Democracia y PolíticaHistoriaPolíticaRelaciones internacionales

Mauricio Macri y la posible resurrección de la OEA

romulo2010-06-24

Rómulo Betancourt

El presidente electo de Argentina, Mauricio Macri, ha prometido aplicar la cláusula democrática del MERCOSUR contra el gobierno de Venezuela. Así suspendería al Estado venezolano de toda participación en esta organización multilateral de la que es miembro pleno desde el 2012. La promesa de Macri busca honrar el compromiso asumido por Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay, Uruguay y Chile en julio de 1998 con la firma del Protocolo de Ushuaia. Este tratado internacional dice que “la plena vigencia de las instituciones democráticas es condición esencial” para la pertenencia en el MERCOSUR, y que “toda ruptura del orden democrático en uno de los Estados partes” debe llevar a su suspensión.

Mientras Macri pretende, acertadamente, castigar los quince años de erosión democrática y pernicioso liderazgo regional de Venezuela a cargo del régimen autoritario-competitivo de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, hay otro expresidente izquierdista venezolano —un demócrata— a quien Macri debería estudiar y tomar como inspiración para asumir un liderazgo que vaya más allá de las fronteras comerciales del MERCOSUR, hacia foros de vocación continental como la CELAC y la Organización de Estados Americanos (OEA). Hablo de Rómulo Betancourt, el presidente socialista de Venezuela de los años sesenta, cuyo legado bautizó la famosa “Doctrina Betancourt”, y que con los años fue codificado en distintos instrumentos jurídicos internacionales bajo el nombre de cláusula democrática: lo mismo que quiere aplicar Macri hoy.

Chávez y Maduro han desmantelado las instituciones democráticas de Venezuela, brindado oxígeno a la única dictadura totalitaria del continente y adormecido cualquier posibilidad de acción en favor de la democracia a cargo de la OEA. Por el contrario, Rómulo Betancourt trabajó incansablemente para consolidar la democracia de su país, aislar diplomáticamente a todos los autoritarismos de la época y despertar a la OEA de su indiferencia frente a las víctimas tanto de las dictaduras militares anticomunistas respaldadas por Estados Unidos, como de los gobiernos comunistas y movimientos guerrilleros auspiciados desde Cuba y la Unión Soviética.

En un acto que Macri debería emular, Betancourt explicó su doctrina durante su primer mensaje al Congreso en 1959:

“Regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con respaldo de policías políticas totalitarias, deben ser sometidos a [un] riguroso cordón sanitario y erradicados mediante acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica interamericana.”

Al igual que muchos líderes e intelectuales latinoamericanos, el presidente Betancourt fue desde un principio un declarado admirador de la revolución cubana, pero no dudó en condenar a Castro cuando quedó claro que su intención no era crear una alternativa democrática a la tiranía de Batista, sino liderar su propia dictadura al estilo soviético. En 1962, después de pedirle a Castro que “pusiera un alto a las ejecuciones en masa y a la falta de respeto a las libertades y la dignidad humana”, Betancourt rompió relaciones diplomáticas con Cuba. Durante su segundo periodo presidencial, Betancourt también rompió relaciones diplomáticas con la España de Franco, la República Dominicana de Trujillo y los gobiernos autoritarios de Argentina, Perú, Ecuador, Guatemala, Honduras y Haití. En honor a su liderazgo continental, el término “Doctrina Betancourt” fue acuñado para referirse a la política de relaciones exteriores consistente en negar reconocimiento y romper relaciones diplomáticas con cualquier líder que llegase al poder usando métodos antidemocráticos o que, independientemente de sus métodos, optase por instalar una dictadura. Su actitud consecuente contra toda forma de dictadura casi le costó la vida. Betancourt sobrevivió un intento de asesinato ordenado por Rafael Trujillo, en 1960, y derrotó dos intentonas golpistas patrocinadas por Fidel Castro. Para Betancourt, tanto las dictaduras de derecha como las de izquierda no eran más que eso, dictaduras, y la OEA tenía el mandato de condenarlas, aislarlas y jamás admitirlas en su seno. El 11 de septiembre de 2001, la Doctrina Betancourt se convirtió finalmente en obligación jurídica gracias a la aprobación de la Carta Democrática Interamericana, un instrumento jurídico similar al Protocolo de Ushuaia, pero que vincula no solamente a seis países dentro de un bloque de integración comercial venido a menos, sino a los 34 Estados miembros de la OEA, un foro con influencia continental.

Bajo el nuevo estándar de la Carta Democrática Interamericana y su “cláusula democrática”, se estableció que se debería impedir la participación en la OEA de gobernantes que acceden al poder a través de golpes de Estado así como la de los que son electos democráticamente pero escogen erosionar la democracia desde adentro. Ya en el año 2001, los golpes militares eran considerados una cosa del pasado y los regímenes autoritarios democráticamente electos, al estilo del de Alberto Fujimori en Perú, eran considerados como la gran amenaza contra la democracia en el continente. Una vez electo, Fujimori se dedicó a erosionar la democracia de su país: cerró el parlamento opositor, eliminó la independencia del poder judicial, persiguió judicialmente a sus adversarios políticos, y censuró a la prensa independiente.

La historia de Fujimori, aprendida y mejorada por Chávez y Maduro, trae a la mente también el padecimiento actual de los pueblos boliviano, ecuatoriano y nicaragüense, cuyos gobernantes, después de ser elegidos democráticamente, impusieron regímenes autoritarios-competitivos. Aunque menos radicales que Venezuela, estos también han reformado sus constituciones para posibilitar reelecciones indefinidas; eliminado la independencia de los poderes judicial y electoral; instalado regímenes de censura y acoso permanente a la prensa independiente; y anulado con ello las posibilidades de competencia bajo elecciones auténticamente libres y justas, como las que permitieron a Macri competir en condiciones de razonable igualdad contra un gobierno que tenía ya diez años en el poder.

En su momento, la pasividad de la OEA ante Fujimori, cuyo Estado tampoco era miembro del MERCOSUR, fue atribuida a la falta de un instrumento jurídico internacional que permitiera lidiar con esta nueva forma de autoritarismo. Sin embargo, después del Protocolo de Ushuaia y la Carta Democrática, la pasividad de la OEA o el MERCOSUR ante la erosión democrática en países miembros como Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua se debe únicamente a la falta de liderazgo de la secretaría general de la OEA y de los Estados miembros de esa organización para solicitar la aplicación de estas normas.

Gracias a Macri y al nuevo secretario general de la OEA, Luis Almagro, hoy parece verse una luz al final del túnel. La negligencia que ha mostrado hasta ahora la OEA en relación a Venezuela podría revertirse rápidamente con los nuevos bríos de Macri, quien ha prometido pedir la suspensión de Venezuela del MERCOSUR, y con el esperanzador liderazgo de Almagro, quien recientemente criticó largo y tendido la falta de democracia en Venezuela.

De acuerdo a la Carta Democrática, cualquier Estado miembro de la OEA puede traer el caso frente al Consejo Permanente y el voto de dos tercios de los treinta y cuatro Estados miembros sería suficiente para suspender a Venezuela. Esta acción es posible aún sin contar con los ocho países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) que, lamentablemente, parecen considerar que el autoritarismo es una alternativa válida a la democracia. Bajo el liderazgo de Macri y Almagro, las democracias de Colombia, Costa Rica, Guatemala, Perú, Uruguay, México, Brasil, Chile, Estados Unidos, Canadá, y los demás gobiernos democráticos de América Latina podrían alinearse en la OEA para activar la cláusula democrática. No olvidemos que gracias a líderes como Betancourt, y aún sin las herramientas y las disposiciones específicas otorgadas por la Carta Democrática de 2001, una OEA debilitada a causa de la Guerra Fría fue capaz de condenar a los gobiernos antidemocráticos de Trujillo en 1960, de Castro en 1962, de Somoza en 1979, y de Noriega en 1989. La OEA incluso fue capaz de actuar en contra de Cedras en 1994 y de Fujimori en 1999, aunque fuese tímidamente.

En 1948, Betancourt había sido uno de los redactores de la Carta de la OEA y, dieciséis años después, todavía encontraba “incomprensible” que la OEA “haya pospuesto por tantos años […] la cuestión inescapable […] de la actitud que deben adoptar los gobiernos de América frente a las subversiones de derecha o de izquierda, comunistas o caudillistas”. A Rómulo Betancourt, su incansable labor le mereció en Venezuela el título de “padre de la democracia” y, en el continente, el honor de bautizar con su nombre a la “Doctrina Betancourt”. A la OEA, su pasividad ante los dictadores de la Guerra Fría le mereció un desprestigio casi mortal, y su negligencia frente a Cuba y los países del ALBA, bajo el pésimo liderazgo de Insulza, ha terminado de sepultarla. ¿Tendrá Macri el coraje de seguir el ejemplo de Rómulo Betancourt y, más allá del MERCOSUR, sacudir hasta la resurrección a la nueva OEA de Almagro? Esperemos que sí.

Javier El-Hage es director jurídico de Human Rights Foundation, una organización internacional de derechos humanos con sede en Nueva York.

Twitter: @JavierElHage

Botón volver arriba