Mejor un Brasil airado que deprimido
Un peligro acecha a Brasil: el de precipitarse en la depresión, abrumado por tantas noticias negativas. No es fácil, en efecto, pasar de la euforia de un país encantado consigo mismo, envidiado puertas afuera, que había dejado de ser el eterno país del futuro, a descubrirse de repente caminando marcha atrás.
¿Mejor la depresión o la ira como medicina contra los demonios que parecen haberse apoderado del país y que las elecciones en vez de apaciguar han resucitado con mayor fuerza?
No es psicologicamente sano para los brasileños leer que, por primera vez después de 10 años, crece el número de los miserables, que alcanza ya los 10 millones, mientras una empresa como Petrobrás se ve presuntamente saqueada de 10.000 millones de reales.
Vuelve el hambre a Brasil mientras crece la corrupción, que va sembrando de víctimas al mundo político y empresarial ¿Cuánta miseria se podría aliviar con el fruto de tantas ilegalidades perpetradas por quienes deberían velar por las riquezas del país?
Si hasta ayer me escribían amigos españoles deseosos de trasladarse hasta aquí porque Brasil se estaba convirtiendo en la meca de la esperanza y de las oportunidades, duele hoy leer que hay brasileños con ganas de irse a vivir fuera porque se sienten decepcionados y deprimidos.
Duele ver que nuestras ciudades son cada día más violentas. Globo News, presentó días atrás un reportaje que me produjo una profunda tristeza. Filmó en el centro de Río escenas de ciudadanos siendo asaltados por bandas de 15 o 20 adolescentes, cuchillo en mano, mientras esperaban el autobús para ir o volver del trabajo.
Hombres y mujeres corrían atemorizados; algunos llegaron a enfrentarse a los asaltadores. Muchos, como contaron ellos mismos, decidieron esperar el autobús en los días sucesivos no en el lugar de la parada sino dentro de las tiendas de enfrente, medio escondidos, para protegerse mejor.
Era gente común, que no tiene coche, que ya sufre horas para ir y volver del trabajo aplastados dentro de autobuses viejos e incómodos. Como si no bastaran los asaltos dentro de los autobuses, los pasajeros tienen que protegerse ahora contra la violencia mientras esperan en la calle. Y eso, en el centro de la «Ciudad maravillosa», que lo es, hasta dejarnos mudos de tanta belleza. Maravillosa y violenta.
El reportaje contaba que en las últimas semanas la policía había detenido a más de 400 adolescentes asaltadores. ¿Para hacer qué con ellos? ¿Para enterrarles en un sistema penitencial del que el ministro responsable del mismo confesó que preferiría ser condenado a pena de muerte antes que vivir en una de las cárceles de Brasil?
Esta historia no ha sido una digresión en mi análisis. He querido recordarla como emblemática de ese desencanto de tantos ciudadanos de bien, que trabajan y se sacrifican para que el país crezca y progrese y tienen que vivir acosados por la violencia de bandas de adolescentes sin presente y sin futuro.
Si hasta ayer Brasil parecía un tren de alta velocidad camino de una nueva primavera de prosperidad y hasta de modernidad, hoy, a la vista de los índices cada día más negativos en todos los aspectos, desde los económicos a los sociales, parece más bien un tren que empieza a moverse marcha atrás hacia una vía muerta.
Los psicólogos y sociólogos se esfuerzan por ver en esta crisis la etimología de la palabra china «oportunidad». El Gobierno explica que nunca fue tan vistosa la plaga de la corrupción porque en vez de esconderla bajo el tapete, hoy se combate e investiga. La nueva oposición, derrotada en las urnas pero fuerte con sus 51 millones de votos, prefiere pensar que Brasil se «ha despertado» de su letargo de conformismo y atávica pasividad y quiere ahora hacer escuchar su voz y su protesta.
El momento es crítico, tanto en la acepción portuguesa como china de la palabra. La crisis es real. El desencanto es no sólo visible sino hasta palpable. Se advierte en la piel irritada de los ciudadanos.
Y puede ser también una oportunidad para que, juntos, los brasileños no se conformen con lo conseguido. Aguijoneados por la realidad dolorosa de que las cosas en vez de mejorar parecen empezar a marchitarse, es posible y deseable que conviertan la crisis en una nueva ola de nuevas oportunidades.
En ese sentido, mejor la ira, en el buen sentido de la palabra, es decir, el inconformismo hacia lo que no funciona, la lucha para mejorarlo, la determinación de exigir cuentas a los responsables políticos del gobierno y de la oposición. Mejor eso que el dejarse resbalar hacia la depresión, que suele ser tantas veces la puerta del suicidio.
Mejor el enfado, el desahogo, el grito de protesta, la voluntad de ser protagonistas de la propia historia que el silencio cómplice de la pasividad que hasta ayer los brasileños de a pie, los que se creían sin poder, habían esculpido triste y gráficamente con la frase: «Fazer o qué?».
La resignación aceptada como fatalismo suele desembocar en el fracaso. La voluntad de empeñarse para cambiar las cosas, es, al revés, la antesala de la esperanza que se niega a morir.
Sí, mejor la ira que la depresión. Para todos, pero más para los brasileños que dejarían de ser tales el día que renunciaran a poder disfrutar de sus pequeños o grandes espacios de felicidad.
Todo menos dejarse morder por la depresión que nos despoja hasta de las ganas de respirar.