La disparatada historia de la guerra entre Colombia y Bélgica que duró un siglo y en la que no murió nadie
El escritor Juan Esteban Constaín novela en 'Cartas abiertas' (Literatura Random House) el delirante armisticio entre los dos países, que se firmó en 1988
La vida es maravillosa todavía. En Argentina, la policía detuvo hace unos años a un cartero llamado Marcelino que se dedicaba a robar la correspondencia de medio país (es un decir) para leérsela a su madre, una mujer devota de Corín Tellado que se quedó ciega pero seguía sedienta de historias: ella no le dejaba de pedir, y él no dejaba de robar, y la noticia no dejaba de crecer. La historia la cuenta así (y asá) el escritor Juan Esteban Constaín (Popayán, Colombia, 1979), que primero vio en esto una columna y después un libro, una ficción, una mentira, una epopeya. «Me pareció bellísimo, me imaginé a un ladrón de cartas que intervenía en el destino del mundo, como un dios bienhechor», cuenta el autor, que bautizó a este hombre como Marcelino Quijano y tituló su obra ‘Cartas abiertas’ (Literatura Random House) y se declara amante de esa literatura tan particular que nace entre dos personas que se escriben al oído.
Podríamos quedarnos aquí y afirmar, ya, que la realidad siempre es mejor que la ficción, o casi, pero es que a mitad de novela Constaín se quedó paralizado y entonces recordó una leyenda más o menos urbana que circulaba por Colombia: que un departamento, el de Boyacá, le había declarado la guerra a Bélgica a mediados del siglo XIX por culpa de un general desquiciado al que le habían roto el corazón en Lovaina. «Pero lo interesante no es esa guerra presunta y el mito alrededor de ella, sino que en los años ochenta del siglo XX un embajador belga totalmente chalado y brillante que se llamaba Willy Stevens llegó a Bogotá como representante del reino de Bélgica con la misión, entre otras, de ganarse la licitación para hacer el metro de Bogotá, que por cierto todavía no se ha hecho. El caso es que le dieron mucha plata y el tipo no sabía qué jugada de marketing hacer para posicionar bien el nombre de su país, pero un día alguien en una cena le contó este mito, y ahí se le encendió la luz. Dijo: pues lo que voy a hacer es un armisticio». Aquello se anunció con toneladas de publicidad, se comentó en los periódicos colombianos y belgas, fue un acontecimiento. Se invirtieron varias decenas de millones de dólares. En medio de la euforia, a alguien se le ocurrió reconstruir un tren del siglo XIX para ir desde Bogotá a Boyacá y así celebrar la paz, aquel armisticio de una guerra que nunca había sucedido. «Iban en el tren todos borrachos, no paraban de cantar, los paró la guerrilla… Fue un cosa apoteósica, un delirio absoluto, y eso me permitió seguir mi novela, pues mi ladrón de cartas iba a ser uno de los encargados de zanjar la guerra centenaria entre Colombia y Bélgica», explica Constaín.
Lo poético del asunto, lo humorístico, es que todo esto sucedió en 1988, el año más duro de los atentados de Pablo Escobar en Colombia. «Estábamos al filo del abismo de ser un Estado fallido, de que el Gobierno tuviera que doblegarse ante los embates del narcotráfico. Y en estas se firmó la paz de una guerra que nunca existió… Ese ha sido el único armisticio que ha salido bien en la historia de Colombia», suelta entre risas el autor. Lo dice Marcelino Quijano al final de la novela: «La poesía es todo lo que es bello y se vuelve verdad». Ay.