Un hombre conduce su Mercury Monterey de 1957 por la avenida del Malecón, en La Habana, en diciembre del 2014. Un año después del anuncio del restablecimiento de las relaciones con EEUU, en Cuba no ha habido cambios notables. Desmond Boylan AP
Hace un año, al mediodía del 17 de diciembre, el reloj nacional se reinició y pasamos a ser el país que llenaba titulares y expectativas. Con el restablecimiento de relaciones entre los Gobiernos de Cuba y Estados Unidos, nuestra isla se puso de moda entre los politólogos, los actores de Hollywood y los adivinos. 2015 prometía ser el año del despegue económico y de la apertura, pero doce meses después los hechos se quedan muy lejos de las ilusiones.
Eso sí, nos han saturado con fotos, banderas que se izan, conferencias de prensa para explicar que el camino sería largo y complicado. Durante meses, los cubanos nos hemos cargado de esperanzas, pero ya es tiempo de ver los resultados. No basta que los funcionarios de países ‒hasta ayer enemigos‒ ahora se den la mano frente a las cámaras, sonrían y se confiesen aliados en temas como la lucha contra el narcotráfico, la piratería o el cuidado de los tiburones. Tantos gestos diplomáticos deberían haber mejorado la vida de los cubanos.
A las medidas dictadas por la administración de Barack Obama no le han correspondido los necesarios pasos de la Plaza de la Revolución para que éstas tengan un efecto en el día a día de la población de la Isla. En lugar de eso, el discurso oficial del castrismo ha jugado a mantener la confrontación verbal con el vecino del Norte y a seguir utilizando el argumento del bloqueo para justificar su propio fracaso.
El desabastecimiento se ha agravado en el mercado minorista cubano y ahora es más difícil comprar comida que por estas mismas fechas de diciembre pasado. Ni el maíz de California llenó los estantes de las tiendas, ni las hamburguesas de McDonald’s desplazaron a la frita nacional, como vaticinaban los antiglobalización. Poner un plato en la mesa se ha vuelto una tarea más difícil, angustiosa y cara.
Los visitantes que buscan «ruinas hermosas» y autos antiguos que fotografiar no tienen de qué preocuparse, el parque temático del pasado sigue intacto. La modernidad y el desarrollo han chocado contra el muro de la reticencia ante lo nuevo. Los gobernantes cubanos han logrado transmitir y mantener su achacosa ancianidad sobre todo el país. Ni se abrió una tienda de Apple en el corazón de La Habana, ni se ha mejorado el transporte público.
Los visitantes que buscan “ruinas hermosas” y autos antiguos que fotografiar no tienen de qué preocuparse, el parque temático del pasado sigue intacto
Ningún ferri ha atracado en puerto cubano después del 17D. Nadie ha logrado conectarse con roaming desde la Isla con una tarjeta telefónica de una compañía estadounidense, ni siquiera un visitante de ese país ha logrado sacar dinero con su tarjeta Visa o Mastercard desde un cajero automático ubicado en cualquier punto de nuestra geografía insular.
La prensa internacional se ha llenado de especulaciones sobre el regreso de las líneas aéreas estadounidenses a Cuba, pero sólo los vuelos charters aterrizan en los aeropuertos nacionales. Las flexibilizaciones en la compra de insumos en EE UU para empresarios locales no logran rebasar el férreo control aduanero que impide la importación comercial en manos de privados. Todas las mejoras decididas en Washington se han trabado en la maraña de prohibiciones y controles que impone este sistema a su propio pueblo. El bloqueo interno ha cerrado filas, ante el temor de perder la justificación del embargo externo.
Las telecomunicaciones, esa piedra angular de la política estadounidense hacia la Isla, apenas se han visto beneficiadas con los anuncios lanzados desde la Casa Blanca. En una carrera por mantener cautivos a los clientes de la única telefónica del país, el Gobierno ha abierto algunas decenas de zonas wifi para la navegación web, a precios exorbitantes, bajo el sol y con un servicio tan inestable como controlado. Un año después de aquel 17D, este sigue siendo el país con menos extensión de las tecnologías de la información de todo el hemisferio.
La libertad… bien gracias. Raúl Castro ha sido legitimado y reconocido por la mayoría de los Gobiernos del planeta y protagonizó una Cumbre de las Américas en Panamá, entre los destellos de las cámaras y la reunión con Barack Obama. Puertas hacia dentro del país, no ha querido darle ni la menor beligerancia a sus críticos, contra los que ha mantenido los arrestos, los actos de repudio y el penoso fusilamiento de la reputación. Este último, hecho desde la impunidad de un poder que puede convertir ante los ojos de la opinión pública a un disidente en un delincuente.
Sin embargo, esa sabiduría popular que otea el horizonte y sabe cuándo los cambios vienen en serio y cuándo son pura mascarada ha emergido con fuerza en este año. El instinto de conservación, el tirón ancestral de ponernos a salvo, ha sido el mayor mentís a las predicciones que se hicieron hace doce meses. Empujados por ese reflejo condicionado de salir del peligro de una existencia sin expectativas, miles de cubanos emprendieron la ruta de la emigración, en muchos casos poniendo en riesgo su propia vida.
Ahora, queda ajustar nuevamente las manecillas del reloj. Ambos Gobiernos llamarán a la calma, a no desesperarse. El inquilino de la Casa Blanca dirá adiós en 2016, quizás después de visitar nuestra Isla, y Raúl Castro ha anunciado que se retira en 2018. El desesperante tiempo de la historia y la política va paso a paso, sin saltos, apenas perceptible. Mientras, las horas de la existencia de millones de cubanos se escurren sin remedio. El 17D ha quedado como una fecha en el pasado.