Y en éstas, haciendo bastante ruido, cayó Constantinopla en manos de los turcos. La cosa se veía venir, porque Bizancio (el antiguo imperio romano de Oriente, o lo que quedaba de él) nada tenía ya que ver con lo que había sido en los viejos tiempos del cuplé. Aquello era una puta piltrafa. Cada vez más reducido por el imparable avance turco, el mundo bizantino era un extraño enclave, un quiste peculiar en la esquina de una Europa que cambiaba deprisa mientras allí todo parecía suspendido en una especie de sueño anacrónico, ajeno a la realidad. La jerarquía estatal bizantina, déspota, cínica, vanidosa, sofisticada, trufada de misticismo religioso y protocolos absurdos, tenía las venas obstruidas por el colesterol de la desidia y la incompetencia. Por esto y muchas otras cosas, esos griegos eran, a juicio del resto de los europeos, un poquito relamidos y hasta bastante gilipollas. Caían mal. Y además, venecianos y genoveses, que junto a los comerciantes catalanes eran los chulitos del Mediterráneo cristiano, se habían convertido en competidores, comiéndoles la tostada a los orientales. No recuerdo ahora qué historiador (Spengler, Toynbee, Pirenne o uno de ésos) dijo que los reinos de antes sobrevivían mientras mantuviesen la superioridad militar, campesinos a los que sangrar con impuestos y burocracia eficaz. Pero en aquel siglo XV tan pródigo en acontecimientos, a Bizancio no le quedaba de eso ni los rabos. Constantinopla, la capital, era un recinto amurallado de 22 kilómetros de longitud. Para defenderlo, Constantino XI (el último emperador de allí) no tenía más que 7.000 soldados dignos de ese nombre; mientras que, en torno a esas murallas, un sultán turco llamado Mehmet II, empeñado en islamizar Europa, acababa de desplegar a 100.000 de los suyos, con barcos para el asedio por mar y artillería fabricada por un ingeniero alemán. En esa época, el creciente poderío otomano lo estaba pasando todo por la máquina de picar carne (acabaron conquistando los Balcanes y llegando a las puertas de Viena, donde se les detuvo tras duros combates), y al amigo Mehmet se le había metido entre ceja y ceja acabar con la vieja Bizancio. Así que, para anunciar a los griegos lo que les esperaba si no se rendían, hizo empalar (busquen la palabra en Google y verán qué risa) ante las murallas a los prisioneros que tenía a mano. Los bizantinos pidieron ayuda a Europa, especialmente a Venecia y Génova, que eran potencias marítimas; pero se daba la casualidad de que, como dije, ambas eran competidoras comerciales a las que les iba bien que Bizancio se fuera a tomar por saco. Así que dijeron ve defendiéndote tú, machote, que en cuanto pueda voy, que ahora ando ocupado con otras cosas. Pero ni fueron, ni nada (al contrario, en cuanto cayó Constantinopla se apresuraron a firmar acuerdos comerciales con los turcos). Sólo algunos italianos y españoles se unieron a los griegos en su último combate. El caso es que en mayo de 1453, en plan bestia, los turcos se lanzaron al asalto. En honor a la verdad diremos que los bizantinos, conscientes de que sólo podían esperar muerte o esclavitud, pelearon como gatos panza arriba, con la ferocidad de la desesperación (La única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna, había escrito el romano Virgilio), conscientes de que sólo les quedaba palmar matando. Y la verdad es que cuando al fin los turcos se metieron dentro de las murallas, aquellos griegos, acordándose de su mítica Troya, vendieron caro el pellejo. Muy pocos pudieron escapar en los escasos barcos que rompieron el bloqueo. Y cuando ya estaba todo el pescado vendido, resuelto a que no lo apresaran vivo, el propio Constantino XI se despojó de sus insignias imperiales y en compañía de su primo Teófilo, de sus amigos y de un noble mercenario oriundo de Castilla, Francisco de Toledo, se lanzó entre los enemigos para morir combatiendo. También cayeron con mucha bravura los miembros de la colonia de comerciantes catalanes, que bajo el mando del cónsul Pere Julià defendieron el barrio del Hipódromo y el palacio imperial hasta que todos murieron o fueron heridos. Y, bueno. De ese modo quedó en manos turcas Constantinopla, capital de Bizancio (había durado desde el año 330 d. C. hasta el 1453, que no es ninguna tontería), y durante tres días vivió el horror del saqueo, los asesinatos y las violaciones. Al uso de la época, los supervivientes fueron vendidos como esclavos, la catedral de Santa Sofía se convirtió en mezquita y el sultán Mehmet decidió reconstruir, a lo grande, una Constantinopla musulmana que durante los siguientes cinco siglos se convertiría en capital del imperio otomano. Una ciudad que hoy conocemos como Estambul.
[Continuará].