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Ricardo Bada: Pudieron haber sido tres los Nobel latinoamericanos de 1982

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Heinrich Böll

 

Mañana se cumplirán 50 años de la entrega del Premio Nobel de Literatura a Heinrich Böll, el primer alemán en obtenerlo después de la 2.ª guerra mundial. A decir verdad, durante esa posguerra ya lo habían obtenido antes dos alemanes; en 1946 Hermann Hesse, pero naturalizado en Suiza, y en 1966 la poeta Nelly Sachs, sólo que naturalizada en Suecia. Así es que Heinrich Böll –para mí siempre “don Enrique”– fue el primero en recibirlo siendo ciudadano alemán.

Pero mañana también se cumplirán 40 años de la entrega del Nobel de Literatura a García Márquez, en Estocolmo, y ello me recuerda lo que don Enrique me comentó con respecto de la obra de su colega colombiano, cuando lo entrevisté en vísperas de volar yo a la capital sueca, encargado de cubrir la ceremonia de la premiación para mi emisora, la Radio Deutsche Welle (la BBC alemana). La noche del 16 de noviembre me encontré con “el hombre bueno de Colonia”, como le conocían los alemanes, en la casa de su nuera ecuatoriana, Carmen Alicia, y su hijo René, a quien logré convencer de que su padre me concediera una entrevista (cuando ya no concedía casi ninguna), por ser –ese fue mi argumento de fuerza– uno de los pocos autores alemanes que conocía a fondo la literatura en lengua española, y en especial la de nuestro continente.

Y cuando le pregunté por la obra de García Márquez, don Enrique me contestó lo siguiente: “La considero un fenómeno excepcional. Excepcional por cuanto en ella coinciden plenamente lo que llamamos compromiso y lo que llamamos poesía. Esa distinción tan específicamente burguesa entre literatura comprometida y literatura dizque pura, distinción que a mí me parece esquizofrénica, es algo que no existe para nada en la obra de García Márquez. Esto es lo que la hace excepcional, y para mí también es excepcional en el seno de la literatura latinoamericana. En los casos de Sabato, de Vargas Llosa, a quienes tanto estimo como autores, se puede percibir aún esa separación, una separación típicamente europea, entre literatura pura y literatura comprometida. En García Márquez está eliminada por completo, ambos elementos conforman una unidad, y en ese sentido configuran un mentís total a la separación en literatura de uno y otro tipo. Eso me parece excepcional en él, porque él es total en ambas direcciones. Una figura sorprendente en la Literatura”.

Ahora deseo recordar que aquel año también ganó un latinoamericano el Nobel de la Paz, el cual lo concede una comisión del Parlamento noruego y se entrega en Oslo: en 1982 fue un premio en favor del desarme, y se lo otorgaron ex aequo a la socióloga sueca Alva Myrdal, por su lucha en pro de la desnuclearización de Europa, y al diplomático mexicano Alfonso García Robles, por “su magnífico trabajo en las negociaciones de desarme de las Naciones Unidas”, y como figura señera en la firma del Tratado de Tlatelolco, proscribiendo las armas nucleares en América Latina.

Lo que no se sabe tanto es que aquel 1982 pudieron haber sido tres los latinoamericanos galardonados; también debió serlo uno de los investigadores médicos más preclaros del mundo, el hondureño Salvador Moncada, entretanto naturalizado británico, entretanto nombrado Sir por Elizabeth II (q.e.p.d.), entretanto Premio Príncipe de Asturias 1990… pero dos veces preterido en la concesión del Nobel de Fisiología y Medicina, en 1982 y 1998, porque se le acreditó el mérito de sus descubrimientos al respectivo jefe de los laboratorios donde Salvador Moncada investigaba.

Una imagen que no se me borra de la memoria está relacionada con la noche de la entrega del Nobel, en el salón que Gabriel García Márquez alquiló en el hotel donde se alojan los premiados, para que la nutrida embajada colombiana enviada a Estocolmo por el presidente Belisario Betancur pudiera festejar a sus anchas. Y esa imagen que no se me despinta del disco duro es la de la simpatía y la cordialidad de García Márquez hacia el bioquímico inglés John Robert Vane, a quien le había sido discernido el Nobel de Medicina, y a quien, por la razón que fuese, invitó a la fiesta en aquel salón que era como una Cartagena chiquita implantada en pleno corazón de Escandinavia.

Para mí (truman) capote, y mirando la escena desde muy cerca, sentado a una mesa con el doctor Álvaro Castaño Castillo, me preguntaba si Gabriel García Márquez se hubiese mostrado tan cordial con Vane, de saber que Vane acababa de recibir un Nobel que le correspondería naturalmente a un hondureño. Abrigo la convicción de que no lo habría invitado a la fiesta, pero eso, ay, nunca lo podremos saber.

 

 

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