¿Por qué se suicidan las ballenas?
Es la cuestión que se formuló Ramón J. Sender, una de los personajes más originales de la literatura española y mundial del siglo pasado, en un librito ya venerable y marginal, ciertamente, dentro de una creación caudalosa y desigual que abarcó el periodismo, el ensayo, el panfleto político, la poesía, el cine y el teatro y le granjeó, en 1935, el Premio Nacional de Literatura.
Anarquista en sus mocedades, emigrado a los Estados Unidos tras la Guerra Civil y naturalizado en ese país hasta recuperar su hispanidad poco antes de fallecer en 1982, Sender urdió una intrincada y provocativa explicación, mezcla de ciencia, filosofía, religión y hasta de comadreo, a partir del momento en que los enormes cetáceos y los delfines, sus parientes menores, sellaron su destino volviendo al mar de donde, mientras tanto, escapaba el resto de los mamíferos vivientes.
Lo que ocurrió hace cincuenta millones de años entrañó la preeminencia de lo genético sobre lo neuronal para construir cerebros diez veces más desarrollados que los humanos y desprovistos del impulso destructor que poco a poco se apoderó de los animales terrestres; porque renunciaron voluntariamente a la racionalidad y asumieron el carácter afectuoso y solidario que salvaría la vida de millares de náufragos en tiempos de guerra y paz.
Porque, contra la imagen que Melville acuñó en su famosa novela, ellas jamás atacan a ningún ser humano y no sólo no huyen de nosotros sino que, amantes de la música y ellas mismas cantantes de voz melodiosa, suelen acercarse a los buques cruceros para disfrutar de las orquestas que amenizan los bailes vespertinos.
“Como si ellas y los delfines se hubieran escapado de la tierra dejándosela a los hombres que cultivaban la sinapsis de la destrucción”, escribe Sender, con la desventaja para estos vegetarianos que pesan más de cien toneladas, “ángeles anfibios” – según los denominó Orígenes, uno de los autores primitivos de la iglesia- de que no contienen “una sola pulgada de materia inservible para las necesidades o los lujos del hombre”, desde el esperma solidificado y los dientes del más puro marfil, hasta el excremento con que los patricios romanos perfumaban sus alcobas y es ahora materia prima de la cosmética femenina.
En cuanto a los delfines, señaló, tienen un cerebro muy parecido al del hombre – siendo los vertebrados y mamíferos más inteligentes de la creación- en actividad desde hace treinta millones de años que les permite oir 29 veces más que nosotros y entender todo lo que queremos decirle mucho antes de que acabemos de formularlo, impacientándose con nuestras sugestiones como nosotros con las de los idiotas, y “si no inventaron las matemáticas y la bomba atómica es porque carecen del instinto del mal y aunque se formó como el del hombre a partir de los reptiles, en lugar de quedarse como éste en la tierra y organizarse para el combate prefirieron volver al mar, donde sus genes prevalecieron sobre el cerebro, sin ser menos inteligentes”.
La ballena y el delfín se entienden, al contrario de los peces que en el mar sólo oyen a los de su especie, con un mismo idioma de diferencias meramente dialectales, y al parecer sólo hablan de amor, porque predominan en ellos los genes y no han desarrollado los lóbulos frontales y las sinapsis neuronales, asientos de la inquina.
Como cada cual busca el placer y huye del dolor y con eso creen resolverlo todo, continúa el autor, los delfines y las ballenas que optaron por regresar al mar, donde por su tamaño no necesitaban desarrollar aptitudes para el combate, ahora se suicidan con mayor frecuencia mientras se intensifica su persecución por el hombre.
Pero no por la contaminación, mínima e imperceptible en los lugares donde las ballenas acostumbran habitar o hacerse el harakiri, sino porque los peligros se han multiplicado con los siglos y ahora con los años, y ellas son capaces de intuir el probable riesgo, en la anticipación voluntaria de una destrucción próxima e inexorable.
Y, por eso, sentenciaba el autor, los suicidios de las ballenas y delfines, convencidos de la inutilidad de seguir viviendo, son un alerta y un aviso contra la inminencia de los viejos apocalipsis que refieren todas las religiones.
Varsovia, febrero de 2023.