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La pregunta puede tener una respuesta simple: siguiendo a Friedrich Engels quien afirmó que “la prueba del pudding está en comérselo”, la prueba más sencilla de que la “Vía Chilena” no era viable radica en que no lo fue. Tanta simplicidad, sin embargo, parecería sospechosa. Veamos, pues, otras posibles respuestas.
De quienes hoy se sienten adherentes a esa experiencia se escucha el argumento de que la Vía Chilena sí era viable, sólo que enfrentó obstáculos que la impidieron. Entre ellos destacan: 1) La demostrada intervención en contra del gobierno de Chile por parte del gobierno de los Estados Unidos. 2) La acción de empresarios grandes y pequeños, nacionales y extranjeros, que, en el caso de los primeros, dejaron de invertir en el país a la vez que complotaban contra el gobierno, y en el de los segundos -especialmente los comerciantes- acapararon productos fomentando la escasez y el mercado negro. 3) La actitud de una parte de la población que se dedicó a comprar y acaparar productos aumentando la escasez. 4) La intransigencia de la derecha, que no aceptó la oferta del Presidente Allende en su primera cuenta pública el 21 de mayo de 1971, de permitir que a la “legalidad capitalista suceda la legalidad socialista… sin que una fractura violenta de la juridicidad abra la puerta a arbitrariedades y excesos”. 5) Como parte de esa intransigente actitud opositora, la de la Democracia Cristiana que no quiso apoyar la Vía Chilena, lo que constituye una traición si no a la Unidad Popular pues la DC no era parte de ella, sí a sus propios principios, pues la DC era un partido progresista. 6) Y desde luego las Fuerzas Armadas, que actuaron como instrumentos del imperialismo y la burguesía.
Dejando de lado adjetivos, no se puede decir que los argumentos anteriores no describan la realidad pues todo lo que ellos dicen sucedió efectivamente. Esa realidad, sin embargo, no sirve al objetivo de demostrar la viabilidad de la Vía Chilena sino todo lo contrario: la Vía Chilena era inviable justamente porque a ella se oponían todas esas fuerzas que la superaban.
Quienes fuimos seguidores y protagonistas de la Vía Chilena, podríamos disculpar esa incongruencia analítica arguyendo nuestra ignorancia de tales obstáculos en ese momento. Pero no sería verdad, pues sí los conocíamos. La Unidad Popular, conductora de la Vía Chilena al Socialismo, declaró en su Programa de Gobierno: “Chile es un país capitalista, dependiente del imperialismo, dominado por sectores de la burguesía estructuralmente ligados al capital extranjero…”. Y refiriéndose al gobierno del Presidente demócrata cristiano Eduardo Frei: “En lo fundamental ha sido un nuevo gobierno de la burguesía, al servicio del capitalismo nacional y extranjero”. El enemigo era pues perfectamente conocido y lo habíamos definido nosotros mismos.
Otra explicación posible para nuestra credulidad de entonces podría radicar en el hecho que, si bien el enemigo era conocido y poderoso, nosotros éramos mayoría y ello nos daba derecho a cambiarlo todo. Pero tampoco sería una explicación veraz, porque éramos minoría. En la elección que llevó a Salvador Allende a la presidencia de la República éste sólo obtuvo el 36,63% de los votos, lo que significaba que alrededor de dos tercios de los electores de Chile no nos respaldaba. Es cierto que ese apoyo luego varió. En la elección municipal de marzo de 1971, a poco de haber asumido Salvador Allende, la suma de votos obtenidos por los candidatos de la Unidad Popular dio un 50,6%, aunque ese resultado no explicaba preferencias políticas reales debido la influencia del factor local en ese tipo de elecciones. Las siguientes elecciones generales, que renovaron la Cámara de Diputados y el Senado en marzo de 1973, sí fueron absolutamente políticas y en ellas los partidos de la Unidad Popular, esta vez confederados, obtuvieron un 44,23% de los votos. Fue el máximo apoyo que logró obtener la Unidad Popular. La verdad es que nunca fuimos mayoría.
Una última posibilidad para explicar por qué gente razonablemente inteligente podía pensar que era viable un proyecto que contaba con enemigos poderosísimos y que era minoría en la población, podría radicar en que el proyecto mismo nunca fue comprendido; que en realidad no buscaba enfrentar a esos enemigos y sólo pretendía el desarrollo del país en un clima de paz y conciliación nacional. Pero, ya lo adivinaron, decir tal cosa tampoco sería verdad. El Programa de Gobierno de la Unidad Popular era explícito y, además de los párrafos ya citados, aclaraba: “Las fuerzas populares y revolucionarias no se han unido para luchar por la simple sustitución de un Presidente de la República por otro, ni para reemplazar un partido por otros en el gobierno, sino para llevar a cabo los cambios de fondo que la situación nacional exige sobre la base del traspaso del poder, de los antiguos grupos dominantes a los trabajadores, al campesinado y sectores progresistas de las capas medias de la ciudad y el campo”.
Nuestros enemigos estaban notificados: no se trataba de cambiar al Presidente de la República, se trataba de desplazarlos a ellos y hacerse de todo el poder. ¿Y para qué? Según se proclamaba explícitamente en el Programa: para “terminar con el dominio de los imperialistas, de los monopolios, de la oligarquía terrateniente e iniciar la construcción del socialismo en Chile”. Un objetivo que era abrazado sin dudas ni vacilaciones por los seguidores de la Vía Chilena, comenzando por el Presidente Allende que lo repitió en declaraciones y entrevistas, entre ellas la que concedió a Regis Debray.
No cabía esperar, pues, de aquellos a quienes habíamos declarado nuestros enemigos, que se suicidaran política y materialmente aceptando voluntariamente legislar para que la “legalidad socialista” sucediera a la “legalidad capitalista” y de ese modo evitar que impusiéramos esa legalidad por la vía de “arbitrariedades y excesos”. Y aquí cabe la aclaración de que, en aquellos días, quienes hablábamos de socialismo no pensábamos en países nórdicos o en estado de bienestar. El socialismo era el de la Unión Soviética, de China, de Cuba, de los países del Este de Europa: un sistema de propiedad estatal de toda la economía, de planificación centralizada y de partido único.
Probablemente a estas alturas quien esté leyendo esto, sobre todo si es joven, estará dudando de la cordura de quienes podían creer viable algo que a todas luces no lo era. Y que lo creyéramos a pesar de tener todos los elementos a la mano para reconocer esa inviabilidad. También podría pensar que, quizás, existan diferencias entre ese momento y el actual y que eso lo explica todo. Para comprobar si tal suposición es razonable, no queda más que traer a nuestros días la experiencia de la Unidad Popular; imaginarla en los términos que impone el presente.
Supongamos para ello un imaginario gobierno del Presidente Boric. Un gobierno con un 38,5% de apoyo electoral, que es el que obtuvo el gobierno real del Presidente Boric en el plebiscito del pasado 4 de septiembre. Supongamos también que ese imaginario gobierno, como el actual, no tiene mayoría en las cámaras del Congreso. Imaginemos ahora que, con ese apoyo y en el contexto democrático vigente en nuestro país, el Presidente Boric hubiese anunciado el pasado 1 de junio con ocasión de su segunda Cuenta Pública a quince meses de iniciado su mandato, que su gobierno ha tomado control de las principales empresas del grupo Paulmann, de las principales empresas del grupo Luksic, de las principales empresas del grupo Angelini, de la mayoría de los bancos que operan en el país y de todas las empresas forestales y acuícolas.
¿Es posible pensar que, en un contexto democrático como el nuestro, es viable que eso ocurra? La respuesta sin duda es NO, pues, si el Presidente de la República quisiese llevar algo así a la práctica, las instituciones democráticas se lo impedirían. La democracia debe reconocer a las minorías y sus demandas, pero no puede ser conducida por la minoría en contra de la mayoría.
Sin embargo, algo así ocurrió en Chile durante el gobierno del Presidente Allende. Al finalizar el primer año de su gobierno, las empresas de la gran minería del cobre habían pasado totalmente al control del Estado, la única acción que contó con el respaldo de la oposición pues se basó en una reforma constitucional aprobada por el Congreso. Una vez aprobada la nacionalización, el gobierno decidió no indemnizar a las empresas, pues juzgó que lo que consideraba “ganancias excesivas” obtenidas a lo largo de los años de explotación de los minerales equivalían más que holgadamente al valor de lo expropiado. Esto significó la reacción inmediata de las empresas (“el imperialismo”), que interpusieron querellas judiciales que alcanzaron a provocar el embargo de un cargamento de cobre chileno dictado por un tribunal francés.
El Estado además compró las principales empresas productoras de hierro, salitre y carbón. De esa manera todas las actividades mineras básicas, que correspondían al 87,4% del total de las exportaciones del país, pasaron a ser controladas por el Estado. En la agricultura al finalizar ese año se habían expropiado 1.379 nuevos fundos y, en el sector financiero, el Estado compró todos los bancos extranjeros que operaban en el país e inició la compra de bancos nacionales, de modo que al terminar el año ya controlaba alrededor del 90% de todas las colocaciones. Y en la industria y el comercio, al concluir el primer año de gobierno el Estado había logrado el control, esto es la virtual estatización, de 68 empresas privadas. Esto significaba que en ese momento de las 23 mayores sociedades anónimas del país el Estado controlaba 20.
¿Cómo pudo lograrlo el gobierno estando en minoría en las preferencias electorales y en las cámaras del Congreso? Lo logró merced a lo que su descubridor, el jurista Eduardo Novoa Monreal, llamó un “resquicio legal”: la aplicación del Decreto Ley 520, dictado en 1932 durante los cien días de la llamada República Socialista. Ese decreto establecía, en su artículo 5º, que el Presidente de la República podría expropiar “todo establecimiento industrial o comercial, y toda explotación agrícola que se mantenga en receso”. Sobre esa base se estableció un procedimiento simple: los establecimientos industriales eran “tomados” por sus trabajadores en huelga, situación que, transcurrido un tiempo, permitía a la autoridad dictaminar una situación de “receso” productivo y proceder a la “intervención” estatal de la empresa. Al terminar el primer año de gobierno, cuando ya las principales empresas del país eran controladas por el Estado, otras 836 empresas estaban “tomadas”, según afirmó el entonces presidente de la Sociedad de Fomento Fabril, Orlando Sáenz, en entrevista publicada por El Diario Financiero el pasado 12 de agosto.
Y eso es algo que tampoco podría ocurrir hoy, en el marco democrático en que se desenvuelve nuestra convivencia cívica: ningún gobierno sería capaz de utilizar un “resquicio legal” para imponer un designio minoritario en la sociedad.
Se mire como se mire, lo cierto es que la única conclusión posible de cualquier análisis que se atenga a las evidencias lleva a concluir que la Vía Chilena al Socialismo era un proyecto inviable. Persiste en consecuencia la interrogante que busca explicar el comportamiento de quienes lo intentamos en ese momento: ¿por qué lo hicimos?
La explicación es una sola: porque teníamos fe, porque éramos verdaderos creyentes. Creíamos que podíamos intentar, utilizando sólo la fuerza de la razón, algo que en la historia se había conseguido exclusivamente por la fuerza de las armas y se mantenía sólo por la fuerza de las armas. Y lo creíamos porque creíamos ser portadores de la razón histórica. Creíamos ser el motor de una historia que se movía en una dirección determinada e ineluctable, aquella dirección que había sido mostrada de manera tan luminosa como indiscutible por Marx y Engels. Por eso fue posible que Salvador Allende pidiera a los parlamentarios opositores que cometieran suicidio aceptando la legalidad socialista. Porque ellos tenían que entender que podían oponerse a nosotros, pero no podrían oponerse a la historia que tarde o temprano los alcanzaría y los arrollaría.
Y por eso fue también posible que el Presidente Allende pudiera decir a sus seguidores la última vez que éstos escucharon su voz: “…no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos… Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. Eran las palabras de un líder que sostenía su liderazgo en una poderosa fe: la fe de que el futuro pertenecía a quienes, como él, habían comprendido el sentido de la Historia, una Historia imposible de detener, ni siquiera con su propia muerte, porque “la historia es nuestra”. Y ese momento llegaría “más temprano que tarde”.
Fue esa ilusión la que, en definitiva, se mostró inviable. Fue esa teoría, que iluminaba como puede iluminarnos una estrella ya muerta, la que se mostró inviable. Tan inviable como, con el tiempo, también se mostraron inviables los modelos de sociedad basados en ella, impuestos a sangre y fuego y mantenidos merced a dictaduras que parecían sólidas hasta que se extinguieron enfermas de ineficacia e ineficiencia o terminaron en tristes autocracias hereditarias.