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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (LVIII)

La reforma protestante, que iba a poner Europa patas arriba, no se limitó a Lutero. En realidad él sólo dio el pistoletazo de salida; porque, comparado con lo que vino luego, el fulano era apenas un parvulito de provincias con pocos libros leídos. Su rebelión se fraccionó pronto en multitud de tendencias dirigidas por tíos con mayor preparación humanista, intelectualmente más potentes que el oscuro fraile agustino y su atormentada conciencia particular. Ulrico Zwinglio y Juan Calvino, por ejemplo, dieron un impulso muy serio a la Reforma anticatólica en Alemania y Suiza. De esos dos, Calvino (un pavo inteligente, con gran preparación filosófica y jurídica) fue el más decisivo: situándose ante los Evangelios no con la tradición, sino con la razón, se propuso crear una religión nueva, rígida, implacable; una auténtica dictadura religiosa (así la llamó el historiador político Jean Touchard), regida por una severa moral que competía en mala leche con la Inquisición católica, pues imponía sin complejos, como castigo habitual, la prisión, el tormento y el patíbulo (al famoso médico y naturalista español Miguel Servet, por ejemplo, lo mandó Calvino hacer churrasco en una hoguera, en Ginebra). El caso es que, comparados con el viejo catolicismo, algunos puntos de la Reforma eran realmente revolucionarios, y eso explica parte de su éxito: mientras la Iglesia romana quería una Biblia en latín (interpretada exclusivamente por ella, por supuesto), los protestantes la preferían traducida a las lenguas locales, para que la peña pudiera leerla, debatirla y tal. Para darle vidilla. Por otra parte, con las nuevas doctrinas quedaba abolido en las iglesias el derroche de imágenes y cuadros piadosos. También la Virgen, los santos y demás parafernalia se iban a tomar por saco, y los siete sacramentos clásicos quedaron reducidos a dos: bautismo y comunión. Todo más sencillo, vamos. Más para andar por casa. Y además (detalle que hizo aumentar mucho la clientela) quedaba abolido el celibato eclesiástico; y al que Dios se la diera, que San Pedro se la bendijera. Resumiendo: los pastores (así se llamaban los nuevos curas protestantes) podían casarse si tenían con quién. Que solían tener. Y, bueno. El caso es que todo eso, unido a la hostilidad contra el sistema fiscal de la Iglesia, la posibilidad de apropiarse de las riquezas de obispados y conventos, y las ganas de limitar la influencia eclesiástica en cuestiones terrenas, o sea, independizarse de papas y emperadores, se puso de moda con gran rapidez, extendiéndose a los países del norte de Europa. De pronto, Dinamarca, Suecia y Noruega descubrieron que en realidad eran protestantes de toda la vida; y en algún caso notable, como el de Suecia, la nueva tendencia político-religiosa sirvió para consolidar un verdadero estado nacional que a partir de 1524 (fecha de su ruptura con el papa de Roma) empezó a perfilar allí un prestigioso rey local llamado Gustavo Wasa. En cuanto a Alemania, lo más interesante del pifostio hereje es considerar que si el luteranismo,  protestantismo o como queramos llamarlo, triunfó en aquellas tierras, fue porque allí no había un Estado fuerte constituido sino ausencia de unidad política: diversos territorios donde cada príncipe, elector o como se llamara, lamía su propio ciruelo, y donde a los de arriba (los nuevos aires religiosos no iban de abajo arriba sino de arriba abajo, pues pueblo y burguesía no mojaban en esto) les venía como pedrada en ojo de boticario aquel chollo político-religioso que les permitía trincar la viruta de la Iglesia tradicional mientras se alzaban contra los poderes clásicos con el santo y la limosna. En España, Francia o Inglaterra habrían tenido que agachar la cabeza ante la corona, o combatirla, con las consecuencias poco simpáticas que eso implicaba; pero no era el caso. De todas formas, el contagio no se limitó al ámbito escandinavo y germánico. Menos por religión que por política, por su uso como pretexto y herramienta, católicos y protestantes se acabarían enfrentando con especial saña en casi toda Europa, especialmente en Alemania, Países Bajos (donde apuntaba un patriotismo republicano que traería cola) y Francia. En este último país se llegó a extremos gravísimos con las guerras de religión (ocho, nada menos) que enfrentaron con violencia a los protestantes gabachos (llamados hugonotes) con los católicos de allí, fieles al rey y al papa. Eso dio lugar a espectaculares escabechinas como la famosa Noche de San Bartolomé (lean La reina Margot de Alejandro Dumas o vean la película, que están francamente bien), cuando 3000 hugonotes fueron asesinados en París en un abrir y cerrar de ojos. Que no es ninguna tontería, si te pones a masacrar. No podemos decir que fueran tiempos políticamente correctos.

[Continuará].

 

 

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