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El trumpismo en campaña

«Sánchez quiere convencernos de que en España malviven dos almas, una progresista y otra reaccionaria, y que tras el 23-J sólo quedará una»

El miércoles, el presidente del Gobierno llamó trumpistas a personas que nunca se han definido así. Me sorprende que el líder de un Ejecutivo que ha convertido en un derecho la libre autodeterminación de género sea tan poco respetuoso con la autodeterminación ideológica; su biología, señora, no determina su género, pero su ideología la decide Pedro Sánchez. El presidente se ha arrogado la prerrogativa de etiquetar a sus adversarios para integrarlos en la internacional trumpista junto a Jair Bolsonaro y Viktor Orban.

Pero existe una diferencia importante entre los lugartenientes del trumpismo y Feijóo: ellos sí se han confesado admiradores de Donald Trump. Tal vez Sánchez es capaz de reconocer al trumpista por sus maneras, como se reconoce al ladrón, sin necesidad de que este asuma su condición. Y en ese caso, el trumpismo debe corresponderse con una conducta reconocible. Tanto el presidente como sus teóricos de cámara abusan de la etiqueta pero, por desgracia, no se rebajan a definirla. Es lo más sensato. Definir un insulto siempre es arriesgado: uno puede entrar buscando una definición y terminar encontrando un espejo.

No se aceleren: hay aspectos en los que Pedro Sánchez no se parece nada a Donald Trump. Trump es nacionalista, libertario, antiglobalista y su discurso antiinmigración es severo y xenófobo. Pero el trumpismo no es sólo ideología. Es más, diría que el trumpismo es sobre todo un estilo de hacer política. Por ejemplo, la retórica populista consistente en dividir a la sociedad en dos grupos antagónicos, pueblo y élite, y en erigirse en voz del primero.

«La aversión a los contrapoderes de Trump y Sánchez subraya otro signo distintivo de ambos: la disposición autocrática»

No es necesario hacer un ejercicio exhaustivo de memoria para recordar a Pedro Sánchez embistiendo contra los poderes fácticos, entre los que están los empresarios, los medios de comunicación y, por supuesto, el Poder Judicial. Esta aversión a los contrapoderes —proporcional a su simpatía por los decretos ley— subraya otro signo distintivo de ambos: la disposición autocrática. Ni felicitar a los adversarios, ni admitir errores, ni rendir cuentas.

Me dirán que es paradójico, pero el discurso más trumpista de nuestro presidente fue el del miércoles, cuando se desgastó llamando trumpistas a sus adversarios. En las pasadas midterm elections se temía que una ola republicana alentada por Trump arrasara el Senado, la Cámara de Representantes y los legislativos estatales. No sucedió. Sin embargo, a pesar del fracaso electoral, Trump mantiene el apoyo de sus fieles. El porqué interesará a Pedro Sánchez que, después del fiasco del 28-M, necesita un discurso movilizador. Es decir, que convierta el sanchismo en un movimiento y lograr lo que ha logrado el trumpismo: presentarse ante el mundo no como una opción electoral más, sino como una reacción defensiva ante una emergencia nacional.

Sánchez quiere convencernos de que en España malviven dos almas, una progresista y otra reaccionaria, y que tras el 23-J sólo quedará una. Por supuesto, él encarna el alma luminosa y sus adversarios la oscuridad. De esta manera, la campaña no se basa en tener mejores razones que el rival, sino en pertenecer a una estirpe más noble. ¿Para qué lidiar una batalla de ideas cuando se puede lidiar un duelo de esencias?

 

 

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