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Trump y otros trumpismos

El expresidente, al igual que todos los populistas, intenta convertir su imputación en una estrategia electoral bajo la coartada del 'lawfare' o la persecución judicial

Este martes 4 ha sido un día tristemente relevante para los Estados Unidos. Por primera vez en su historia, un expresidente compareció ante la justicia por un delito penal. A Donald Trump se le imputaron una treintena de cargos vinculados con el pago a la actriz porno Stormy Daniels para comprar su silencio tras una supuesta relación extramatrimonial. Pese a todo, este no es el proceso que más puede preocupar al antiguo presidente. En la jurisdicción federal le aguardan tres causas aún más problemáticas: una investigación relacionada con los resultados de las elecciones de 2020, el asalto al Capitolio de 2021 y una última causa vinculada con la retención de documentos clasificados en Mar-a-Lago, su residencia de Florida.

La noticia trasciende al escándalo que representa que el presidente de una nación democrática haya podido tener una conducta deshonesta o ilícita. La verdadera novedad radica en el grotesco uso político de la imputación y en el rendimiento electoral que estos cargos pueden acabar generando al excéntrico magnate. En circunstancias políticas normales, un proceso de este tipo tendría que suponer un descrédito evidente y quebraría la confianza debida en la ejemplaridad de un representante público. Sin embargo, hemos normalizado la posibilidad de que personas tan extravagantes y con una trayectoria tan dudosa como la de Trump puedan integrarse con naturalidad en cargos de máxima autoridad política. La popularidad del expresidente no ha dejado de crecer desde que se iniciara el proceso y, por más que pueda parecer contradictorio, no sería imposible que la imputación de Trump acabe granjeándole algún beneficio electoral. Es el riesgo que entraña introducir prácticas populistas en el marco de las democracias altamente mediatizadas.

Donald Trump está intentando convertir la investigación de su conducta, previsiblemente ilícita, en un espectáculo en beneficio propio bajo la coartada del ‘lawfare’ o la persecución judicial. Este ardid no es novedoso y, lamentablemente, existen demasiados precedentes de políticos que sitúan sus intereses por encima de las reglas comunes, quebrando el imperio de la ley sobre el que se sustentan las democracias liberales. La condena de Cristina Kirchner es un ejemplo muy parejo y reproduce un patrón semejante. Después de una investigación rigurosa y tras declararse su culpabilidad por delitos de calado, la expresidenta argentina intentó convertir la aplicación de la ley y la persecución de los delitos cometidos en una causa personal en la que se fingió víctima de una conspiración inverosímil. En nuestro país, increíblemente, personas como Baltasar Garzón, la vicepresidenta Yolanda Díaz o el expresidente Zapatero no han dudado en exhibir su apoyo a Kirchner, asumiendo que la ideología debe prevalecer sobre el cumplimiento de la legalidad.

Este fanatismo ciego se compadece, igualmente, con la técnica discursiva que propone desjudicializar los delitos vinculados al ‘procés’ o, más recientemente, la condena de Laura Borràs. La política, en efecto, está para resolver disensos de índole político y sólo pueden considerarse tales aquellos que se enmarcan de manera estricta en los límites que impone una ley que nos hace iguales y sobre la que se constituye el Estado de derecho. Todos los delitos deben perseguirse y cuando existan indicios de conducta ilícita los responsables deben comparecer ante los tribunales para ser pertinentemente juzgados. Asistidos, por supuesto, por todas las garantías procesales, pero sin introducir sospechas sobre el normal funcionamiento de la justicia cuando el imputado o condenado es afín a una ideología concreta.

 

 

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