El nudo gordiano de la investidura
La experiencia en democracias de nuestro entorno demuestra que, a veces, la estabilidad democrática exige que adversarios ideológicos sepan ponerse de acuerdo en unos mínimos para gobernar.
171 votos para el bloque de la derecha (PP, Vox, UPN); 171 votos el bloque de izquierdas con nacionalistas (PSOE, Sumar, Bildu, ERC, PNV y BNG); 1 voto de CCa, que en principio sumaría la derecha, aunque este partido se ha abierto a jugar un papel fluido, incluso apoyando a Sánchez si deja fuera del Gobierno a Sumar; y, sobre todo, los 7 votos de Junts como clave para inclinar la balanza del lado del PSOE o de la repetición electoral. Este es el nudo gordiano que nos dejan las pasadas elecciones.
Un resultado endiablado que debería llevar a los candidatos de los dos principales partidos a reconocer su derrota. No hay ganador de estas elecciones. “Quien no logra garantizar la gobernabilidad no puede decir que ha ganado las elecciones: no hemos vencido, aunque hemos llegado los primeros”, declaraba Bersani, secretario general y candidato del PD italiano (equivalente a nuestro PSOE), poco antes de su dimisión tras su insuficiente victoria en 2013.
Porque, si problemático hubiera sido un gobierno del PP con Vox, habida cuenta de la cada vez más evidente deriva iliberal y ultranacionalista de este último, que tanto preocupa en Europa; de sus postulados difícilmente compatibles con la letra y el espíritu de nuestra Constitución de 1978 y de su vocación frentista empeñada en dar continuidad a las guerras culturales emprendidas por su némesis de Podemos. Tampoco cabe dudar de lo nocivo que resultaría si sale adelante un Frankenstein bis, con un Gobierno socialista sostenido por un Podemos dulcificado que siga predicando sus dogmas puritanos desde los púlpitos ministeriales, por quienes les cuesta reconocer el daño de la violencia terrorista e incluso incorporan en sus filas a quienes participaron activamente de ella, y, además, por partidos que, aunque aparentemente hayan abandonado las vías rupturistas, no olvidan que su objetivo último es lograr la independencia. Una meta que ahora pretenden alcanzar a través del progresivo desmantelamiento del Estado y mediante la adquisición de un goteo de privilegios territoriales incompatibles con el ideal de cohesión social. Por no hablar de lo que puede suponer que la gobernabilidad de una democracia que pretende reconocerse como Estado de Derecho dependa de un prófugo.
Ante este escenario creo, sinceramente, que nuestro país, nuestra democracia se merece algo distinto; algo mejor. ¿Acaso no podemos cortar este nudo? ¿No podemos superar la lógica de bloques y de personalización en los candidatos actuales? ¿De verdad se asume la normalidad de sentarse con estos partidos extremistas y se rechaza de plano poder dialogar con los partidos de enfrente?
Cualquier analista político dirá que con los mimbres que tenemos no caben otras opciones a este frentismo bibloquista. Llevamos como mínimo un lustro, este último ciclo político, dinamitando puentes y construyendo una política polarizada, legitimando pactos con los extremos de uno y otro signo para justificar distintos gobiernos. Por ello, se sostiene que las únicas alternativas hoy día viables son investidura frankenstein o bloqueo y repetición electoral.
Por mi parte, me resisto a dar por buena esta disyuntiva. Creo que no hay razones legales ni democráticas que nos fuercen a ello. Al contrario, la repetición electoral no debe ser una alternativa que podamos normalizar en nuestro país; y podemos estar de acuerdo en que cualquiera de estas mayorías de investidura abocan a una legislatura no solo ingobernable, sino indeseable. Aunque reconozcamos que es necesaria una “transición narrativa” que permita transcurrir del “no pasarán” o del “que te vote Txapote” a un diálogo mínimamente cordial, no queda otra alternativa que apostar por cortar el nudo. Aspirar a que puedan fructificar unos pactos transversales en los que se imponga la moderación, tal y como propone el manifiesto promovido por la red Consenso y Regeneración que actualmente se encuentra abierto a firmas de todos los ciudadanos que quieran sumarse (aquí).
De hecho, la experiencia en democracias de nuestro entorno ofrece ejemplos transitables. Desde la vía alemana o europea de la gran coalición, con un presidente del Gobierno del partido más votado y un vicepresidente del segundo y unos pactos de legislatura acordados con minuciosidad; a gobiernos multicolor “a la italiana”, encargados a una personalidad independiente de perfil técnico y reconocido prestigio (gobiernos Monti o Draghi), o a un político “moderado” (gobierno Letta en 2013), superada la dimisión del candidato que no fue capaz de lograr la investidura. Pero también podrían plantearse “abstenciones patrióticas” como la del PSOE en 2016, o el apoyo del PP al alcalde socialista de Barcelona tras las últimas elecciones. Apoyos, eso sí, que no deberían ser gratuitos, sino que deberían acompañarse de unos pactos de gobierno.
En todo caso, estas experiencias demuestran que, en ocasiones, la estabilidad democrática exige que aquellos que son adversarios ideológicos sepan ponerse de acuerdo en unos mínimos para gobernar. Los grandes pactos es cierto que deben ser excepcionales, porque la normalidad en democracia es la competición ideológica, con alternancia. Pero ¿no vive nuestro país una situación de excepcionalidad después de estos años de estrés institucional (insurgencia en Cataluña, covid, bloqueos institucionales, repeticiones electorales y censuras…)? ¿No podríamos estar ante un momento propicio para un cierto “reseteo” político que nos permitiera recuperar, aunque fuera en una legislatura corta, algo de la concordia perdida y afrontar las reformas y políticas de Estado que exigen consensos transversales?
Del mismo modo, tampoco tendríamos que dar por descontado que, en un contexto como el actual, el presidente del Gobierno tenga por qué ser, necesariamente, el cabeza de ninguno de los dos grandes partidos. Una vía para facilitar encuentros podría ser buscar candidatos, dentro o fuera de los partidos, pero que no se hayan quemado en la contienda electoral. A este respecto, harían bien los actuales líderes de PSOE y del PP en asumir que, quizás, su mejor servicio a España es dar un paso atrás.
Y los propios partidos deben realizar un proceso de reflexión honesta sobre cuál quieren que sea su posición y papel en el nuevo escenario político donde el bipartidismo resiste, pero los grandes partidos cuentan con satélites a los extremos. El actual PSOE de Sánchez parece haber renunciado a su aspiración más transversal, como casa amplia, que alcanzó Felipe González, para asumir un rol como cabeza de una pléyade de partidos no solo de izquierdas sino también nacionalistas. Y el PP todavía no ha aclarado de forma definitiva su relación con Vox, si lo asumen como un aliado “natural”, aspiran a su fagocitación ayusista, o prefieren decantarse por una opción moderada que les abra hacia un centro político hoy huérfano. Sea como fuere, téngase una cosa clara, si se opta por la alianza con los extremos, no se engañen pensando que lograrán “romanizarlos”. La experiencia demuestra lo contrario: el contacto con este tipo de partidos termina por barbarizar.
Así las cosas, si queremos cortar este nudo gordiano que determinará la estabilidad institucional de nuestro país en los próximos años tenemos que reconducir el curso de nuestra política. Debemos abandonar la polarización inducida por unas élites políticas dirigidas por unos gabinetes de demoscopia y comunicación cuyas entendederas no van más allá de poner un eslogan en twitter. Reconozcamos que la realidad de nuestro país, por suerte, no es la lucha contra molinos fascistas ni sociocomunistas, sino una sana (y quizá átona) normalidad democrática. Las colas de coches desde las playas a muchas de nuestras capitales para ir y venir de votar el 23-J son buena prueba de ello. Y, sobre todo, reivindiquemos un tipo de liderazgos políticos que sepan ir más allá del diálogo epistolar de besugos y de los vítores ante los radicales enardecidos. Un liderazgo como el de McCain cuando se enfrentó a sus seguidores para defender la honestidad de Obama; un liderazgo como el de Suárez cuando legalizó el PC o el de Felipe González cuando llevó a su partido a abandonar los postulados marxistas o a apoyar la adhesión a la OTAN. Líderes que supieron defender en cada contexto político aquello que consideraron correcto.
En definitiva, hagamos valer todo lo que nos une y, como culmina el manifiesto citado, que la “diversidad ideológica y el pluralismo no sean obstáculo para entenderse y para pactar políticas fundamentales en interés de todos los españoles y de nuestra propia democracia”.