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Villasmil: Mitos no míticos

 

Dentro de sus muchas funciones, un mito tiende a dividir a una sociedad. Sobre todo si su origen es político. Todavía hay rusos que extrañan a Stalin, italianos a Mussolini o argentinos a Perón, y neonazis en todo el mundo a Hitler. Bien lo dice Guy Sorman: los mitos tienen una vida más larga que la realidad.

Luego de la muerte de Chávez  hubo un inescrupuloso intento de construcción de una figura mítica, digna de ciertos altares populares de la patria, junto a Negro Primero, María Lionza, José Gregorio Hernández y, claro, Bolívar.

Nos recuerda Leszek Kolakowski que los mitos tienden a establecer una frontera cultural con la vertiente tecnológica de una sociedad dada, de la cual la ciencia es su expresión más común. Un punto central, fundamental, es que la fe en un mito no puede obtenerse por convencimiento racional. Además, y para peor, si bien la estructura mítica no sirve para explicar la realidad de forma racional, quien cree en el mito no exige dicha explicación. El mito le basta y sobra.

En el caso venezolano, como bien afirma Luis Castro Leiva, “la saturación cultural alcanzada por el bolivarianismo en esta república hace del mito la sustancia del valor moral de las acciones y pasiones políticas.”

 

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La revolución, afirmaba Mao, no es un baile de buenos modales. Y ese asesino que acabó siendo una muy exitosa efigie de franela, el Che Guevara, sentenció que el revolucionario debe ser una máquina fría de matar.  Así son esos fascistas – o comunistas, o como se quieran llamar- de izquierda.

Caído el Muro de Berlín, los viudos del totalitarismo entendieron que en esta época híper-tecnológica los medios eran muy importantes, por aquello de que tapar sus marranadas no era tan fácil como en el pasado. Las viejas tácticas de confrontación se vieron derrotadas por innovaciones tecnológicas capitalistas que las desnudaban en toda su crudeza. Había que cambiar de modales, y pronto: así, hoy se puede ser un muy revolucionario seguidor de Fidel o de Lenin, y usar un iPhone, un iPad, una laptop MacBookPro, y tener cuentas en Facebook, Instagram, Tik Tok y Twitter. Como se puede fungir de demócrata, participar en elecciones, e incluso ganarlas, para luego destruir el Estado de derecho desde dentro. Los Putin, Ortega, o Mugabe así lo demuestran. Pero uno de los más efectivos por estas tierras fue Hugo Chávez.

Cambio de formas, pero no de objetivos. Máxime cuando -en la época de las vacas gordas petroleras de este siglo- se tenía todo un coro de cheerleaders en medio de la variopinta congregación de supuestos demócratas que han mal gobernado nuestros países de la América no norteamericana.

Un triunfo central de las fuerzas autoritarias, alimentado por los coros de tontos útiles que les siguen el cántico: la democracia es simplemente un método electoral, y punto.

 

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Un fracaso general de la sociedad venezolana es que no hemos sido capaces de consolidar un país de ciudadanos. Al contrario.  Venezuela no sólo ha sido un petro-estado, sino que, usando valores materialistas, generó ciudadanos sauditas pétreamente domesticados en los modales del consumismo y del clientelismo.

Venezuela tiene un postgrado en dictaduras. Y en todas esas aventuras irresponsables, nos recuerda también Luis Castro Leiva, “el ritual dictatorial comienza como una extraordinaria aventura moral, como una revolución, si no que le pregunten a los militares.” En Hugo Chávez se unieron el siglo XIX y el XXI. Los híper-precios del petróleo sirvieron para re-establecer la chatarra argumental e ideológica del socialismo del siglo XIX, convertido por obra y gracia de la voluntad de un militar golpista en petro-socialismo,  hoy transformado en un capitalismo-salvaje-sin-Estado. El Estado no es un ente al servicio del bien común, sino una presa que ha sido atrapada para extraer ganancias mil millonarias.

Ha estado de moda centrar la crítica al chavismo-madurismo en sus falencias económicas, pero el daño mayor, el que sin duda alguna será más difícil de solucionar, es el daño antropológico. No sólo por el cáncer de la división, o la pérdida de valores, sino por haber repotenciado el ADN caudillista que pervive en las mentes venezolanas desde el origen de la nacionalidad republicana. Un ADN al que se unió, siempre por la teta petrolera, un paternalismo misionero clientelar y vergonzante. Hugo Chávez llevó al paroxismo algo que por desgracia todavía subsiste en la corriente sanguínea nacional; Chávez, en su mayor momento de popularidad, se convirtió en el líder adorado por las masas que Carlos Andrés Pérez quiso ser, creyó ser,  y al final no fue.

No hay agenda realmente democrática que no parta de allí: del daño antropológico causado por tantos años de desidia, de abandono de ideas, de destrucción institucional, de degradación de la moral y de la ética tanto públicas como privadas. Vivimos en una anomia y anarquía constantes, porque tenemos un Estado ilegítimo y sin auctoritas donde el vicio y la injusticia se dan la mano, convertida la sociedad, por orden de Chávez primero, Maduro después, en un cuartel al lado de un pozo petrolero, una mina extractiva explotada sin preocuparse por el medio ambiente, un inmenso bodegón de Fantasyland para venderle bienes a unos pocos y aspiraciones a muchos.

Hugo Chávez Frías, el que se creyera un nuevo Mito Nacional, el hombre que más daño ha hecho a Venezuela en toda su historia, si bien nunca poseyó una real filosofía, sí tuvo, y a granel, una retórica: demostró con creces que un perenne monólogo puede convertirse en todo un delirio.

Ha sido mucho el daño causado y que sigue causando el socialismo del siglo XXI en Venezuela, pero afortunadamente sus aspiraciones míticas se han derrumbado. Está circulando en las redes un video donde se ve, en un barrio humilde de Maracaibo, un negocio con un curioso nombre: “Bodega el chavista arrepentido”. Ese sentimiento lo corea hoy buena parte del pueblo venezolano. El chavismo es hoy solamente expresión de  poder fáctico, su capacidad mítica se derrumbó.

Eso, a los demócratas, nos debe significar un poderoso rayo de esperanza.

 

 

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