Wes Anderson es un buen ladrón
Con sus adaptaciones de cuatro relatos de Roald Dahl, el director texano muestra que un autor cinematográfico puede serlo aunque parta del trabajo de otros.
Hace ya varias décadas, el cinecrítico estadounidense Harold Jacobson, reseñando negativamente (Film Comment, diciembre de 1985, p.62) la discutida y discutible cinta godardiana Yo te saludo, María (1985), acuñó cierto provocador apotegma: “las adaptaciones son el último refugio de los sinvergüenzas incapaces de crear nuevo material”.
Por supuesto, se trata de una exageración, un inspirado pastelazo crítico dirigido a uno de los autores fílmicos más importantes de la segunda mitad del siglo XX que, eso sí, no estaba pasando por su mejor momento creativo. De todas formas, no deja de ser un buen punto de partida: ¿un autor cinematográfico solo es realmente un autor cuando él mismo escribe, crea y recrea sus propias historias? Por supuesto, si esta fuera una regla, tendríamos que borrar del cine de autor a buena cantidad de cineastas que realizaron algunas de sus mayores obras partiendo de fuentes escritas previamente, como fue el caso de Alfred Hitchcock. En todo caso, el argumento original de Jacobson se refería, más bien, a que un autor no adapta el mundo ajeno, sino que se apropia de él. Citando a T. S. Eliot, “los poetas inmaduros imitan; los poetas maduros roban”.
En este contexto, habría que decir que Wes Anderson, cuya obra, casi en su totalidad, ha escrito él mismo al lado de un cerrado grupo de colaboradores –al inicio Owen Wilson; luego, Roman Coppola y Jason Schwartzman– ha demostrado, también, ser un ocasional pero excelente ladrón. Si exceptuamos El Gran Hotel Budapest (2014), “inspirado”, que no adaptado, por la obra de Stefan Zweig, su único filme basado en un libro ha sido, también, uno de sus más logrados: El fantástico Sr. Zorro (2009), que parte de El Superzorro (1970), de Roald Dahl.
Así pues, había que tener esperanzas de que los anunciados cuatro minifilmes de Wes Anderson, estrenados en Netflix entre el 27 y 30 de septiembre pasado y basados en relatos del galés Roald Dahl, podrían significar una revitalización creativa del inconfundible cineasta texano que, por lo menos visto desde esta trinchera, se había estancado en un manierismo tan recargado como vacío en sus últimos dos largometrajes, La crónica francesa (2021) y Asteroid City (2023).
El resultado es desigual, como tendría que ser si los tres cortometrajes (El cisne, El desratizador y Veneno) y el mediometraje (La maravillosa historia de Henry Sugar) que conforman esta serie formaran parte de una sola película. En concreto, Veneno y El desratizador funcionan como meros ejercicios de estilo típicamente wesandersonianos, sin más interés que atestiguar que no hay mejor imitador de los tics de este cineasta que él mismo. Por su parte, El cisne es notable, aunque de todas formas se queda corto, al no poder aprehender el profundo sentido moral del relato original de Dahl. Pero el mediometraje La maravillosa historia de Henry Sugar es una obra mayor, lo mejor que ha dirigido Anderson desde El Gran Hotel Budapest.
Tanto en Veneno como en El desratizador, Anderson adapta con suficiencia las historias originales de Dahl a su bien conocido juego narrativo de muñecas rusas. En el primero, vemos al propio Dahl (Ralph Fiennes) contar la increíble historia de un tal Harry Pope (Benedict Cumberbatch) que, descansando en su cama en algún lugar del interior de la India, asegura tener una peligrosísima coralillo escondida bajo las sábanas, durmiendo en su estómago. El supervisor Woods (Dev Patel) manda llamar a un médico local, el muy tranquilo y profesional doctor Ganderbai (Ben Kingsley), para salvar la vida de su amigo, quien no se puede mover, ya no se diga hablar en voz alta ni estornudar.
En el segundo cortometraje, el desratizador del título (de nuevo, Ralph Fiennes) llega a un pequeño pueblo inglés a hacerse cargo de una plaga de roedores que resulta ser más difícil de erradicar de lo que él pensaba. Así que decide jugar una apuesta con el mecánico que lo mando llamar (Rupert Friend) ante la mirada primero curiosa y luego horrorizada de un periodista (Richard Ayoade). Estamos ante dos representaciones muy directas y eficaces de ese par de relatos de Dahl, aunque habría que subrayar que el retrato que nos presenta el texto original del desratizador es mucho más inquietante que en la interpretación fílmica de Anderson.
Con El cisne (17 minutos) pasa algo muy distinto. A pesar de que Anderson reconfigura la estructura narrativa del relato de Dahl agregándole otro elemento más –el escritor aparece de nuevo, interpretado por Fiennes–, la adaptación falla en capturar el horror inherente de lo que le sucede al chamaco protagonista, Peter Watson (Asa Jenning), quien es tomado como rehén por dos adolescentes abusivos, armados con una escopeta, quienes lo humillan, lo golpean, lo atan a las vías del ferrocarril y luego juegan al tiro al blanco cuando lo obligan a subir a la copa de un árbol para hacerlo volar como el cisne del título. Los juegos narrativos fílmico-teatrales de corte brechtiano –los asistentes que aparecen continuamente en el escenario, el narrador (Rupert Friend) que rompe todo el tiempo la cuarta pared, el propio escritor (Fiennes) que tiene la última palabra hacia el desenlace– son muy ingeniosos pero, inevitablemente, provocan un distanciamiento del emotivo planteamiento moral que, eso sí, permanece en esta meritoria adaptación cinematográfica, cuando Dahl/Fiennes aparece en pantalla para recordarnos que hay gente “inconquistable, poca pero existe, sea en tiempos de guerra o en tiempos de paz”. Esas personas, como Peter Watson, resultan ejemplares por indomables; por lo mismo, uno termina viendo EL CISNE genuinamente emocionado, deseando nunca vivir lo que le pasó a ese chamaco, aunque si uno tiene que vivirlo, ¿no sería extraordinario ser como Peter Watson?
La maravillosa historia de Henry Sugar, el mejor filme de estos cuatro, logra empatar el preciosista juego formal de Anderson con el planteamiento moral del texto de Dahl. Como en los anteriores cortometrajes, en este mediometraje de 42 minutos tenemos la aparición del Roald Dahl de Ralph Fiennes en pantalla, dándonos a conocer cómo llegó a él la extraordinaria historia de Henry Sugar y, además, a un narrador dentro de la historia que lee cierto libro que cuenta otra parte de la historia y que a su vez nos presenta la digresiva aparición de ooootro narrador que (¡uf!) profundiza en ooootra parte de la historia. Además, claro, tampoco puede faltar el ya mencionado ejercicio de distanciamiento narrativo, con la presencia constante no solo de los asistentes teatrales/fílmicos de rigor, sino con la aparición/desaparición de los distintos escenarios en los que se lleva a cabo la historia.
Todos estos encantadores actos de prestidigitación narrativa no nos distraen del centro moral del filme, que es atestiguar el emotivo crecimiento existencial de nuestro protagonista, el vacío y banal Henry Sugar del título (otra vez Benedict Cumberbatch), un tipo perpetuamente aburrido que nunca ha trabajado en su vida y cuyo único interés es ganar todo el dinero que pueda jugando en los casinos, como si no tuviera suficiente con el que heredó sin esfuerzo alguno. Lo que vemos en el relato de Dahl/Anderson es cómo el aburrimiento es el primer paso para aceptar nuestra propia insignificancia. No para hundirnos en ella sino como aliciente para superarla, a través de la infalible fórmula aristotélica de la dedicación, la racionalidad y la nobleza. Cualquiera puede regalar dinero en la calle; no cualquiera puede rediseñar su propia vida para darle otro sentido, regalando ese mismo dinero a quien lo necesita, sin dolor alguno y sin esperar nada a cambio.
El laberíntico diseño narrativo de La maravillosa historia de Henry Sugar no se impone al planteamiento moral del relato sino que, al contrario, lo sostiene grácilmente, empatando la desatada artificialidad de la forma con la profunda emotividad del fondo. Anderson no imitó la estructura del cuento de Dahl; ni siquiera podemos decir que lo adaptó. Anderson se lo robó y lo hizo suyo impunemente. Regresando a T. S. Eliot, Wes Anderson es un buen ladrón. ~