CINELANDIAS ‘Barrabás’, la aventura espiritual del vigoroso Anthony Quinn
Aventura espiritual desgarradora que es una condensación de angustia existencial, soledad trágica y ansias desaforadas de fe. Contiene, además, una mezcla de estrellas internacionales como Anthony Quinn, Ernest Borgnine, Katy Jurado o Jack Palance y grandes actores italianos como Silvana Mangano y Vittorio Gassman.
Cuando leemos Barrabás (1950), la novela del sueco Pär Lagerkvist (1891-1974), inmediatamente pensamos que está reclamando a gritos una adaptación cinematográfica de Ingmar Bergman, tal es su condensación de angustia existencial, soledad trágica y ansias desaforadas de una fe que el protagonista nunca alcanza. La novela de Lagervist, muy breve y sustancial, narra sobre todo una aventura de la conciencia protagonizada por el célebre malhechor que fue liberado a petición del populacho que se congregaba ante el pretorio cuando Poncio Pilato le concedió la posibilidad de liberar a Cristo. Barrabás es presentado por Lagerkvist como un hombre rudo que, aunque no logra aceptar la divinidad de Cristo, admira su sacrificio y se siente indigno de la vida que le ha sido regalada, a costa de la muerte del otro; sus días, a partir de entonces, estarán fustigados por el remordimiento.
Parecía complicado convertir una aventura espiritual tan desgarradora en un peplum vigoroso como el que una década más tarde nos brindaría Richard Fleischer (1916-2006), un cineasta nunca demasiado valorado, tal vez por proceder de la serie B y haberse movido siempre en esa categoría difusa que denominamos, casi siempre despectivamente, “cine de género”. Fleischer, que se había revelado como un notable realizador noir a finales de los cuarenta con una serie de películas de muy rácano presupuesto, vivaces y expeditivas, había dado unos años antes el salto hacia producciones más ambiciosas, entre las que destacan las más desenfadadamente aventureras, como 20.000 leguas de viaje submarino (1954) o Los vikingos (1958). Sin duda el productor Dino de Laurentiis valoró las condiciones de Fleischer cuando decidió encomendarle la adaptación de la novela de Lagerkvist, que pretendía mantener el aroma existencialista del original, pero envuelto en una briosa y trepidante envoltura que garantizara su comercialidad. No era una empresa sencilla; pero Fleischer la solventó de forma sobresaliente, como esa humildad artesanal que sólo poseen los cineastas de gran talento, pese a que el protagonista (Anthony Quinn) no era, desde luego, de los que arrebataban el aliento a las adolescentes, ni poseía el físico de un gladiador (oficio al que el protagonista terminará dedicándose, después de mucho rodar en pos de su destino).
Anthony Quinn no era de los que arrebataban el aliento a las adolescentes, ni poseía el físico de un gladiador
El reparto de Barrabás (1961), que mezcla estrellas “internacionales” (como el propio Quinn, Ernest Borgnine, Katy Jurado o Jack Palance) y grandes actores italianos (desde Silvana Mangano a Vittorio Gassman), es sin duda un gran aliciente de la película; pero estamos acostumbrados a ver películas de reparto rumboso que hacen aguas por todas partes, como suele ocurrir siempre que se centran los esfuerzos en lanzar guiños a la audiencia.
En Barrabás importa, sobre todo, la realización de Fleischer, muy creativa y original desde las primeras secuencias, en las que el suplicio de Cristo nos es mostrado con tintes casi caravaggiescos. Luego, la trama seguirá la atribulada peripecia vital de Barrabás, que sabrá que el hombre que ha muerto en su lugar se ha proclamado Hijo de Dios porque la prostituta Raquel (Silvana Mangano), antaño su amante y hogaño convertida a la nueva fe, así se lo revela, para su desazón; pero, aunque intentará comprender la misión de Cristo conversando con sus discípulos, Barrabás nunca halla la luz que lo redima de la torturante confusión en que se halla inmerso.
El contraste entre luz y tinieblas va a ser motivo simbólico recurrente a lo largo de la película, que a veces recurre a la metáfora de la ceguera para describir la noche oscura del alma que vive el protagonista. Algunas secuencias poseen una fuerza catártica en verdad impactante (así, la multitudinaria lapidación de Raquel, brutal y a la vez elusiva); y otras resuelven motivos tópicos del peplum de forma novedosa y nada efectista (así, el triunfo en la arena de Barrabás ante el torvo Torvald, interpretado por Palance, rodado en el anfiteatro de Verona). Todo el itinerario vital del protagonista se concibe como un purgatorio con diversas penas (pérdida de la mujer amada, condena a trabajos forzados en unas minas de azufre, esclavitud y entrenamiento como gladiador) del que se libera a través de la muerte, que le llega cuando trata erróneamente de instaurar el Reino de Cristo mediante el fuego.
La secuencia final de la película, muy ambigua y tortuosa, en la que un Barrabás agonizante en la cruz suplica a la oscuridad que lo acoja en sus brazos fue rodada, según se cuenta, durante un eclipse de sol auténtico. Tal vez sea el mejor modo de ilustrar la angustiosa aventura de la conciencia que se nos acaba de narrar.