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Al transformar la política en un reality show, el primer presidente detenido y procesado vuelve a monopolizar la atención pública y la conversación nacional de Estados Unidos

Durante la era política de Donald Trump, la política de Estados Unidos ha dejado de ser reconocible. Esta profunda desfiguración, incluso grotesca, ha coincidido con la extraordinaria capacidad de Trump a la hora de monopolizar la atención pública y de controlar la conversación nacional. Esta personalista sobrecarga de la opinión pública, como si Estados Unidos hubiera pasado del #MeToo al #OnlyM, ha sido clave para el éxito de la comunicación política del trumpismo.

Antes, durante y después de su etapa en la Casa Blanca, Trump ha contribuido a la reprochada espectacularización de la política con una estrategia que podríamos denominar Reality Politics. De hecho, su precampaña consistió en protagonizar su propio programa de telerrealidad en la cadena NBC: ‘The Apprentice’. Un popular concurso, supuestamente basado en la búsqueda de talento para los negocios, que sirvió a Trump para popularizar la imperativa consigna: ‘You are fired!’ (‘ está despedido’).

Además de esta remunerada notoriedad, Trump aprovechó la ocasión para presentarse ante una masiva audiencia como una fantasía de sí mismo: un líder emprendedor al frente de un imperio global, un multimillonario hecho a sí mismo que perfectamente maquillado, iluminado y sentado detrás de un escritorio tomaba decisiones, aunque fueran sobre cuestiones totalmente banales. Si se dice que toda campaña electoral es un esfuerzo por visualizar al candidato ocupando el puesto de responsabilidad deseado, Trump tuvo catorce temporadas para ser visualizado cuando menos como un gerifalte.

Como explica James Poniewozik, crítico principal de televisión del ‘New York Times’, la clave de la proyección de Trump fue precisamente utilizar un género que le permitió presentarse como un antihéroe: «Los programas de telerrealidad apelaban a la sed de autenticidad –aunque sus montajes eran artificiosos y sus historias estaban editadas– y prometían un vistazo a realidades más emocionantes que la propia. Pero también, de forma inusual para la televisión, presentaban protagonistas que no eran convencionalmente simpáticos –que se hacían eco de la noción, que reverberaba en toda la cultura, de que éste no era un mundo hecho para gente agradable».

Con ayuda del voto popular

Al hilo de las primarias republicanas de 2016, Trump empezó por transformar todo ese ordenado y ejemplar proceso de selección de candidatos a la Casa Blanca con ayuda del voto popular en lo más parecido a un ‘reality show’. El calendario gradual de las primarias, especialmente concurridas cuando no se trata de un presidente aspirando a un segundo mandato, implica una necesaria criba respaldada por los sondeos de intención de voto. Lo que en la práctica supone que para ser invitado a sucesivos debates hace falta contar con el beneplácito de la audiencia, una dinámica que Trump consiguió equiparar al proceso de eliminación de concursantes televisivos a través del veredicto de audiencia.

Al hilo de las primarias republicanas de 2016, Trump empezó por transformar todo ese ordenado y ejemplar proceso de selección de candidatos a la Casa Blanca con ayuda del voto popular en lo más parecido a un ‘reality show’

La retórica política utilizada por Trump también ha encajado perfectamente con el tono entre trivial y soez que caracteriza el contenido de los ‘reality shows’. En este sentido, el presidente Trump habría multiplicado de forma significativa una preocupante tendencia de degradación presente en la retórica de la Casa Blanca. Según el politólogo Elvin Lim, se puede demostrar empíricamente que existe un declive continuado durante el siglo XIX y XX con respecto a los niveles de complejidad intelectual presentes en los mensajes y comunicaciones presidenciales. Aunque irónicamente los presidentes de Estados Unidos hablan y comunican más que nunca, sus discursos son formalmente más pobres que nunca a la hora de incluir argumentos, razonamiento y deliberación.

Además de apelar al mínimo común denominador, Trump también jugó con otro significativo elemento explotado ampliamente en televisión: la nostalgia. En el ciclo electoral de 2016, los niveles de desafección con el status quo político en Estados Unidos eran tan profundos que el entonces candidato republicano acertó de pleno al ofrecer una vuelta a tiempos pasados, pero supuestamente superiores, tanto en el terreno económico como cultural. El eslogan ‘Make America Great Again‘, además de una cuestionable interpretación histórica, era una oferta para unirse a una singladura hacia un añorado y muy superior destino colectivo.

El candidato fracasado

Quizá uno de los diagnósticos más acertados sobre esta perturbadora transformación del proceso político en Estados Unidos en un ‘reality show’ lo realizó Jeb Bush, el fracasado candidato republicano que aspiraba a continuar la dinástica política iniciada por su padre y secundada por su hermano mayor. Al anunciar el final de su fracasada campaña tras las primarias de Carolina del Sur de febrero de 2016, Jeb Bush vino a reconocer que se retiraba de las primarias porque le habían votado fuera de la isla.

Durante la era Trump, la Casa de la Pradera ha terminado degenerando en la Casa de Gran Hermano. Como voraz tiburón de la palabra, Trump no ha dudado en romper con el tono y los parámetros tradicionales de la retórica política en Estados Unidos. Con sus declaraciones extemporáneas e insultantes, constantes gesticulaciones y la creación de una subtrama muy particular, la serie de debates republicanos durante las primarias de 2015 se convirtió en lo más parecido a The Donald Trump Show, un formato prolongado a cuatro años tras su victoria electoral en 2016.

Durante la era Trump, la Casa de la Pradera ha terminado degenerando en la Casa de Gran Hermano. No ha dudado en romper con el tono y los parámetros tradicionales de la retórica política en Estados Unidos.

Dentro de su exitosa carrera política guionizada, Trump ha aprovechado la dinámica competitiva de los reality, según la cual tiende a ganar el concursante que mejor conecta con la audiencia a través de la pose más genuinamente ‘freaky’. Con el agravante de la confusión entre mala educación y sinceridad. Incluso cuando el magnate no tenía muchas ganas de actuar, su silencio terminaba siendo la gran noticia en la sucesión de debates que jalonan el proceso de primarias. En este sentido, Trump como virtuoso del autobombo forma parte de la evolución del concepto de fama durante el siglo XXI. Es decir, el famoso que en ausencia de cualquier otro mérito discernible es únicamente famoso por ser famoso.

Confrontación permanente

Entre los elementos típicos de los ‘reality’ incorporados por Donald Trump a su comunicación política destacan la confrontación permanente, la bronca tan denigrante como banal, los insultos, los contenidos morbosos y la exaltación de lo soez. En definitiva, este popular subgénero televisivo se caracteriza por exhibir una deprimente falta de respeto y civismo, apelando de forma permanente a los peores –y más emocionales– instintos de la audiencia.

El mismo Trump confirmó su estrategia de sobreexposición mediática en la ya famosa crónica publicada por la revista’ Time’ durante la primera semana de marzo de 2016. Según el entonces aspirante presidencial, la poderosa clave de poder en una democracia televisada no es otra que la atención del público: «No son las encuestas. Son los índices de audiencias». No importa que la cobertura sea negativa, positiva o incluso neutral. Lo importante para Trump es volver a monopolizar la atención pública y la conversación nacional de Estados Unidos.

 

 

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