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Armando Durán / Laberintos: El fin de la historia (1 de 2)

   La primera página de El Nacional, único diario independiente venezolano, aunque solo circula en formato digital y además no es accesible desde el territorio venezolano, destaca, en la primera página de su edición del jueves 18 de mayo, dos informaciones que me parecen devastadoras.

   La primera es que “la mitad de los venezolanos vive con menos de 100 dólares al mes”, una noticia que se complementa con otros datos, igualmente bochornosos, que nos ofrece ahora un estudio elaborado por el Centro de Investigaciones Equilibrium sobre el ingreso mensual de los venezolanos. Según este informe, 23 por ciento de la población percibe entre 100 y 200 dólares mensuales, 13 por ciento entre 200 y 350, solo 2 por ciento gana más de 550 y el resto, no lo dice pero lo suponemos, menos de 100 dólares mensuales.

   Si comparamos estos ingresos infames con el precio de los alimentos en los supermercados de Caracas, y si tenemos en cuenta que estos precios aumentan a diario mientras que los sueldos y salarios se mantienen inalterables, queda claro que el nivel de miseria que impera en Venezuela es de dimensiones absolutamente desmesuradas. Por ejemplo, un kilo de arroz o de harina de maíz, los dos productos esenciales de la dieta diaria del venezolano, cuesta un dólar veinte. El de caraotas negras, 1,40; lavaplatos líquido, dólar y medio; el paquete de 200 gramos de mantequilla sin sal, 4 dólares; un litro de aceite de maíz, algo más de 5 dólares; la carne molida de primera, casi 5 dólares.

   A esta irrefutable realidad debemos añadir la burla cruel que implica la persistencia en el error y el disparate de un régimen cuyos dirigentes civiles y militares, que hasta hace muy poco le planteaban al país un dilema amenazador e inadmisible, “socialismo o muerte”, han terminado por verse forzados por las circunstancias a eliminar del discurso oficial aquella consigna de origen cubano con que pretendían definir la naturaleza de lo que ya no llaman revolución bolivariana, y han dejado de prestar, gradual pero inexorablemente, servicios públicos tan básicos como la educación, la salud y la vivienda. En gran medida, porque la perversa combinación de oportunismo, pésimo manejo de las finanzas públicas y voracidad sin límites de tantos funcionarios corruptos han condenado a Venezuela a la peor bancarrota material y moral de su historia republicana. Un abandono que se pone dramáticamente de manifiesto cuando vemos que el salario mínimo y la pensión que reciben los jubilados del Seguro Social, principal ingreso de millones de venezolanos, apenas supera en unos pocos centavos los 5 dólares mensuales. Sin la menor duda, causa de que en el curso de los últimos años millones de venezolanos hayan escapado, y sigan escapando, por todas las fronteras del país en una aventura que constituye una tragedia humana sencillamente inconmensurable.

   La segunda información que recoge esta edición de El Nacional es internacional, pero afecta, y mucho, la realidad política venezolana: “El autoritarismo sustituye a la democracia en el mundo”, conclusión a la que llegan los especialistas del Freedom House al notar que, a comienzos del siglo XXI, entre 4 y 5 de cada 10 habitantes del planeta vivían en países donde gobernaban regímenes que habían asumido el control autocrático del poder político, de los parlamentos, de las fuerzas armadas y de sus sistemas electorales, y que hace un año, esa proporción ha empeorado ostensiblemente, pues ahora solo 2 de cada 10 habitantes viven en naciones donde se respetan las libertades y los derechos humanos. Por supuesto, entre el resto de los países que sufren la agonía de estar gobernados por regímenes indiscutiblemente autoritarios, agrupados por The Economist en su Índice de Democracia Global, los editores de la publicación británica incluyen a Venezuela.

   En otra ocasión aspiro a ocuparme de una realidad que pone en evidencia la ausencia de ideología y de auténticos líderes políticos en un mundo que, desde el derrumbe del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética y de la llamada Comunidad Socialista, son protagonistas de lo que en aquel momento crucial el profesor Francis Fukuyama consideró como “el fin de la historia.” Fue una célebre y polémica interpretación del significado real de aquellos impactantes sucesos que afectaron decisivamente las relaciones de un mundo dividido en dos partes ideológicamente irreconciliables, la de las sociedades fieles al capitalismo liberal agrupadas en torno al modelo de los Estados Unidos, y las sociedades comunistas concentradas alrededor de la Unión Soviética. Fukuyama, basándose en la visión de la historia que primero Hegel y después Marx habían definido como una sucesión de conflictos dialécticos para alcanzar nuevas etapas de desarrollo, al desaparecer bajo las ruinas del muro de Berlín y de la URSS, desaparecían también la “guerra fría” y la posibilidad de que se generaran nuevos conflictos ideológicos y, por lo tanto, nuevas etapas históricas.

   Aquel punto de quiebre no significó, sin embargo, el fin de la historia ni siquiera en versión Fukuyama, pero sí liquidó, y eso es lo que deseo destacar al pensar y escribir sobre la muy terrible realidad venezolana, el ejercicio de la política como compromiso ético y de la gobernanza, de pronto al margen de algún principio ideológico y de algún código moral, que a fin de cuentas son los cimientos sobre los que se sostienen las ideologías, del signo que sean, y que se disputaban el dominio del planeta desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Es decir, que resultado de esta superación a nivel mundial de la confrontación ideológica entre capitalismo liberal y comunismo, en estos últimos 30 años, también en Venezuela las diferencias ideológicas entre los partidos dejaron de ser lo que habían sido, alianzas armadas en torno a ciertos pensamientos y ciertas visiones del mundo, para pasar a ser simples sociedades accidentales de intereses comunes, que en el terreno de la política transformaron a los partidos políticos en simples maquinarias electorales.

   Esta realidad, de la que nos ocuparemos la semana próxima en esta columna, en Venezuela produjo que los tres partidos políticos existentes en la Venezuela del 23 de enero de 1958, fecha en que se derrumbó la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez y nació la moderna democracia representativa de lo que Hugo Chávez llamó IV República, respondían a claras diferencias ideológicas: el centroderecha, representado por el parido Copei, el centroizquierda, representado por Acción Democrática (AD), y la izquierda a secas, representada por el Partido Comunista de Venezuela (PCV). Una diferenciación que se fue diluyendo a medida que el valor de las ideologías perdía peso en el ejercicio diario y pragmático de la política como oficio, lo cual provocó sucesivas divisiones de AD y del PCV por diferencias ideológicas, pero que después del fin de la URSS y de la Comunidad Socialista pasaron a ser rupturas generadas por diferencias de intereses y ambiciones grupales o personales de sus dirigentes, quienes en el proceso de ir desideologizándose, se fueron despojando progresivamente de los velos ideológicos que les permitían disimular, aunque solo fuera por pudor, las razones inmateriales de sus conductas públicas. Las elecciones de Donald Trump en 2016 y Emmanuel Macron en 2017 son muestras muy palpables de esta nueva visión “apolítica” del mundo político.

 

 

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