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Carmen Posadas: La ‘paradoja Richard Cory’

No quiero dármelas de original, y seguro que a alguien se le habrá ocurrido la misma idea antes, pero, como no he encontrado información al respecto, allá va mi teoría a la violeta sobre algo que llevo años observando. Para mí, la vida se parece mucho a una partida de póquer.

Hay personas a las que al nacer la suerte les reparte un trío de jotas; a otras un full de ases; e incluso las hay que reciben de mano un póquer, un repóquer o una espléndida escalera real. Y luego están los otros, aquellos a los que se les concede apenas una triste pareja de doses o cartas tan malas e inconexas que no parecen augurar nada bueno.

Nacer con un trío de jotas equivale a hacerlo, pongamos por caso, en una familia de limitados medios económicos, pero que hace un esfuerzo por dar a sus hijos la mejor educación, de modo que, además de tener esa ventaja, cuentan también con el ejemplo de unos padres que se sacrifican por ellos y por su futuro. Que la vida le regale a uno un full de ases, digamos, equivale al caso anterior, pero con el añadido de que esa persona nace con virtudes tan útiles como tener don de gentes o ser tenaz. El póquer, por su parte, consistiría en tener todos los atributos antes señalados a los que sumaríamos el ser físicamente atractivo, por ejemplo, mientras que, en el repóquer, se añadiría formar parte de una familia de ricos con todas las ventajas y conexiones que eso implica.

Mi hermana dice que debería existir una ONG que se ocupe de los hijos de los multimillonarios: por cada uno que es feliz, hay cientos de inútiles consumados

En cuanto a aquellos a quienes el destino reparte una pareja de doses, son todo lo contrario. Se trata de personas que nacen en un ambiente desfavorecido, en una familia complicada y/o en un lugar del mundo en el que salir adelante es casi un milagro. Es probable que incluso tengan algún problema físico, ya sea una minusvalía o cualquier otro rasgo que les reste posibilidades de éxito. Tal es la parte injusta de esa lotería (o ruleta rusa) a la que llamamos vida.

Al fin y al cabo, nacer en un lugar y no en otro; tener una familia que supone una ayuda o, por el contrario, una rémora; contar con una buena educación o carecer de ella; ser inteligente o un perfecto zote; guapo o feo; sano o impedido, no depende de uno. Pero luego viene la partida de póquer. La que hace que una persona a la que la vida le ha repartido el repóquer o incluso la escalera real malbarate su buena fortuna, mientras que otra, con cartas medianas o incluso pésimas, no solo logra sacarles rendimiento, sino que, con frecuencia, gana la partida.

Cuando uno es joven, tiende a pensar que lo importante son las cartas que la vida reparte al nacer. A medida que se va uno haciendo viejo, descubre que con frecuencia nacer con buenas cartas, lejos de ser una suerte, es una desgracia. Mi hermana Dolores, que tiene mucho sentido del humor, dice siempre que debería existir una ONG que se ocupe de los hijos de los multimillonarios porque por uno que sale trabajador e industrioso, por uno que es feliz y sabe valorar lo que tiene, existen cientos de casos de neuróticos, infelices crónicos, almas extraviadas e inútiles consumados. ¿Qué hace que quien todo lo tiene juegue tan mal sus cartas? ¿Cómo alguien con todo en contra triunfa mientras los bendecidos al nacer por la fortuna fracasan? Se podría escribir un tratado psicológico o sociológico al respecto, pero, a grandes rasgos, digamos que aquellos que lo tienen demasiado fácil se relajan, confían en su suerte y piensan que, como todo les es debido, la vida les seguirá favoreciendo eternamente.

En el otro platillo de la balanza están los que saben que nada es gratis; que si quieren algo tienen que pelear por conseguirlo; aquellos para los que sus carencias se convierten en un acicate y, por tanto, también en su pasaporte para el éxito. Cuando pienso en tan curiosa paradoja, recuerdo siempre una vieja canción de Simon & Garfunkel. En ella se cuenta la historia de Richard Cory, un multimillonario al que sus empleados admiraban y envidiaban porque era guapo, inteligente, un bendecido por la fortuna. «Cómo desearía ser Richard Cory», repetía el estribillo, antes de revelar que una madrugada y, para pasmo general, el afortunado apareció muerto con un tiro en la sien. ¿Cómo es posible?, se preguntaba la canción. ¿Qué pudo haberle pasado? Está claro que era uno de los muchos a los que la vida regala ese tan tramposo y sinuoso repóquer de ases y tampoco lo supo jugar.

 

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