escribe sobre temas relevantes y de mucho peso, como “Civilización y violencia: sobre el monopolio estatal de la violencia y su transgresión”, largos ensayos estos sobre el problema del terrorismo en la Alemania de la posguerra.

Su lectura me dejó impresionado por la singular combinación de historiador, observador empírico y filósofo político, y por la prosa ponderada y paciente. También por su concentración sobre un solo país, rara en un pensador de su índole.

De vez en cuando he sostenido dos argumentos. El primero, que no es cierto que haya una brecha insuperable entre los fenómenos de violencia en ciertas partes de Europa, en nuestros tiempos, por ejemplo los de Alemania, Italia y el norte de Irlanda, y los de América Latina (Colombia, Argentina, Perú…). Hay, sin duda, diferencias, pero también aspectos similares. El segundo, que no contradice al primero, es insistir sobre la singularidad de cada una de las historias nacionales de nuestra región.

En Europa es superflua tal insistencia sobre sus distintos países, pero en América Latina la perezosa generalización es más común, dentro y fuera de la región. La historia republicana de Colombia es, a mis ojos, muy distinta de la historia de las demás naciones cercanas, y, tratándose de ellas, se puede decir lo mismo de cada uno de nuestros países. ¿Quién opina que la historia política colombiana es similar a la historia de sus vecinos inmediatos, Venezuela o Ecuador?

Me parece que una carencia en la historiografía colombiana contemporánea es precisamente el estilo de reflexión y cuestionamiento que Elias practica en Los alemanes. No quiero un regreso al estilo autosuficiente de Luis López de Mesa, pero sí a su afán de identificar las particularidades colombianas. ¿Qué tipo de nación es Colombia? ¿Qué sentido de sí mismos tienen los colombianos? ¿Qué es lo que, en el pasado colombiano del último siglo, o siglo y medio, ha producido sus desastres políticos? ¿O, si prefieren ustedes, su habitus político?

Las modas cambiantes en la historiografía nacional del último medio siglo no han favorecido este estilo de ejercicio.

La historia política ha sido dominada por estudios de la violencia y del conflicto armado, muchos de muy alta calidad en la investigación empírica regional, pero la mayoría mostrando una limitada curiosidad sobre sus causas en el marco de la política nacional.

Ha habido aún menos interés en escribir historia política comparativa, en esclarecer la historia política colombiana, comparándola con la de sus vecinos de la región, o con países más lejanos que hayan sufrido sus propios sectarismos y violencias.

Este libro de Elias ofrece mucho estímulo para el cambio de enfoque.

Algunos preguntarán al principio cómo puede una reflexión sobre Alemania, una cultura del Viejo Mundo, una sociedad de capitalismo avanzado, muy educada, hasta el grado de una bien difundida pedantería, primero bajo un régimen dinástico y militarista, cortesano y jerárquico, aparentemente muy “civilizada”, una nación victoriosa y luego vencida en dos guerras grandes, tener algo que ofrecer a un ejercicio intelectual similar sobre Colombia.

En cuanto a Colombia: una república suramericana, largo tiempo aislada del resto del mundo por su geografía, económicamente marginal, una sociedad abrumadoramente rural, sin industria, bajo un régimen débil, antimilitarista, poco educada, excepto una minoría muy pequeña, sin victorias en su experiencia internacional, sin invasiones, sin penas ni glorias, sin el estímulo de conflictos internacionales, aparentemente poco “civilizada”.

La lista de contrastes parece larga.

Sin embargo, hay que matizar. Por ejemplo, Alemania y Colombia tuvieron ambos no pocos campesinos y no fueron países pioneros ni en la urbanización ni en la industrialización. Estoy solo explorando las posibilidades de comparación entre los dos países, no más.

Como Estado-nación, Colombia es cuatro o cinco décadas más antigua que Alemania. No más antigua que Prusia, Baviera o Sajonia, pero más que el Estado-nación, el Imperio alemán, que nació de la victoria sobre Francia de 1870. Esto tiene obviamente un significado limitado, pero algo es algo, y en términos de la formación de su habitus político no es irrelevante. Sorprende constatar que los partidos políticos tradicionales de Colombia se encuentren entre los más antiguos del mundo, para bien o para mal. Y, antes de su sustitución en 1991, la Constitución de 1886 era una de las más antiguas del mundo.

La historia del Imperio español en la Nueva Granada, y en otras partes de América, puede también mirarse como un “proceso civilizatorio”, en el sentido que da Elias a esas palabras. Esto no implica tildar de bárbaras a las sociedades anteriores, ni ignorar los aspectos poco civilizadores del imperio, pero sí reconocer su obra de tres siglos en la implantación de su versión de “civilidad” en sus pobladores, en su sistema judicial, en la evangelización, en la “reducción” de la gente a vivir bajo el son del campanillo, en su propio “monopolio de la violencia”.

Repito: el mestizaje cultural no debe simplificarse mirándolo como el progreso de la barbarie hacia la civilización, aunque sí es posible mirarlo como la evolución de nuevas formas de civilidad, ni indígenas ni españolas: criollas, mestizas y mulatas.

Era un imperio ampliamente provisto de abogados –letrados– y burócratas.

En el caso del Nuevo Reino de Granada, muy poco militar, con conflictos internos solo menores, en todos los aspectos poco violento. A ojos europeos, el famoso episodio de los Comuneros fue muy poco violento, en su curso y en sus consecuencias.

Una historia de casi tres siglos de catequización y adoctrinamiento. Con mucha razón la Iglesia pudo reclamar ser la institución fundadora de la nación emergente.

Un recuerdo y una anécdota. Mi recuerdo es de un puesto de comida al aire libre en un mercado campesino boyacense hace medio siglo, y de cómo me impresionaron las muy finas maneras, la cortesía, dignidad y formalidad de sus clientes. Esta es la anécdota: se cuenta del Presidente de la Real Academia de la Lengua y su secretario, españoles, que haciendo un pequeño tour por las mismas tierras altas y campesinas, se paran en una tienda para tomar un par de cervezas y después de un rato, escuchándoles, la vieja señora que los atiende les pregunta: “Perdonadme señores, pero ¿de qué parte son ustedes?”, y ellos responden con todo el acento madrileño: “somos españoles”; y ella les dice: “gracias, lo sospechaba por el dialecto”.

Los bogotanos de todas las clases tenían fama de finas y elaboradas maneras, y del famoso “dar caramelo”. Sus críticos, de adentro y afuera, alegaban que así disfrazaban su malicia e hipocresía. Y la ciudad tuvo tantos lectores de Rufino Cuervo, de sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, con el orgullo de hablar el mejor castellano del mundo –una jactancia que en Nicolás Buenaventura, intelectual del viejo Partido Comunista Colombiano, siempre suscitó el recuerdo de los centenares de muertos en la violencia, que él consideraba estuvieron de un modo ¿parroquiano? ¿intolerancia goda? ¿hispano-fascismo?– ligados a ese orgullo en la finura en el hablar. Además, los colombianos han sido grandes lectores del clásico Manual de urbanidad y buenas maneras –mi edición es de 1854– del venezolano Manuel Antonio Carreño; recuerdo que en tiempos no lejanos el Manual de Carreño era pregonado por los vendedores ambulantes de la Carrera Séptima, y citado por un jefe de la policía de la capital: “Mis agentes andan con el Carreño en la mano”. Hay temas acá para el Elias de A history of manners, pero ese no es el Elias de mi principal interés. Regreso a la inspiración de Los alemanes.

¿Se define Elias como sociólogo? Puede ser, pero es en mucho un historiador, aunque se preocupe poco por el aparato de referencias casi obligatorio en la profesión. Hay otros del mismo estilo, o de estilo similar: Max Weber y Thorstein Veblen en su obra Imperial Germany and the Industrial Revolution, que Elias curiosamente no menciona.

Elias medita más y cita menos que la mayoría de los historiadores.

Los alemanes es una serie de reflexiones en torno al nacionalismo, su naturaleza y sus formas. También sobre el significado del nacimiento del Estado nación alemán en la guerra de 1870; sobre violencia, las dos grandes guerras mundiales, la violencia de los primeros tiempos posteriores a la Primera Guerra Mundial, de los Freikorps y paramilitares similares, y sobre el terrorismo que apareció bajo la República Federal, la RAF, (Rote Armee Fraktion, Fracción del Ejército Rojo o Banda Baader Meinhoff).

Gran parte de la reflexión de Elias es natural y exclusivamente alemana: por ejemplo, el militarismo tan característico en la sociedad civil alemana después de la victoria en la Guerra Franco-Prusiana de 1870 y el nacimiento del Imperio Alemán, y la costumbre entre los estudiantes alemanes del duelo ritual. Este último no tiene paralelo fuera de Alemania, y aunque hubo militarismos en otras partes de Europa, no hubo ninguno con el prestigio y la aceptación social que tuvo la versión alemana.

En pocas naciones ha habido menos militaristas que en Colombia. La república independiente nace en 1830 en un ambiente antimilitarista y sigue así.  Y se debe enfatizar la singular inocencia, o por lo menos la falta de guerra, de Colombia en sus relaciones internacionales: en toda su vida independiente solo la corta guerra con el Perú de 1932 y unas escaramuzas que no merecieron la designación. Las reflexiones de Elias acá estimulan por el contraste entre los dos países.

Sin embargo, el texto de Elias llama fuertemente la atención del lector colombiano sobre otros temas.  Sobre elecciones, Elias especula sobre cómo es de difícil, arduo, para los participantes en la transición de un “régimen de jefes” hacia uno de competencia entre varios partidos, controlar sus pasiones y emociones: “las dificultades son tan grandes que por lo común son necesarias tres, cuatro o aun cinco generaciones para que la estructura de la personalidad se adapte con éxito a la forma no-violenta de competencia entre partidos.”

Eso sí debe hacer pensar al lector colombiano.

Al final de su discusión sobre el significado de los rituales de los estudiantes alemanes, que poco ofrece de relevante a los colombianos, se encuentra una definición parcial, aunque importante, del civilizing process: “un aspecto que uno puede describir como uno de los criterios centrales de un proceso de civilización: la amplitud y profundidad de la mutua identificación de la gente, y luego, del grado de su capacidad de empatía, de simpatizar con otra gente en sus relaciones”.

Esta idea no es tan fácil de precisar, pero sin duda es relevante.

Y otra observación pertinente: “Siempre sorprende ver la persistencia con la cual ciertos patrones de pensar, actuar y sentir, se repiten en una misma sociedad, con las adaptaciones características a nuevos desarrollos, en muchas generaciones seguidas. Es casi cierto que el sentido de ciertas palabras claves, y su contenido emocional oculto, trasmitido de una generación a otra sin examen y frecuentemente sin cambios, tiene su rol en la continuidad flexible de lo que uno conceptualiza como ‘carácter nacional’”.

Pero debo tratar de ser más sistemático en mis reacciones a las especulaciones de Elias en Los alemanes. Primero, el nacionalismo.

Elias especula sobre la naturaleza del nacionalismo en general. Piensa que el nacionalismo “presupone un alto grado de democratización de las sociedades en el sentido sociológico, no en el sentido político de la palabra”, y así lo caracteriza como un fenómeno de grandes sociedades estatales industriales del siglo diecinueve y veinte”. En eso me parece que no acierta. En su visión de la historia europea, Elias no confronta bien lo que se puede llamar “la cuestión –o el ejemplo– de Jean d’Arc [Juana de Arco]”, un desafío tan difícil de manejar para los historiadores que insisten en ligar el nacionalismo con una de sus favoritas nociones de modernidad, secularidad, o el print capitalism. Tampoco lo veo ausente en el mundo moderno en otros países, que pueden tener un alto grado de democratización social, y poco o nada de industria: por ejemplo, Italia, Irlanda, Grecia “moderna”, los países balcánicos y, aún, Venezuela y Colombia post-independencia, donde la democratización social, y a veces la política, llamó fuertemente la atención a ciertos viajeros europeos y norteamericanos.

Su grado y sus expresiones han tenido en Colombia variaciones regionales, pero sería perverso negar su existencia.

En su “Digresión sobre el nacionalismo”, segunda sección de Los alemanes, señala un fenómeno: “la creencia, la convicción del valor superior del propio país de uno sobre todos los otros, o sobre la mayoría de ellos, es un denominador común en todos los sistemas de creencias nacionales”. Su base varía de un país a otro. Y tiene sus consecuencias en las relaciones internacionales y en la vida política interna.

Invita a una especulación vaga, pero es un reto tentador. En el caso colombiano, ¿cuál es ese “valor superior”? Los colombianos son frecuentemente autocríticos, y hay columnistas que han vivido durante décadas de las ganancias de la autoflagelación nacional. Es interesante que en medio de tanta estadística que indica dolor –de violencias y miserias– Colombia sale frecuentemente muy arriba en esos cuestionarios internacionales de dudosa calidad científica como una nación de gente muy feliz. ¿Su valor superior es ser libre en la protesta? ¿Ser un pueblo díscolo? ¿Con una historia sin dictadores? ¿Ser una nación de un marcado regionalismo? ¿Una nación de fronteras? ¿Ser la gente que habla el mejor español del mundo? ¿Ser los campeones mundiales en el “rebusque”, colombianismo que reduce a una sola palabra las artes de sobrevivir teniendo poco o nada? ¿Ser la nación que ha tenido más elecciones que ninguna otra? ¿La más civilista? ¿La más sufrida…?

{{Sobre la protesta, recuerdo el poema del peregrino guatemalteco Antonio José de Irisarri (1786-1868), “Bochinche”. El poeta, de paso en el país en tiempos de una de las presidencias de Mosquera, pensaba que era una especialidad colombiana:

    Alboroto es tumulto pasajero,
pasajera también es la asonada;
mas el bochinche es cosa permanente;
es el orden constante del desorden;
el estado normal en que se vive
en confusión y en inquietud eternas.
Invención de Colombia es el bochinche,
Y el nombre es colombiano …

Sobre el regionalismo es muy pertinente el libro de Julio Carrizosa Umaña, Colombia compleja, Manizales, Ed. La Patria, 2017; sobre el civilismo, mi capítulo “El civilismo colombiano”, en Fernando Cepeda Ulloa (ed.), Fortalezas de Colombia, Bogotá, Ariel, 2004; sobre la última especulación de mi lista, recuerdo a un presidente del país quien en un momento de irritación me dijo que la característica principal de los colombianos era la auto-lástima.}}

Algunas de estas respuestas a la pregunta sobre el “valor superior” tienen que ver con lo que sigue en Los alemanes: “Civilización y violencia: sobre el monopolio estatal de la violencia y su transgresión”, “La descomposición del monopolio estatal de la violencia bajo la República de Weimar” y “Terrorismo en la República Federal de Alemania: expresión del conflicto social entre generaciones”.

Elias resume sus ideas sobre el particularismo alemán, enfatizando cómo la victoria sobre Francia de 1870 y la subsiguiente unificación de la nación cambió la ideología de la clase media, aumentando su deferencia hacia la aristocracia militar y el volumen del discurso nacional que en un modo u otro elogia el poder, la autoridad.

Fuerte contraste con Colombia, donde la protesta, por lo menos en sus inicios, y para tantos comentaristas, casi siempre tiene razón. No escribo esto para provocar: creo que un estudio de los medios y de mucha de la literatura académica lo comprobaría. Tampoco estoy opinando que la protesta no tiene razón.

Elias empieza esta parte de su libro con unas consideraciones generales.

¿Por qué las personas escogen el terrorismo?: “Se sienten separadas, outsiders, en relación con una sociedad que consideran totalmente podrida.” “Hoy los conflictos políticos en muchos aspectos han asumido las funciones de creación de sentido en la vida que en épocas anteriores fueron parte de las luchas religiosas.” “Había un sentimiento bien difundido de que si el Estado utiliza la violencia, entonces nosotros también vamos a utilizarla. Estos procesos de double-bind no tienen un comienzo fijo –have no real beginning–. Si uno mira las relaciones de poder involucradas, rápidamente llega a la conclusión de que el balance entre el potencial de violencia del Estado y el de los movimientos extra-parlamentarios –y más tarde de los terroristas– era demasiado desigual para que el terrorismo tuviera una perspectiva seria de éxito.”

Reflexiones tal vez banales, pero ausentes en gran parte de la voluminosa literatura colombiana.

Siguen observaciones sobre la violencia en la República de Weimar: su propio nacimiento violento; la influencia de la cercanía de la revolución rusa y la Rusia revolucionaria, con su creencia en la necesidad de la violencia, una teoría central en sus textos fundacionales, esta combinación que produjo la contra-violencia, “un proceso de double-bind, una vez comenzado, muy difícil de contrarrestar, que gana su propio momento, un poder auto-perpetuado y creciente sobre la gente, los grupos opositores que  lo constituyen. Llega a ser una trampa que obliga a ambos participantes, por temor a la violencia del otro lado, a responder con violencia”. Esto empieza con los espartaquistas y los Freikorps inmediatamente después de la guerra.

Enfatizo su observación sobre lo difícil de salir del double-bind. Suena un lugar común, pero no ha sido común en el análisis del conflicto colombiano insistir en lo difícil que es para una guerrilla poner fin a sus aspiraciones, abandonar la lucha y la utopía. Es la lucha la que mantiene la disciplina del grupo, su unidad, sus recursos y su mística, e incluso una corta tregua pone problemas graves, y el peligro de que cada miembro empiece a pensar solo en su propio futuro individual. La solución común a los problemas de los rebeldes es more of the same, más de lo mismo, que siga la lucha.

Un ejemplo que recuerdo del double-bind colombiano: el M-19 atacó al gobierno del presidente Julio César Turbay, que respondió con represión al M-19, el cual a su vez respondió con otros ataques justificándolos por la represión del gobierno. El proceso fue defendido por algunos como un intento de “desenmascarar al gobierno” para mostrar su verdadera faz de fascista. Un double-bind perfecto. El mismo argumento fue común en ciertos casos europeos. La sección del libro que más puede llamar la atención del lector colombiano es “Terrorismo en la República Federal de Alemania: expresión del conflicto social entre generaciones”.

Empiezo por mi opinión personal: nunca me ha convencido la idea de que todas las subversiones rebeldes de América Latina y las de Europa son fenómenos muy distintos, que la eta y las Brigadas Rojas de Italia o la pandilla Baader-Meinhof son en su esencia diferentes al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) o los Montoneros argentinos, o al M-19 o al Ejército de Liberación Nacional (ELN), o incluso a las FARC en ciertos aspectos.

Que existan diferencias, de ambiente, de coyuntura, de ideología, no implica que sean diferencias absolutas. Por ejemplo, no es tanto lo que distancia a la Argentina tan urbana, burguesa y pequeñoburguesa, con sus estrechos vínculos de masiva inmigración italiana y española: es fácil imaginar a ese país formando parte de Europa del sur.

((Por lo que vale, recuerdo mi propia impresión de cómo la gran mayoría de la población argentina miraba, atónita o indiferente, el conflicto violento entre los distintos destacamentos de las fuerzas armadas argentinas y los Montoneros y el erp. Poca movilización, un ambiente surreal muy bien captado en los cuentos del periodista del Buenos Aires Herald Andrew Graham-Yooll, A state of fear, Londres, Eland, 2009. Hay traducción española.

Pero los rebeldes argentinos se consideraron rebeldes de la América Latina, y se inspiraron naturalmente en el argentino Guevara, pero también en el colombiano Camilo Torres. Un resultado, apoyado por Fidel Castro, fue la guerrilla de Tucumán, una aventura que nunca tuvo la más mínima posibilidad de éxito. Rural, remota y de reducido número en sus filas, fue también el caso de la guerrilla colombiana hasta que, después de empezar a expandirse en los ochenta, se convirtió hasta constituir de manera clara una real amenaza a fines de los años noventa. Al grueso de la población, la urbana, no la molestaba. Vale la pena señalar que el hecho de que su escena de acción estuviera en el campo inhibió su designación como terrorista: el terrorismo por lo general se concibe como un fenómeno urbano.))

En este espíritu voy a seguir las sugerencias del texto de Elias, en el orden de su ocurrencia, con referencia a las siete décadas que suceden a la “violencia clásica” colombiana de los años cuarenta y cincuenta.

(( Un resumen muy útil del pensamiento guerrillero y filo-guerrillero está en Jorge Giraldo Ramírez, Las ideas en la guerra. Justificación y crítica en la Colombia contemporánea, Bogotá, Debate, 2015, con prólogo de Daniel Pécaut. Llama la atención la relativa escasez de trabajos sobre el tema del pensamiento guerrillero, particularmente sobre sus programas, aparte de la declaración de tomar el poder. Están casi ausentes los programas en la obra de 828 páginas de Darío Villamizar, Las guerrillas en Colombia, Bogotá, Debate, 2017. No solo son escasos, sino que no cambian, no hay intentos de ajustarlos frente a los cambios en el país. Para Villamizar, la justificación de las guerrillas es esencialmente su propia historia, no más. Además, los programas no convienen a una guerrilla: suscitan debate, y debate significa división; los programas son para después de la toma del poder.

Los programas no están totalmente ausentes en los documentos de las farc, salen después de sus conferencias, y es común su relativa falta de prominencia en los movimientos subversivos, que aspiran primero a tomar el poder o a un “cambio total del sistema”. (Para ser justo, no son tan comunes en la política colombiana convencional.) Pero en el caso de las farc, la parte agraria me parece ritual y no se tradujo en ninguna práctica ni prédica. El apoyo al grupo en el campo no dependía de su supuesto agrarismo, y últimamente su reducto rural estuvo en el colono cocalero, no en un campesinado que busca una reforma agraria. Otros puntos de su programa, como un congreso unicameral y la elección popular del procurador, son poco convincentes como justificación de una lucha armada.

Eduardo Posada Carbó, en su libro La nación soñada: violencia, liberalismo y democracia en Colombia, Bogotá, Norma, 2007, citado por Giraldo, señala la “Carta de los intelectuales” de 1992 como un hito en el rechazo por parte de ellos de la lucha armada, un hito tardío.))

Elias señala en Alemania “una problemática generacional de grupos de clase media”. En Colombia eso importaba muy poco o nada a los campesinos de Marquetalia, pero sí tuvo que ver con el liderazgo joven y urbano que optó por la guerrilla.

Mis recuerdos de los años sesenta son de la apertura de una brecha generacional muy marcada en la clase acomodada, entre los jóvenes universitarios y sus parientes. No es un tema tan fácil de historiar, pero no tengo la menor duda de que así fue. Como en la Alemania del texto de Elias, la brecha en muchos casos incluyó “un distanciamiento decisivo de la política de sus padres, una limpieza de la pesada maldición del pasado nacional”. Más pronunciado sin duda en Alemania, pero presente en la Colombia que estaba saliendo de la “violencia clásica”, la sectaria de los años cuarenta y cincuenta.

Aquel pasado no tuvo nada que ofrecer a las nuevas generaciones, y su solución –el Frente Nacional–, aunque sensata y lúcida dentro de sus limitaciones, tampoco llenó de sentido la vida política del país. Y en ese ambiente irrumpió –palabra favorita del comentario político colombiano– la Revolución cubana. Es difícil exagerar su influencia, directa e indirecta, en los primeros años de la guerrilla colombiana.

Como ya hemos observado, el Frente Nacional, contemporáneo en su fundación con el triunfo de Castro, vació de sentido la vida política del país en un aspecto básico. En aras de acabar con la lucha sectaria puso fin temporal a la competencia entre los partidos dominantes, liberal y conservador. Una limitación a la democracia, como es el caso de todos los esquemas de “poder compartido”.

El impacto de la Revolución cubana fue inmenso. Puso la guerrilla de moda. En Colombia, bajo Alberto Lleras Camargo, un fiel aliado del gobierno de Estados Unidos y del presidente Kennedy, la línea del gobierno pronto resultó anticastrista, rompió relaciones diplomáticas y, como confesó Castro, más tarde él respondió ayudando a los enemigos del gobierno colombiano, con su apoyo a la naciente guerrilla del ELN.

Siendo esencial para un partido de vanguardia tener su guerrilla, el Partido Comunista Colombiano (PCC), línea Moscú, creó sus “autodefensas campesinas” tolimenses, y así nacieron las FARC. Todo esto es bien sabido.

Bien sabido, pero tal vez falta un análisis estilo Elias de ciertos aspectos de esa coyuntura y de cómo los colombianos la miraban y la miran actualmente.

En el caso colombiano, el ejemplo cubano llegó a un país con una reciente experiencia guerrillera, y a muchos les pareció apenas natural que esa tradición continuara. Una justificación implícita de “la combinación de todas las formas de lucha” por parte del PCC puede haber sido que esa fue una práctica común y persistente de los partidos tradicionales. El ELN escogió su primera zona de operaciones precisamente por la anterior actuación allá de la guerrilla liberal.

A nadie le sorprendió mucho esta continuidad, aunque se puede argumentar que quitó a la teoría del “foco” la fuerza que en otras partes, según las ideas de Debray y Guevara, daban la sorpresa y la novedad.

El ruido de este “motor chiquito” era bien familiar y en Colombia poco sorprendió. Pero en esta reflexión inspirada en Elias quiero evitar en lo posible los temas trajinados.

Me llama la atención la resistencia de la historiografía colombiana a ponderar la influencia cubana. Varias veces me he preguntado si Colombia habría tenido una persistente lucha guerrillera desde los años sesenta sin el ejemplo cubano.

Mi propia opinión es que sin Cuba las secuelas armadas de la “violencia clásica” habrían desaparecido a mediados de la década del sesenta con la muerte de los últimos bandoleros: Chispas, Desquite, Sangrenegra, Efraín González.

Sin Cuba, habría sido imposible tildar a los reductos de autodefensa campesina de “repúblicas independientes” comunistas; y, sin eso, no se habría llevado a cabo la operación Marquetalia, la exagerada reacción del gobierno y el mito fundacional de las FARC. Y, como ya he hecho constar, no habría surgido el ELN, de clara inspiración cubana.

¿Qué significa la resistencia de muchos intelectuales colombianos no solo a reconocer esto, sino a ponderarlo? Significa insistir en la naturaleza esencialmente colombiana del conflicto armado, ligado a una inclinación al argumento de sus “causas objetivas”. Admitir su significado sería admitir que la opción de la lucha armada no se justificaba en las condiciones del país. A mí no me pareció, a mediados de los sesenta, que la guerrilla tuviera buenas perspectivas de victoria en Colombia, ni en ninguna parte de la región.

El rechazo al argumento de la gran importancia del ejemplo cubano fue ayudado por la apariencia, la imagen, del Frente Nacional, fácil de pintar como un arreglo represivo de los mismos oligarcas responsables de la repudiable historia de sectarismo letal de los años anteriores.

Otro aspecto de la coyuntura: las universidades colombianas a principios de los años sesenta eran muy débiles en ciencias sociales y en la historia profesional hasta un grado difícil de imaginar para las siguientes generaciones: una sociología apenas naciente, una ciencia política en embrión, media docena de historiadores con calificación académica –casi todos trabajando sobre la colonia– e incluso muy pocos economistas. No es negar los méritos de ciertos pioneros insistir en esta pobreza, todo lo contrario. Pero las universidades aún estaban bajo el dominio de las facultades de derecho, ingeniería, medicina y una vaga agrupación de filosofía y letras.

Entre los recuerdos de mi primera estadía en Colombia están unas reuniones, allá en los albores de la ciencia política. Éramos inocentes, confusos, despistados. ¿Qué era exactamente un “cambio de estructuras”, frase de moda de ese entonces? ¿Colombia era una oligarquía? Si era así, ¿quiénes eran los oligarcas y cómo mandaban? ¿Dominaban todo los siniestros “grupos de presión”?

Nos faltaba no solo sofisticación, sino también material de estudio. Todavía no había publicado su excelente obra Elecciones y partidos políticos en Colombia Mario Latorre, en esa fecha tal vez el único colombiano con un doctorado parisino en ciencias políticas.

Antes, los textos accesibles, por lo menos para quienes leían  inglés, eran los de John Martz y Robert Dix, sobrios, escritos para los lectores académicos estadounidenses, y el menos sobrio de Vernon Lee Fluharty, antiguo autor de novelas del Wild West, subsidiado por el general Rojas Pinilla, más divertido, menos confiable.

¿Qué importancia tuvo esta debilidad de la academia? Otra vez, de ninguna manera quiero cuestionar los méritos de algunos pioneros.

No obstante, la cosecha era escasa. El país de entonces tuvo poca capacidad de autoanálisis y, si se me permite una observación burda, era muy confuso sobre su propia naturaleza y sus propios problemas. No es el caso que la lucidez en ese aspecto sea tan común entre las naciones, pero Colombia adolecía de esta capacidad sin duda más allá del promedio. Por eso faltaban las defensas frente a lo que iba a ocurrir.

Y vino otra irrupción: llegó el marxismo. Elias sobre el caso alemán: “Siendo Marx casi el único científico social que ha dejado un edificio de ideas cuya nuez es una teoría de la desigualdad social y de la opresión junto con una promesa de solucionar esos problemas, su obra llegó a ser el medio central de orientación para los grupos de una generación de jóvenes de clase media en ascenso preocupados por la situación social y su posición dentro de ella.”

Observación tal vez banal, pero uno de los méritos de Elias es no evadir las verdades banales.

El marxismo no era en Colombia del todo nuevo: se pueden encontrar referencias a Marx en escritores nacionales aun antes de la Revolución rusa, pero por largo tiempo sus teorías fueron miradas como exóticas. Recuerdo un liberal de los años veinte que sostuvo que buscar el proletariado con conciencia de clase en Colombia era como pescar ballenas en el lago de Tota. Sin embargo, es fácil entender su popularidad entre muchos intelectuales colombianos de los años sesenta, como Elias en su estilo ponderado señala mientras comenta el caso de la Alemania Federal: “el marxismo se ha empleado para orientación intelectual y como una arma ideológica a disposición de grupos excluidos, los cuales, en relación con grupos establecidos específicos, son más débiles y ven obstaculizada la satisfacción de sus deseos. Como consecuencia, [el marxismo] ha sido el recurso de grupos excluidos de la más diversa índole. Sin embargo, su patrón de explicaciones no es congruente con la realidad sino en grado limitado. Cuando el modelo específico obrero-empresario y la promesa de salvación que significa la transcendencia de esa contradicción son adoptados como modelo universal para cualquier relación establecido-excluido, el modelo adquiere un carácter ideológico que lo hace útil como arma, pero a la vez altamente ilusorio como instrumento de orientación.”

En ambos casos, el alemán y el colombiano, el marxismo satisfizo lo que Elias llama “el hambre de significado”. En el caso colombiano, debido a la debilidad académica, la influencia de otros enfoques fue mucho menor.

Otro elemento de la coyuntura fue la inmensa lejanía del país de ese entonces de cualquier ejemplo del “socialismo real”, con el resultado no solo de producir un marxismo naíf, sino también un antimarxismo anticuado, dogmático, macartista, e igualmente lejano de cualquier realidad existente.

Para concluir esta breve lectura de Los alemanes, buscando su relevancia para Colombia, esta tal vez reside principalmente en sus observaciones sobre la lentitud, en todas partes, de la adquisición del grado de tolerancia y autocontrol que exige un régimen parlamentario multipartidista: “tres, cuatro y aun cinco generaciones”. ¿Han pasado suficientes generaciones en su vida política? ¿Ya en Colombia, o en otras partes de la América Latina?

¿Qué más habría llamado la atención de Elias si hubiera dirigido su mirada a Colombia y a los colombianos? ¿Su leguleyismo empedernido? ¿Su caparazón de indiferencia frente a la violencia, especialmente la violencia lejana? ¿Su resignación, aun su aprovechamiento, de la débil capacidad del Estado?

Sin duda, su paciente curiosidad, su coraje de plantear con claridad preguntas que luego nos parecen obvias, a veces banales, pero que por inhibición otros han evitado, habría iluminado o hecho pensar a muchos. ~

 

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